Orwell nos muestra en 1984 un mundo atroz dominado por el
control absoluto, la vacuidad, el empobrecimiento cultural y educativo, la
manipulación del lenguaje, la imposibilidad de poseer herramientas críticas
para entender la realidad, la violencia física contra quien discrepa y es
disidente, el terror en definitiva.
Claro que a menudo ese
terror parece inocuo. Se integra en la cotidianidad, se normaliza o se
normativiza ―no hay diferencia― y nos convierte en dóciles habitantes de una
realidad cuanto menos anómala y monstruosa. Hubo personas que vivieron bajo las
dictaduras fascistas o estalinistas al margen de las persecuciones, las
torturas, los procesos judiciales manipulados, el control férreo de la sociedad,
llevaban incluso una vida feliz, ajenas al horror, bien porque no lo supieran ―sólo
quien se mueve percibe las cadenas, que dijera Rosa Luxemburgo―, no lo
quisieran saber o se mostraran indiferentes. Si no te metías en problemas,
vivías tranquilo, hay quien lo afirma y lo cree. Pero no meterse en problemas
era no tener ideas, ideas discrepantes, se entiende, ideas diferentes a las
estipuladas, una religión distinta o ninguna, otro modo de asumir la producción
o las jerarquías, cualquier pensamiento o creencia que no estuviera aceptada
por el poder, y de este modo admitir como único remedio la desigualdad, los
privilegios de unos pocos, fingir no ver la represión, aceptarlo por omisión, mirar
en definitiva hacia otro lado. Era el equivalente al no te metas que tanto se extendió también entre otras dictaduras.
También ocurría, y ocurre, en las situaciones de violencia social hegemónica,
el silencio impuesto ante las acciones terroristas, por ejemplo, cuando los
partidarios de quien ejercía, y ejercen, tal violencia dominan la calle.
Es la banalización del
mal. El responsable de permitir el tráfico ferroviario alega que tal era su
misión, la de autorizar el paso de los trenes, sin que fuera cosa suya que los
vagones transportasen herramientas fabriles, alimentos o prisioneros destinados
a los campos de concentración, ya fueran éstos judíos, comunistas, gitanos o discapacitados.
Además, era todo esto legal. Como funcionario, cumplía con la legalidad y con su
función. Claro que en sus circunstancias tampoco es fácil, ni siquiera
exigible, ser un héroe, en el caso de ser consciente de las consecuencias de su
trabajo, podría acabar siendo también víctima de tales procedimientos si se
atreviera a ser consecuente.
Se interioriza el pánico. El novelista albanés
Ismaíl Kadaré consigue transmitir en algunas de sus libros este mecanismo
perverso por el que cualquier ciudadano, incluido aquel que podría considerarse
privilegiado, acaba inseguro, atemorizado, aterrado incluso por un desliz
involuntario. En una de sus novelas se cuenta una anécdota ínfima, la de un
funcionario de un ministerio que de modo fortuito da un pisotón a un miembro de
la delegación china, en pleno periodo de cooperación y hermanamiento entre la
China de Mao y la Albania que rompe con el Pacto de Varsovia, se declara
radicalmente estalinista y por ende necesita salir de su repentino aislamiento
económico. El funcionario pasa un buen tiempo pidiendo disculpas y explicando
que no había ninguna intencionalidad en su traspiés, asustado además por las
versiones que pudiera haber de su pisotón inintencionado. Son las versiones,
murmuraciones, habladurías y chismes varios que se dan en su última novela, Tres minutos. Sobre el misterio de la
llamada de Stalin a Pasternak, donde se narra la llamada de Stalin a
Pasternak a raíz de la caída en desgracia del poeta Ósip Mandelstam, tres
minutos de conversación telefónica que sirvió para crear una atmósfera turbia
de sospecha y miedo, además de los muchos rumores que se extendieron por los
círculos literarios rusos.
La cuestión es si más
allá de las dictaduras, si en los sistemas con procedimientos democráticos,
podría darse mecanismos similares. De hecho, no pocos de los métodos descritos
en 1984 se están dando en la
actualidad en nuestras democracias, a la vez que sigue el poder acudiendo a las
verdades y a los valores hegemónicos, de los que no se puede discrepar, hay una
presión social enorme que acusa y menosprecia a los disidentes, a lo que se
añade una sensación de impotencia que parte de la idea de imposibilidad de
políticas distintas a las proclamadas como únicas, ya no digamos de transformar
la sociedad. Hay que tragar con una realidad infame, genocidios incluidos ante
nuestros ojos, la inevitabilidad de lo grotesco, cuando no de la política de la
muerte. Los responsables del tráfico de trenes siguen alegando la legalidad
vigente y la normalidad de sus consecuencias para seguir firmando los pases de
los vagones. Da igual lo que transporten.
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