sábado, 14 de julio de 2018

Lengua y realidad


Es cierto, las lenguas que, como el castellano, poseen en sus sustantivos y adjetivos la marca de género mediante un sufijo han tendido a la invisibilidad de, cuanto menos, la mitad de la población debido al empleo de genéricos. Incluso se usa el término hombres para referirse a la humanidad, compuesta por hombres y mujeres. Sin embargo, el idioma, como instrumento, no es machista ni feminista, lo será su utilización, como apunta la lingüista Eulalia Lledó, aunque también es verdad que el lenguaje puede contribuir a cambiar la percepción de la realidad y hacer visible lo invisible.

No obstante, a veces da la sensación de que la batalla se da sólo en el lenguaje y no en la realidad. Sin quitarle la importancia que tenemos que darle a normalizar el idioma reflejando la realidad social y la presencia correspondiente de mujeres, a veces incluso de forma mayoritaria, en muchos oficios, lo cierto es que por mucho que acudamos a fórmulas de reiteración –«los abogados y las abogadas», «los obreros y las obreras», etc. – o incluso a forzar la lengua en palabras que no poseen marca de género –de allí que se emplee términos como fiscala o concejala (aunque no se dice fiscala generala, lo que muestra bien a las claras la cuestión)–, con ello no vamos a solucionar aquellas desigualdades que claman al cielo y que creíamos ya desterradas de las prácticas sociales, como la doble escala salarial, el que haya mujeres que cobren menos que los hombres realizando un mismo trabajo en igualdad de condiciones. Da la sensación a veces de que se acude a lo tangencial, al lenguaje, porque los sindicatos, por ejemplo, son incapaces de conseguir lo que hace tiempo que debía ser habitual, igual salario por igual trabajo. Pero esto es otro debate. Aunque no lo es tanto cuando el nuevo gobierno solicita un informe a la Academia de la Lengua para conseguir un lenguaje incluyente, tampoco es una barbaridad por sí mismo, pero no parece que vaya a afrontar una reforma laboral que de verdad acabe con la doble escala salarial referida (y de paso con la precariedad que afecta, eso sí, a hombres y mujeres por igual).

Sea lo que fuere, la solicitud del gobierno, a través de la ministra Carmen Calvo, ha provocado un cierto retintín en la Academia, sobre todo por la respuesta de Arturo Pérez-Reverte, que ha criticado la misma. Por otro lado, no es la primera vez que la Academia de la Lengua se ve envuelta en polémicas sociolingüísticas. Hace unos pocos años algunas asociaciones gitanas protestaron porque en el diccionario de tal institución, referente del uso del idioma, mantenía para la palabra gitano/a el significado de trapacero, esto es, aquella persona que con astucias, falsedades y mentiras procura engañar a alguien en un asunto. Eso sí, se señala que tal acepción aplicada a una persona gitana es ofensiva o discriminatoria. Las asociaciones gitanas acusaron de racista a la Academia de la Lengua, aunque la institución tenía razón en alegar que ella sólo recoge los usos del idioma, en consecuencia es la sociedad la que es racista. Pero luego, además, uno se entera de que algunas instituciones públicas canalizan las ayudas y subvenciones a través de planes y políticas de asistencia a personas extranjeras, lo que sí es claramente extraño –no entro en calificarlo– respecto a una comunidad con presencia en España por más de 500 años.

En el debate sobre el género en la lengua, como se ha dicho, hay un aspecto que no deja de ser cierto: que el idioma, reflejo de la sociedad, ha dejado fuera a la mitad de la población durante siglos y es justo que contribuyamos a solucionar tal hecho permitiendo una percepción más igualitaria de lo que es una sociedad. Sin embargo, al igual de lo que ocurre con la cuestión de la población gitana, hay una profunda ñoñez al atajar, desde el poder, el asunto sólo como una batalla lingüística, sin quererlo asumir como una cuestión política, social y económica que requiere de normas y medidas que consigan la plena igualdad de las personas, cualesquiera que sean sus diferencias.

Porque, al final, si nos quedamos satisfechos con el mero cambio lingüístico nos estamos engañando a nosotros mismos, los y las sindicalistas se quedan contentos y contentas por emplear un lenguaje inclusivo, pero no mueven un dedo por cambiar la degradación que sufre, reforma tras reforma, una cada vez mayor parte de la población, sin solucionar encima la doble escala salarial. Pero además le da toda la razón a Georges Orwell en la distopía descrita en 1984, donde se habla de la neolengua, que es el idioma reformado con que se limita la percepción de la realidad.

Es lo que tiene a menudo los grandes discursos oficiales, que hablan por ejemplo de fomentar la cultura de la paz y enseguida aumentan los gastos militares. Al final es lo que tiene no distinguir los relatos de los discursos, los gestos tangenciales y las cuestiones de fondo. O confundir cambios en nuestras conductas individuales, importantes sin duda, con las medidas políticas colectivas que cambian las cosas de fondo.

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