lunes, 21 de enero de 2019

Guerras sin épica


El bardo ciego evoca la guerra de Troya, la describe al detalle, cuenta cómo los pueblos se alinean en uno u otro bando y hasta los dioses son sensibles ante los heroicos guerreros. No pocas fueron las veces que el pueblo elegido, por su parte, debió de batallar contra enemigos que lo acechaban. De esa forma, también, construyó su identidad. Porque la guerra siempre se hace contra el otro y esto permite definir poco a poco el nosotros. «¡Dios, qué buen vasallo si oviesse buen señor!», es lo que exclama la niña al contemplar al caballero que pide clemencia al pueblo que no se la puede dar porque se lo han prohibido, el Rey castigará a quien le preste ayuda, toda una descripción política en esa simple frase sobre la que se podría escribir un amplio tratado de relaciones de poder. Y de identidad, porque la guerra la crea: la sacrosanta identidad.

O la creaba, cuando los pueblos se iban forjando y se constituían nuevas entidades y nuevas identidades. Incluso el lenguaje se convirtió en campo de batalla mediante el empleo interesado de ciertos términos. Durante siglos, por ejemplo, se ha denominado reconquista al enfrentamiento entre los reinos cristianos y los musulmanes en la Península Ibérica. Se justificó tal término en base a la entrada de los árabes en la Península en el año 711, pero también entraron los visigodos, que la ocuparon en el 476, como entraron y ocuparon antes los romanos. Ninguno de los pueblos, por tanto, hunden sus raíces en ella. No hay ningún pueblo por tanto que pudiera atribuirse el patrimonio de la tierra, de cualquier tierra, porque estuviera en ella desde los inicios del mundo. Pero era necesario legitimar el poder que nació tras la conquista de Granada y la entrega de la ciudad el 2 de enero de 1492. Tariq Ali describe en A la sombra del granado las tensas relaciones que mantuvieron las poblaciones arábigas, musulmanes la mayoría, y la castellana, católica, aunque no siempre con la ortodoxia ansiada por los poderes religiosos y terrenales. Hubo en todo caso un primer intento de respetar la heterogeneidad. Pero eso impedía en gran medida la construcción de ese nuevo país que se estaba gestando: las nuevas estructuras políticas que estaban naciendo en Europa exigían homogeneidad. Esto es, una sólo pueblo, una lengua, una religión. Ni siquiera se toleraban las excepciones más nimias, surgió la pureza de sangre, la hegemonía de una lengua reglada, el rechazo a la herejía.

Pero a medida que las entidades y las identidades logran presencia y estabilidad ya es posible descubrir hasta qué punto la guerra no responde a planteamientos de tribu, etnia o nación, sino que es fruto de los intereses mercantiles o, como se dice ahora, los mercados son los que establecen no sólo las medidas a tomar en los actuales Estados o Entidades Supraestatales, sino que deciden sobre la guerra, sobre la tanatopolítica, sobre quién puede matar y quién no. Hace unos años se decidió darle legitimidad a la invasión de Irak, se dijo que porque se estaba armando en demasía, con armas muy destructivas además (en una viñeta aparecida por entonces en un diario se justificaba la prueba de tales armas mediante las facturas de las armas vendidas por los países que ahora acusaban a Irak), y oprimía a su pueblo y sus minorías nacionales, mientras que ningún poder cuestiona hoy que Arabia Saudí bombardeé o bloqueé a Yemen. Es más, se le vende abiertamente armamento y ni eso se puede criticar porque, se responde, eso crea puestos de trabajo. Se trata de la realpolitik, es lo que hay. Y sí, la guerra es un negocio. Hasta se puede decir que la guerra es la economía por otros medios.

Ni siquiera se necesita la épica para legitimar la guerra, ennoblecerla. Puede que porque la gestión de los dineros es lo más antiliterario que puede haber, seguramente, y es público y notorio, comúnmente aceptado, lo dicho, que la guerra forma parte del negocio. Por eso tal vez muchos son, desde Zola, los escritores que han escrito contra la guerra, algunos, como la ya mencionada Vera Brittain, de forma exclusiva.

La cuestión es que el engranaje homogeneizador de la economía en el que todos nos convertimos en meros clientes, en un capitalismo además que deserta de sus propias bases al volverse monopolista y consumista hasta la brutalidad, pero que no parece calmar los ánimos como calmaba en cierto modo el discurso identitario. Las grandes catedrales al menos sosegaban en parte y le daban un sentido al existir, pero las grandes superficies comerciales no tienen el mismo efecto, no ayudan a menguar el desasosiego ni da sentido a la vida, incluso llega a ser enfermizo ese consumismo desaforado que busca una mera diversión aparente, un sustitutivo de la reflexión y la emoción, para olvidar por un instante que no hay sentido en este modo de vivir, aunque pronto se diluirán sus efectos porque en el fondo no aporta nada, supone además más desarraigo y soledad. Pero se ha impuesto no sólo en los países capitalistas, se ha vuelto global y esa busca de una vida mejor de quienes emigran, a veces arriesgando sus vidas, es también una busca de un consumo y un estilo de vida ultraconsumista, superficial.

Tal vez por eso, por imposibilidad de hallar sentido que este modelo económico y social no da ni puede dar, está volviendo el discurso identitario, la identificación con la comunidad religiosa más integrista, la patria entendida como un pueblo, una cultura, una única comunidad, el nacionalismo ultramontano siempre acusador de la maldad exterior, incluso se reclama de nuevo la idea de reconquista, cuando parecía haber desaparecido tal concepto histórico. Claro que tras el discurso de los Bolsonaro de turno hay una defensa acérrima del libre mercado. La reclamación nacional de algunos pueblos intenta ocultar con frecuencia, casi siempre, de un modo acrítico, la mala gestión económica o la propia corrupción –innegable en el caso español o el catalán–, incluso buena parte del integrismo religioso musulmán posee profundos intereses económicos, no podemos olvidar los vínculos con las grandes familias principales y los intereses económicos de no pocos de sus dirigentes. De nuevo la guerra como economía por otros medios.


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