Es cierto, las lenguas que,
como el castellano, poseen en sus sustantivos y adjetivos la marca de género
mediante un sufijo han tendido a la invisibilidad de, cuanto menos, la mitad de
la población debido al empleo de genéricos. Incluso se usa el término hombres para referirse a la humanidad,
compuesta por hombres y mujeres. Sin embargo, el idioma, como instrumento, no
es machista ni feminista, lo será su utilización, como apunta la lingüista Eulalia
Lledó, aunque también es verdad que el lenguaje puede contribuir a cambiar la
percepción de la realidad y hacer visible lo invisible.
No obstante, a veces da
la sensación de que la batalla se da sólo en el lenguaje y no en la realidad.
Sin quitarle la importancia que tenemos que darle a normalizar el idioma
reflejando la realidad social y la presencia correspondiente de mujeres, a
veces incluso de forma mayoritaria, en muchos oficios, lo cierto es que por
mucho que acudamos a fórmulas de reiteración –«los abogados y las abogadas», «los
obreros y las obreras», etc. – o incluso a forzar la lengua en palabras que no
poseen marca de género –de allí que se emplee términos como fiscala o concejala (aunque no se dice fiscala
generala, lo que muestra bien a las claras la cuestión)–, con ello no vamos
a solucionar aquellas desigualdades que claman al cielo y que creíamos ya desterradas
de las prácticas sociales, como la doble escala salarial, el que haya mujeres
que cobren menos que los hombres realizando un mismo trabajo en igualdad de
condiciones. Da la sensación a veces de que se acude a lo tangencial, al
lenguaje, porque los sindicatos, por ejemplo, son incapaces de conseguir lo que
hace tiempo que debía ser habitual, igual salario por igual trabajo. Pero esto
es otro debate. Aunque no lo es tanto cuando el nuevo gobierno solicita un
informe a la Academia de la Lengua para conseguir un lenguaje incluyente,
tampoco es una barbaridad por sí mismo, pero no parece que vaya a afrontar una
reforma laboral que de verdad acabe con la doble escala salarial referida (y de
paso con la precariedad que afecta, eso sí, a hombres y mujeres por igual).
Sea lo que fuere, la
solicitud del gobierno, a través de la ministra Carmen Calvo, ha provocado un
cierto retintín en la Academia, sobre todo por la respuesta de Arturo
Pérez-Reverte, que ha criticado la misma. Por otro lado, no es la primera vez
que la Academia de la Lengua se ve envuelta en polémicas sociolingüísticas.
Hace unos pocos años algunas asociaciones gitanas protestaron porque en el
diccionario de tal institución, referente del uso del idioma, mantenía para la
palabra gitano/a el significado de trapacero, esto es, aquella persona que con astucias, falsedades y mentiras procura engañar
a alguien en un asunto. Eso sí, se señala que tal acepción aplicada a una
persona gitana es ofensiva o discriminatoria. Las asociaciones gitanas acusaron
de racista a la Academia de la Lengua, aunque la institución tenía razón en
alegar que ella sólo recoge los usos del idioma, en consecuencia es la sociedad
la que es racista. Pero luego, además, uno se entera de que algunas instituciones
públicas canalizan las ayudas y subvenciones a través de planes y políticas de
asistencia a personas extranjeras, lo que sí es claramente extraño –no entro en
calificarlo– respecto a una comunidad con presencia en España por más de 500
años.
En el debate sobre el
género en la lengua, como se ha dicho, hay un aspecto que no deja de ser
cierto: que el idioma, reflejo de la sociedad, ha dejado fuera a la mitad de la
población durante siglos y es justo que contribuyamos a solucionar tal hecho
permitiendo una percepción más igualitaria de lo que es una sociedad. Sin
embargo, al igual de lo que ocurre con la cuestión de la población gitana, hay
una profunda ñoñez al atajar, desde el poder, el asunto sólo como una batalla
lingüística, sin quererlo asumir como una cuestión política, social y económica
que requiere de normas y medidas que consigan la plena igualdad de las
personas, cualesquiera que sean sus diferencias.
Porque, al final, si nos
quedamos satisfechos con el mero cambio lingüístico nos estamos engañando a
nosotros mismos, los y las sindicalistas se quedan contentos y contentas por
emplear un lenguaje inclusivo, pero no mueven un dedo por cambiar la
degradación que sufre, reforma tras reforma, una cada vez mayor parte de la
población, sin solucionar encima la doble escala salarial. Pero además le da
toda la razón a Georges Orwell en la distopía descrita en 1984, donde se habla de la neolengua, que es el idioma reformado
con que se limita la percepción de la realidad.
Es lo que tiene a menudo
los grandes discursos oficiales, que hablan por ejemplo de fomentar la cultura
de la paz y enseguida aumentan los gastos militares. Al final es lo que tiene
no distinguir los relatos de los discursos, los gestos tangenciales y las
cuestiones de fondo. O confundir cambios en nuestras conductas individuales,
importantes sin duda, con las medidas políticas colectivas que cambian las
cosas de fondo.
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