Joaquín Sabina nos
pregunta en su canción, del mismo título que el primer verso aquí citado, «Quién me ha robado el mes de abril / Lo
guardaba en el cajón / donde queda el corazón». La creó para la película Sinatra (1988), del director Francesc
Betriu, con Alfredo Landa como protagonista, en la que la atmósfera general de
la misma, al igual que la de la canción, era triste, melancólica, lo era al fin
y al cabo el fracaso que se cuenta en la cinta, como lo fue en gran medida la
década de los ochenta, una década triste y melancólica que acabó ya con la
convicción de que la realidad de un país, hablamos de España, pero sin duda lo
podríamos extrapolar a cualquier otro, era la que era, no la que se creía o se
esperaba unos años antes. Desencanto lo llamaron.
Tal vez sea el mes de
abril, tan alegórico, el que nos impregna de tristeza y melancolía. Comienza la
primavera, pero hay algo en el renacer de la naturaleza, Deméter conviviendo de
nuevo con Perséfone por unos meses, que sabemos repetitivo, nos angustia el
final ya previsto, no hay sorpresa posible, lo que nos obliga a aprehender lo
real con intensidad inusitada, intuimos que saldremos desencantados y
volveremos a una rutina que carece de sentido.
Mucha melancolía ha
rodeado el quincuagésimo aniversario de la Revolución de los Claveles,
abarrotadas las calles de Lisboa, como no podía ser menos, y quién sabe si
muchos de quienes vivieron la jornada en aquel ahora lejano 1974 esperaban
recordar la efemérides en la atmósfera actual de desencanto. No era esto lo que
entonces esperaban muchos de ellos. Es la misma sensación que sentirán hoy
muchos nicaragüenses que albergaron cinco años después de la revolución
portuguesa la esperanza de un nuevo país, esperanza truncada al final de los
ochenta, desaliento absoluto hoy viendo los derroteros del sandinismo de
hogaño.
También fue en abril
cuando asesinaron a Martin Luther King, un cuatro de abril que resultó en gran
medida un final brusco de un movimiento amplio, justo, sereno sin perder su
radicalidad. Irrita que cincuenta y seis años después de su asesinato sigamos
hablando de violencia racista en los Estados Unidos, y también en otros muchos
países, y clama al cielo que volvamos a oír discursos malintencionados y
mentirosos sobre inmigrantes, incluso en países como España, que tanto sabe de
emigraciones y huidas.
Fue también en abril, a
mediados, cuando se proclamó la República española que albergó, como lustros
después la revolución de los claveles o el sandinismo, no pocas esperanzas en
un país que pocos años de democracia hubo gozado en su historia más reciente. «¡No es esto, no es esto!», clamaría
desde el conservadurismo Ortega y Gasset, aunque desde la izquierda también la
decepción fue notable ante los acontecimientos en los breves años de existencia
de la República, cuyo trágico final abortó de un modo tan trágico la necesidad
de plasmar las ansiadas conquistas sociales. Lo que vino después fue a todas
luces mucho peor.
Acaba abril, robado o no,
y el ambiente bronco se intensifica de nuevo en España. Más bien, no hemos
salido de él. Sobra sin duda mucha épica tan artificial como postiza, demasiada
gestualidad sin contenido. Imposible no sentirse como Antonio Castro, el
personaje interpretado por Alfredo Landa, que hoy recorrería el Raval
barcelonés con el mismo desánimo, aun cuando el paisanaje nos parezca tan
diferente a esos años ochenta.
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