En este año que ya
declina se conmemora el 50 aniversario de las revueltas del 68 –el Mayo
francés, la Primavera de Praga, el Movimiento de México, las revueltas de
Berkeley, entre otras–, sin que la redondez del aniversario haya generado
grandes actos de recuerdo, de nostalgia o de estudio. Ha habido, sí, algunos
artículos en prensa, algún reportaje en las televisiones, pero más allá de los
círculos militantes revolucionarios, y aún aquí tampoco se han explayado, no se
puede decir que haya habido mucho recuerdo de lo que ocurrió aquel mítico año, más
bien ha pasado sin pena ni gloria.
Tal vez este pasar de
puntillas por la fecha tenga que ver con una sensación de desmoralización, de
derrota. La clase obrera ha dejado de tener esa centralidad de la acción
política que tuvo entonces, ni siquiera se puede hablar hoy en Europa y Estados
Unidos de una clase obrera homogénea, y mucho menos consciente de sí misma,
combativa o reivindicativa. Se ha impuesto una mentalidad de clase media, una
cultura consumista, en grado sumo individualista, en un momento además en que
el modelo capitalista ha penetrado cualquier ámbito de la vida, lo ha
privatizado todo, ha convertido todas las esferas de la vida en mero negocio.
Veinte años después del
68 comenzó, además, el derrumbe del bloque del Este, el desmoronamiento de la
URSS y sus satélites, que aun cuando izasen la bandera del socialismo y la democracia
obrera, no era más que una maquinaria de terror, unos Estados autoritarios
donde sus trabajadores no controlaban nada en absoluto de la maquinaría del
Estado o de la economía, ni siquiera sus vidas las gestionaban plenamente. La
Primavera de Praga, en este sentido, fue un último intento por dar un paso para
construir un socialismo acorde con sus ideales, un intento que fue aplastado
por los tanques. Todo ese bloque desapareció, por sí mismo no fue malo que
desapareciera, supuso para millones de personas librarse de maquinarias de
opresión. Pero ahondó la sensación de derrota. China, Laos o Vietnam siguen
gobernados por Partidos Comunistas, pero sus economías son por completo
neoliberales: al igual que en los países capitalistas, el Estado sólo existe
para garantizar la seguridad de los mercados. A su vez Cuba reforma su modelo
para adaptarse a los tiempos. Queda
Corea del Norte, más bien como caricatura lúdica, un régimen iocandi gratia, si no fuera por el
terror que provoca vivir bajo un modelo en extremo totalitario.
Prolifera la
desmoralización. Ha habido intentos de nuevas formas de hacer política
progresista, intentando recuperar en parte el espíritu sesentayochista, pero
pronto esa nueva política se ha aclimatado a las formas institucionales o se
confronta a las tensiones de una gestión caótica porque el actual capitalismo
no deja brecha alguna por donde colarse. Han tenido razón quienes planteaban
que no cabían alternativas bajo la lógica del poder y los Estados, que los
sistemas son irreformables con un prisma humanista y que sólo caben dos
alternativas: o adaptarse al sistema, lo que supone integrarse a él, o crear
núcleos al margen del sistema, núcleos en todo caso sin capacidad de expandirse
porque se enfrentarían a la lógica del poder.
De ahí que no quede mucho
ánimo para recordar aquel año. Ha quedado claro de momento que otro mundo no es
posible. El 68 fue una experiencia maja, feliz, que aportó algunos cambios en
las costumbres –tampoco es que fuese un fracaso absoluto–, pero sólo queda en
eso, en una experiencia juvenil que no estuvo mal, pero que ya ni se cuenta a
los nietos.
El director argentino
Adolfo Aristarain logró mostrar ese desánimo por el fiasco de las alternativas
en su cine. Sus personajes se resisten a asumir plenamente el fracaso de sus
rebeliones pasadas, mantienen cierta fidelidad a sus principios de entonces, a
no tirar por la ventana todo ese legado emancipador, pero muchas veces ni
siquiera eso es posible, el sistema se impone plenamente.
En la película Un lugar en el mundo (1992) Ernesto
rememora su niñez en el campo argentino con sus padres, Mario y Ana,
interpretados por Federico Lupi y Cecilia Roth, que salen de Buenos Aires con
la idea de crear una especie de falansterio en el campo argentino. Conocen a
Hans, interpretado por José Sacristán, un ingeniero hispano alemán, adaptado al
sistema, consciente de la imposibilidad de cambiar el mundo, cínico a veces y a
menudo sardónico ante los intentos de fidelidad a los principios de sus nuevos amigos,
aunque los respete y admire de un modo evidente.
En Lugares Comunes (2002) Federico Lupi trabaja de nuevo con Adolfo
Aristarain e interpreta a Fernando Robles, un profesor de literatura con pasado
revolucionario e intento de superar el desasosiego con una actitud ética digna,
pero que ve como la universidad le jubila anticipadamente. Con Liliana, su esposa,
interpretada por Mercedes Sampietro, visita a Carlos, su hijo, interpretado por
Carlos Santamaría, que vive en Madrid, tiene un buen trabajo en España, aun
cuando para ello haya abandonado su carrera de escritor, lo que provoca roces
con su padre. Fernando y Ana regresan a Buenos Aires, se enfrentan a los
problemas de dinero consecuencia de su nueva situación y se aventuran a sacar
una hacienda en el campo.
Hay un evidente
paralelismo entre ambas películas. En ambas existe la nostalgia por ese
espíritu rebelde del pasado, nostalgia porque es difícil mantenerlo de un modo
íntegro; en ambas el campo se convierte en el espacio un tanto idílico para
reconstruir las vidas y evitar el fracaso absoluto; en ambas, los hijos no
siguen las sendas de los padres, se adaptan al sistema, con mayor o menor melancolía
por lo que pudo ser y no fue, tal vez con la sensación de que ellos mismos se
han rendido.
También en ambas
películas hay conversaciones que confrontan ese pasado esperanzador con un
presente desmoralizante. La fidelidad a los ideales es una pretensión de
dignificar el presente, aunque se trasluce en el fondo la imposibilidad de amoldarse
a una realidad como la actual, donde no caben alternativas, a veces ni siquiera
parece que se puedan mantener las más modestas pretensiones de emancipación.
Tampoco quedan muchas ganas de rememorar aquellos años. Como con el 68, hay un
mal sabor de boca por cómo se ha gestionado la vida.
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