Siento cada vez menos
simpatía por conceptos como los de patria, de nación, de pertenencia a un país
o a otro, conceptos que, aun cuando se les quiera forzar el significado, van a
ser siempre excluyentes porque lo que refuerzan es la identidad más inmutable.
Cuánta razón tiene Amín Maalouf al hablar en un ensayo suyo de las identidades
asesinas, no sólo de un modo evidente, cuántos muertos ha habido para construir
las patrias, también metafórico: se matan culturas, lenguas, formas de
expresión culturales, todo ello en nombre de la uniformidad nacional. Son
conceptos que requieren de la frontera como evidencia de la separación incluso
física de los seres humanos. Lo que pasa en el Mediterráneo, ese gran
cementerio marino, marca sin duda, con toda su crudeza, la irracionalidad de
las lógicas fronterizas.
Una frontera es una
construcción política, social y económica. Lo crean los poderes políticos para
indicar lo que es propio y lo que es ajeno en lo que a territorio se refiere,
pero también en lo que respecta a conceptos inmateriales como la soberanía, y
que a la larga afecta a las personas que, dependiendo del lado de la frontera
donde hayan nacido, son de un país o son de otro con todas sus consecuencias.
La frontera como barrera es, además, una construcción europea, pensada para los
Estados que evolucionaron a partir del Renacimiento, y cuyo modelo, al final,
se exportó al mundo entero por vía del colonialismo, los imperios y, en última
instancia, de las independencias con arreglo a tales modelos fronterizos, que
en realidad lo son de Estado.
Objeto de discusión,
guerras, pactos, acuerdos y tratados, la cuestión de las fronteras ha centrado
en gran medida los debates de política y de derecho internacionales, aún hoy,
cuando creemos que se da cierta estabilidad en tal ámbito. Allí está el ejemplo
de Ucrania, pero también, tras el Brexit,
la reaparición del conflicto de Irlanda, que puede tener como consecuencia que
se refuerce de nuevo la frontera entre Irlanda del Norte y la República de
Irlanda cuando Gran Bretaña salga formalmente de la UE.
Las grandes conferencias
internacionales han tenido, en este sentido, las fronteras como gran tema
central, del mismo modo que las actuales organizaciones internacionales, la ONU
en la actualidad, por ejemplo, han tenido que centrarse en gran medida en las
fronteras como tema fundamental, entre otros motivos porque las guerras han
sido en buena medida las consecuencias de las muchas desavenencias.
Sin duda, el Congreso de
Viena de 1815 marcó un modelo de discusión internacional y de confección de
fronteras. Sin embargo, pese a la voluntad de estabilizar la cuestión de los
límites entre Estados, el mapa de Europa ha cambiado de un modo radical y no
hay que remontarse a muchos lustros atrás para darse cuenta de ello. La Europa
que cosió el Congreso de Viena se parece poco a la Europa actual en lo que a
fronteras se refiere, sobre todo en la Europa central y del Este. Pero tampoco la
parte central y sur del continente ha quedado excluida de no pocos cambios.
Tal vez podamos pensar
que la península ibérica ha mantenida la estabilidad en tal ámbito. Puede, si
lo comparamos al resto de Europa, que haya gozado de una mayor estabilidad, o
al menos las fronteras se han mantenido más estables, pero eso no significa que
no haya pocos bretes y complicaciones.
Ya en este sentido España tiene dentro de sus fronteras no pocos
conflictos de tipo nacionalista, centrados sobre todo en dos, con reclamaciones
de Estado propio en Cataluña y en el País Vasco y, por tanto, de creación de
fronteras, a pesar de que en ciertos discursos soberanistas se dice defender
que en realidad no se quiere crear fronteras, lo que no parece posible si creas
un Estado. Puede que estén más o menos diluidas, pero fronteras, evidente, las
habrá. Hay que tener en cuenta además, en este último caso, que el País Vasco
quedó dividido en dos, una parte quedó bajo jurisdicción española y la otra
parte, más pequeña, bajo la francesa.
La frontera con Portugal, por su parte, no
está exenta de problemas. En 1868 desaparecía el Couto Mixto, un embrión de
Estado entre Portugal y Galicia, sin consultarle a su población, por cierto,
aunque plantear una consulta en el siglo XIX puede resultar cuanto menos
ucrónico. Pero donde se ha mantenido el follón es más al sur, en Olivenza, una
comarca que España considera parte de Extremadura y que Portugal reclama como
parte del Alto Alentejo. La expresión actual que mejor muestra tal cuestión es
ese puente sobre el Guadiana en el que hay un cartel en su lado este que indica
que se entra en España sin que al otro lado, al oeste del puente, haya el
correspondiente cartel de entrada en Portugal, porque este país considera que
la frontera no está sobre el Guadiana, sino varios kilómetros hacia el este, en
la raya que separaría Olivenza de España.
