El tiempo y un ejercicio distorsionador de la memoria nos lleva a rememorar los años sesenta como los de una fiesta global a la que denominamos o subtitulamos la contracultura y de la que destacamos los efectos más lúdicos y liberadores. Sin duda y en cierto modo fue así para muchos de los que vivieron aquella época y lo fue sobre todo en París o Berkeley, dos de las cunas de esa contracultura. Ahí está también el concierto de Woodstock para mostrarnos el cambio en los hábitos cotidianos, el comienzo del fin de una concepción de la juventud, de la familia, de la moral sexual estrecha e hipócrita o de la relación con la naturaleza. La moda cambió de un modo brutal, tal vez otro signo de los nuevos tiempos que se avecinaban. Sí, París fue una fiesta, lo anunció Hemingway, y lo fueron los sesenta, como nos lo indican muchos reportajes sobre la época, como el dedicado a la revista Ajoblanco, de David Fernández de Castro, Ajoblanco, crónica en rojo y negro, que he vuelto a ver estos días y que habla de esos cambios culturales y de hábitos, esa contracultura, que se inició en los sesenta, que se extienden a los setentas, sobre todo en países como España, y cuyos efectos perduraron y perduran decadas después, hasta hoy, aun cuando haya habido a todas luces un bamboleo conservador por medio.
No obstante, hubo también muchos claroscuros. Ya sabemos que hay tendencia a rememorar lo positivo, los buenos momentos, lo lúdico, tal vez como un mecanismo de la memoria que tiende a ocultar las partes más lúgubres de nuestro pasado, mecanismo que posee sin duda un aspecto protector cuando se trata de la memoria individual, pero que puede ser tergiversador cuando se trata de la memoria colectiva. De ahí que sea tan complicado el ejercicio de cierta memoria colectiva en países como España, cuya transición se basó en buena medida en el olvido.
Pero también la década de los sesenta, la de la utopía, no fue tan lúdica como se pretende, también se tiñó de sangre y horror en la periferia de Europa, en Portugal, España y Grecia, con dictaduras que ejercieron la represión en múltiples modalides, en Checoslovaquia, cuya revuelta utópica se cercenó vía militar bajo la opresiva mirada de la gerontocracia estalinista. Tampoco fue una fiesta para el movimiento de los derechos civiles en los Estados Unidos, con la población negra apartada y oprimida. Pero no lo fue en absoluto en muchos países de África, Asia y América Latina. La fiesta sesentayochista tuvo su sombra en la Plaza de las Tres Culturas de México D. F., por ejemplo.
De esto nos habla en gran medida Pepetela en su novela A Geração da Utopia, una mirada sobre Angola en cuatro etapas históricas: los esperanzadores sesenta, los setenta combativos y algo hirientes en la percepción y evolución de la lucha no siempre tan heroica como se pretende, los ochenta que supusieron un baño de agua fría -"o desencanto é sempre uma morte" afirma uno de los personajes- y los pragmáticos noventa, que parecían el final de la fiesta.
Un grupo de estudiantes angoleños -negros, blancos y mulatos- coinciden en Lisboa donde acuden a estudiar, a debatir, a festejar y a asumir en definitiva su condición de ciudadanos de segunda, de colonizados aun cuando el Estado portugués se empeñase en considerarlos portugueses y llamase a las colonias regiones portuguesas iguales en apariencia al Alentejo o Tras-Os-Montes. Entre copas, ligues, exámenes y paseos, van tomando partido y asumen un compromiso más o menos intenso, hay notables diferencias entre ellos, respecto a la toma de conciencia de la realidad y también de lo que ha de ser Angola. Los veremos en la segunda etapa asumiendo en algunos casos un compromiso pleno con el proceso de liberación angoleño, asumiendo incluso el riesgo de sus propias vidas. Se confrontan en los ochenta a una realidad que ni de lejos imaginaban así y terminan algunos de ellos asumiendo con no poco cinismo unos nuevos tiempos que son los de final de fiesta, en los noventa.
Sara o Aníbal, Vítor o Malongo se entrecruzan a lo largo de los años y contemplan sus vidas, las suyas propias y las de individuos que pertenecen a un tiempo y un lugar, a tenor de sus propias experiencias, de sus sentimientos que no son nunca homogéneos. Hay no poca frustración y amargura en la visión del mundo, esto no es ni de lejos lo que pretendimos ni quisimos, parecen decirnos con mayor o menor cinismo, con mayor o menor claridad, aunque estuvimos donde debíamos estar, con valentía y con nuestras propias miserias. Tal vez sea eso la heroicidad, no una perfección, sino una actitud que asume la imperfección y los lados obscuros. Al fin y al cabo la vida de cada uno de nosotros, la de los personajes del libro, contiene demasiados condimentos, no todos dulces, no todos amargos. La vida misma.
Sara o Aníbal, Vítor o Malongo se entrecruzan a lo largo de los años y contemplan sus vidas, las suyas propias y las de individuos que pertenecen a un tiempo y un lugar, a tenor de sus propias experiencias, de sus sentimientos que no son nunca homogéneos. Hay no poca frustración y amargura en la visión del mundo, esto no es ni de lejos lo que pretendimos ni quisimos, parecen decirnos con mayor o menor cinismo, con mayor o menor claridad, aunque estuvimos donde debíamos estar, con valentía y con nuestras propias miserias. Tal vez sea eso la heroicidad, no una perfección, sino una actitud que asume la imperfección y los lados obscuros. Al fin y al cabo la vida de cada uno de nosotros, la de los personajes del libro, contiene demasiados condimentos, no todos dulces, no todos amargos. La vida misma.
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