Pero, ¿qué es eso de la
familia?¿Es algo tan convencional que se rompe o ha existido alguna
vez?¿Convencionalismo o institución asentada?¿Es cierto, como afirman con
alarma, a veces rimbombante, algunas instituciones entre otras religiosas, que
está en peligro, amenazada por nuevas formas de relacionarse, lo que, según
ellos, entrañaría serios peligros para toda la sociedad?¿Acaso esas otras
formas de relacionarse no han existido siempre, lo único que no salían a la
luz, lastradas por la sociedad bien pensante?
Durante decenios el
paradigma del asunto parecía ser el reflejado en la película La gran familia, del director Fernando
Palacios, un núcleo familiar con muchos hijos cuyo jefe de familia, cómo no el
padre, es el que trabaja y aporta los ingresos, los medios de vida, a veces con
pluriempleo, y la madre se convierte en la gestora de la casa, también pluriempleada
pero sin salario ni a menudo reconocimiento, “sus labores” decían que era su ocupación, sonaría a chiste si no
fuera mucha la frustración reinante; por lo demás, un núcleo familiar que
estaba bien insertado en una familia extensa, los abuelos, los tíos y los
primos, todo un clan al tiempo que, según la propaganda al uso, pilar
fundamental de la sociedad.
A partir de los sesenta
la carestía de la vida, los precios cada vez más altos y un aumento del
consumo, lo que obligaba a ciertas prioridades, al tiempo que una mejor sanidad
y un nuevo concepto de ocio incidió en reducir, primero, el número de hijos;
luego, una mayor movilidad geográfica de las personas -migraciones interiores y
exteriores, cambios de ciudad de los individuos por razones de estudio, de
mejoras laborales o simple y llanamente por voluntad de cambiar de aires-
redujo en gran medida los lazos de las familias extendidas, el clan. Con la
transición llegó el divorcio a España, al principio con un pesado formulismo y
plazos un tanto plúmbeos, como si los cónyuges tuvieran que poner a prueba su
voluntad de romper el sagrado vínculo, más tarde con una notable mejora
jurídica que facilitaba el trámite en cuestión sobre la base de la voluntad. Aparecen
las familias monoparentales, un solo progenitor, y luego las parejas
homosexuales reconocidas como matrimonio con posibilidad de cuidar a hijos, ya
sean de un miembro de la pareja o adoptados. Los guardianes de la moral afirman
rotundos que este último modelo, además de poner en peligro la sagrada
institución, dañaría a todas luces a los niños y niñas bajo su tutela. Vistos
los efectos que se dan en no pocas familias convencionales, las de toda la
vida, muchas veces nocivos, frustrantes o limitadores, a uno como que le da
igual los peligros de corrupción de aquellos, peor no podrían salir, desde
luego.
Pero hete aquí que
hablamos de parejas, el amor es cosa de dos, ya sean en su forma convencional,
mayoritaria, un hombre y una mujer, ya sea en nuevas fórmulas: dos mujeres, dos
hombres. Pero siempre dos.
En 1970 -la fecha es importante:
aún estaba España bajo la tutela de una dictadura moralista en cuestiones de
vida cotidiana que contaba con la alianza, aunque cada vez más crítica, de la
Iglesia Católica- el director José María Forqué y el guionista Jaime Silas
realizan una película, El triangulito,
en la que, no sin ironía, a modo de chufla, como se podían presentar estas
cosas y no ser censurado en el intento, se plantea una relación a tres,
consentida y aceptada por los tres, lo que hoy recibe incluso un nombre:
poliamor.
Una bella señorita,
Laura, interpretada por Dianyk Zurakowska -y según los cánones de la época,
rubia y ojos claros-, entra a trabajar en una céntrica e importante tienda de
muebles de una gran ciudad. El director de la tienda en cuestión, al ser ella
hija de un ejecutivo de la empresa, la pone a trabajar bajo la protección de
dos de sus mejores empleados, Sabino (interpretado por Gérard Barray) y Lázaro
(interpretado por Fernando Fernán Gómez), ambos casados no muy felizmente, no
porque las respectivas relaciones sean broncas, sino porque resultan
convencionalmente aburridas, rutinarias y previsibles. Los dos empleados no
sólo se dedican a formar a la señorita en las artes de las ventas, sino que
empiezan a mostrar su interés por ella más allá de lo profesional. En vez de
una competición entre ambos hombres, como sería de prever, por ver quién gana los
favores de la dama, se produce una relación voluntaria y consentida en la que
los dos se convierten en “maridos” de
la mujer, eso sí, a espaldas de las respectivas esposas legales. El triángulo
se lleva con relativa discreción, pero tampoco se oculta por completo. Alquilan
un piso donde vive Laura y al que acuden ambos hombres, siempre al mismo
tiempo, después del trabajo.
La relación entre los
tres es absolutamente feliz y pasional, siempre con la suficiente castidad que
evitase sin duda problemas a la cinta más allá de lo aceptable, aunque ya a
finales de los sesenta y comienzos de los setenta hay el suficiente relajo en
las costumbres que comienza a permitir ciertos planteamientos. Cuando la
relación sale a la luz se produce el correspondiente escándalo y peligran ambos
matrimonios, aunque se aplica por recomendación de la esposa del director un
medio muy utilizado por los convencionalismos sociales: el olvido voluntario, a
todas luces un oxímoron, aunque tan real como las convenciones. Salta a la
vista al final que tales convenciones salen ganando, pero a todas luces se
aceptaría la inadmisible relación ya sea porque viene bien comercialmente ya
sea porque al final a quien le importa lo que se haga, parafraseando una famosa
canción.
Hoy el planteamiento de
la película nos puede resultar algo inocente. La familia está cambiando, en
efecto, aunque más lentamente de lo que se cree (a lo mejor es una sensación
provocada por las entrañables Navidades
que ahora terminan). Más bien se han relajado ciertos hábitos, aunque dudo
mucho que se den hoy más casos de poliamor que hace unas décadas, igual que no
hay más homosexuales ahora que hace unos años, tan sólo se habla más de ello y
se disimula menos. Lo que sí ha aumentado seguramente es el número de personas
que optan por no establecer ningún tipo de relación estable. Sea lo que fuere,
no parece tan fácil el cambio de convenciones, de paradigmas y clichés, tal vez
la fuerza de la costumbre sea demasiado fuerte siempre. O como afirmaba
Gramsci, siempre es difícil asentar nuevos valores.
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