La cuestión puede
resultar ahora mismo baladí: las fronteras han quedado diluida en el marco de
la UE, lo que no significa que hayan desaparecido. En todo caso, las
poblaciones de los dos lados de la frontera, sea donde fuere que se establezca
su límite, se relacionan con normalidad, se compra a un lado u otro, se
crean lazos familiares y de amistad sin tener en cuenta en qué lado se
está, incluso la población de Olivenza, por una decisión de Portugal de 2015,
puede optar a la doble nacionalidad. Desde luego no hay en la actualidad un
conflicto entre España y Portugal que pudiera degenerar en enfrentamiento
abierto, como insinuaba hace poco un informe semisecreto del espionaje
norteamericano, uno de esos informes que pareciera salido de la T.I.A. de
Mortadelo y Filemón, pero sin duda hay una cuestión de Olivenza, como se vio la
última vez que España puso el grito en el cielo por el tema de Gibraltar y en
Portugal se resaltó el tema como muestra de la doble barra de medir de las
autoridades españolas.
A tenor de todo ello,
¿quién entonces tendría razón, Portugal o España?
Si nos atenemos a los
tratados, pactos y conferencias internacionales, desde el Tratado de
Alcañizares de 1296, que estableció los límites entre los Reinos de Portugal y
de Castilla, hasta el mencionado Congreso de Viena de 1815 en cuyo artículo 105
reconoce que Olivenza queda dentro de los límites de Portugal, Congreso que
España ratificó en 1817, la cuestión está clara. De hecho, aunque una frontera
siempre conlleva altercados y riñas entre los Estados, la cuestión de Olivenza
no planteaba un gran problema, formaba parte de Portugal y así aparece desde el
Livro das Fortalezas de Duarte de
Armas de 1306, y no fue hasta 1801 cuando el primer ministro español, Manuel
Godoy, conminado por Napoleón, le declaró la guerra a Portugal, la Guerra de
las Naranjas que apenas duró poco más de dos semanas y, tras la cual, España
retornó los territorios ocupados, salvo el de Olivenza. El referido Congreso de
Viena vino a resolver la polémica. Sin embargo, pese a la ratificación del
mismo, España se mantuvo en el territorio, ajeno a las reclamaciones portuguesas
incluso ante organismos internacionales. Ni siquiera la aparente buena relación
entre las dos dictaduras a ambos lados de la raya durante bastantes años vino a
solucionar el tema.
Si nos atenemos a lo
cultural, al patrimonio cultural más en concreto, la cuestión resulta mucho más
evidente: no hay más que darse una vuelta por la zona y contemplar muchos de
sus edificios para darnos cuenta de que esa pequeña comarca tiene vínculos estrechos
con Portugal. No en vano, el primer portal plenamente renacentista que hubo en
Portugal se construyó en Olivenza, en la Iglesia de Santa María Magdalena –a Igreja de Santa Maria Madalena-, en
Olivenza también estuvo muy presente el estilo manuelino, tan importante en
Portugal, y existe también una Capilla de la Misericordia, como en tantos otros
rincones del Imperio portugués. En un reciente capítulo del programa Visita Guiada de la Televisión pública
portuguesa – https://www.rtp.pt/play/p4530/e338033/visita-guiada – se habla de
tal herencia cultural.
En estos momentos no
parece que convenga plantear el asunto y sobre todo no hay lugar a grandes
aspavientos al respecto. Incluso, aun cuando en algún momento el portugués
pareció relegarse al uso interno de algunas familias, y casi ni a eso, se
vuelve a usar este idioma con normalidad y se aprende en las escuelas e
institutos del lugar. No sé si ahora mismo se debiera plantear una devolución
formal a Portugal, dejar las cosas tal como están o buscar otras fórmulas.
Quizá, de cumplirse el sueño de los iberistas de unir los dos Estados ibéricos,
la capitalidad se podría ubicar en este enclave. En todo caso, por su
situación, Olivenza tiene una entonación
sugestiva y sibilina. El escritor Ascênio de Freitas publicó en 2001 una
novela, A reconquesta de Olivença,
una reflexión sobre la identidad colectiva y personal, y puso en boca de uno de
los personajes del relato una bella descripción del lugar, como si Olivenza se
transformara en el símbolo de lo que buscamos, como si en realidad ese enclave
fuese una arcadia donde tal vez muchos de nosotros preferiríamos estar de un
modo u otro: «Nunca se sabe se Olivença é
perto ou se é longe. Porque não há ponte para se chegar até lá. Dizem que é
uma terra onde não se pode chegar a não ser em sonhos. Onde não há noites nem
manhãs. Só há as névoas do rio».
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