En su ensayo Homenaje a Cataluña, Georges Orwell
escribió: «Una de las facetas más
desagradables de la guerra es que los gritos, las mentiras y el odio provienen
siempre de personas que no están combatiendo». El escritor sabía de lo que
hablaba. El siglo en el que vivió fue el de las guerras ―¿y qué siglo no lo fue?―,
el de los genocidios y la barbarie, pero también el de la propaganda con fines evidentes,
salvo para quien no quisiera verlo, por desgracia una inmensa mayoría que sólo pudo
darse cuenta de ello, cuando se daba, mucho tiempo después. Era la evidencia de
una enorme manipulación vil e interesada.
El ensayo mencionado lo
escribió tras su experiencia en España durante los primeros meses de guerra
civil. Su objetivo era ejercer de reportero en el conflicto, pero acabó incorporándose
a las milicias del POUM. Fue testigo de la persecución ejercida contra este
partido y contra el anarquismo, dirigida en gran medida desde Moscú y llevada a
cabo por el PCE y el PSUC. Stalin y su aparato político habían declarado a su
vez la guerra a cualquier disidencia comunista que no defendiera la dictadura
instaurada en la URSS, en especial a los partidarios de Trotsky. El POUM,
recuérdese, era una de las organizaciones revolucionarias que denunciaba abiertamente
los procesos de Moscú y la política estalinista de convivencia con las
potencias capitalistas. No podemos olvidar que pocos años después la URSS
firmaría el Pacto Molotov – Ribbentrop de no agresión con la Alemania nazi.
Orwell, compartiendo las
colectivizaciones a pesar de todo y apoyando la construcción de una sociedad
libre y alternativa que se estaba dando en parte de España, pudo asistir a las
consecuencias terribles que la guerra española, como cualquier otra guerra, tuvo
para la población civil. Mientras, quienes instigaron aquel conflicto y se
beneficiaron de él, quienes realizaron grandes declaraciones de principios y
llamaron a las armas, todos ellos, no fueron a morir por lo que clamaban, sólo
pedían matar.
Imposible no olvidar esa
escena de Senderos de Gloria, de
Stanley Kubrick, en la que un general visita una trinchera y pregunta a cada
soldado con que se cruza, soldado sin duda de origen humilde, un trabajador o
un campesino antes de su alistamiento, si había matado a muchos alemanes, esto es, a muchos soldados enemigos, ellos también
de origen humilde, trabajadores o campesinos antes de su alistamiento. Sin
duda, un general alemán de visita en una trinchera opuesta estaría preguntando también
a sus soldados si habían matado a muchos
franceses, para luego, al igual que el general francés, volver a su cómodo
despacho para organizar la guerra.
En otro de sus libros, en
la novela 1984, Orwell lleva a uno de
los personajes a escribir sobre la utilización de la guerra para crear
unanimidades, prohibir las disidencias y legitimar las políticas restrictivas.
También para imponer lo que hoy se denomina la economía de guerra.
De eso saben mucho, por
desgracia, ucranianos y rusos, israelís y palestinos, al igual que muchas otras
poblaciones que sufren los efectos de la guerra, unas guerras decididas en
despachos y gestionadas en foros internacionales, bendecidas con discursos
gloriosos y generadoras de pingües beneficios a la industria armamentística.
Nada que no sepamos ya. Aunque muchos, aun sabiéndolo, muestran su furor
patriótico, justifican las masacres, muchas veces como respuesta a otras
masacres, y claman por un orden surgido de las puntas de las escopetas y el
sonido de las bombas. Hay poca gloria en esta imagen.
Mientras tanto, a finales
de febrero, Ursula von der Leyen, flamante Presidente de la Comisión Europea
hablaba de la posibilidad de que la guerra se pudiera extender a territorio
europeo, convertido en escenario bélico, para gloria de intereses particulares
en la Unión Europea y en la Rusia de Putin, intereses de unos pocos. Emmanuel Macron
también habló de un escenario parecido. Aumentan las partidas dedicadas a
gastos militares en los presupuestos de los Estado europeos, también en los de
Rusia, incluso se oyen voces reclamando mayor presencia en los ejércitos nacionales.
Tambores de guerra en toda regla, una guerra a la que no irán ni Ursula von der
Leyen, ni Emmanuel Macron, ni Putin, ni los Ministros de defensa
correspondientes, ni mucho menos los propietarios, directivos y accionistas de
las industrias armamentísticas.
Quienes van a la guerra, esto
es, a morir y a matar, en vez de sus ardores guerreros, lo que tendrían que
hacer es no ir a la batalla, como en aquel cuento de Émile Zola en el que los
soldados de los dos bandos, tras soñar con campas bañadas en sangre, deciden no
ir a matarse al despertar.
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