No hay duda de que el XX
fue un siglo terrible. El balance no puede ser más tremendo: dos guerras mundiales,
el genocidio de los armenios, la guerra civil española, el genocidio de los
judíos, el colonialismo, las bombas atómicas, el genocidio de los gitanos, las
dictaduras criminales latinoamericanas, los procesos de Moscú, la represión
estalinista, los países transformados en cárceles o cementerios, como Albania,
como Kampuchea, la revolución cultural de Mao, África convertida en un
escenario de guerra y de masacres instigadas por los intereses industriales, la
miseria de millones de personas o la guerra de Yugoslavia, por hablar de una
parte de esta historia sangrienta, mucha de ella, por cierto, acontecida en la
Europa esta que a menudo mira por encima del hombro el salvajismo tan frecuente
en el mundo, sin ver la viga propia. Resuena en todas partes esa exclamación en
El corazón de las tinieblas, novela publicada
a las puertas del siglo, «¡Ah, el horror,
el horror!», un anticipo sin duda de lo que iba a venir.
Fue, en efecto, un siglo
terrible.
Pero también hubo una
enorme belleza en él. Tuvimos el desarrollo del cine como el gran arte de ese
siglo. El surrealismo fue una invitación a creer en lo onírico, a ver la
realidad de otro modo. Se escribieron obras maestras. El desarrollo de las
tecnologías pudo crearnos la ilusión de que el mundo podía ir por la senda de
la libertad. Se reivindicó ya con firmeza la emancipación absoluta, la de los
pueblos oprimidos, la de los seres humanos esclavizados por su raza, la de las
mujeres que reclamaban una justa distribución del mundo, la de los trabajadores
creadores verdaderos de las riquezas.
Fue, en efecto, un siglo
repleto de belleza. Aunque la reivindicación, a menuda, no se materializara en
muchos logros.
Quizá el título de la
novela de Edurne Portela y José Ovejero, Una
belleza terrible, pudiera aplicarse al siglo XX. Claro que en ella nos
hablan sobre todo de un grupo de hombres y mujeres que vivieron en el centro de
la historia, en ese siglo terrible al que aportaron la belleza de su entrega y
compromiso. Narran la vida de Raymond Molinier, un tipo sin duda pintoresco,
imaginativo, apasionado por la causa de la revolución y la libertad,
contradictorio, tenaz, a veces rudo, capaz de actos infames, su vida llena al
fin y al cabo de luces y sombras, como el siglo en que vivió. Desde su infancia
en el barrio parisino de Marais hasta su muerte, con noventa años, este
militante comunista recorrió el mundo en pos y en pro de una sociedad libre. No
dudó en distanciarse, denunciar y combatir la dictadura estalinista porque si
la revolución no aportaba libertad a los seres humanos, sobre todo a los más
desfavorecidos, no era digna de que se luchara por ella.
Raymond Molinier se encuadró en el trotskismo, una corriente tenaz, coherente aunque no exenta de contradicciones, quién lo está, que se situó bien en el centro de las batallas del siglo. No fue fácil luchar contra el capitalismo y contra el estalinismo, combatir la explotación y denunciar la opresión. De hecho, muchos lo pagaron con su vida. Al propio Trotsky lo asesinó un enviado de Moscú, tras ver el viejo revolucionario como su familia era diezmada casi al completo, sólo su nieto, Esteban Sedov, le sobrevivió, guardó la memoria del profeta, como lo llamó Isaac Deutscher, también le sobrevivió Natalia, la esposa, que acabó, diez años después del asesinato, rompiendo con la IVª Internacional por la posición endeble hacia la Unión Soviética de la organización.
La de los trostskistas –militantes
de las diversas ramas, grupos, tendencias y partidos en que se fraccionó el
movimiento– no fue la única corriente que se situó en el centro de la historia.
Rosa Luxemburgo fue la primera militante marxista que denunció los desmanes y
abusos de la Revolución de los Soviets. Los consejistas renunciaron al
leninismo. El POUM, por su parte, sumó puntos al odio del GPU al denunciar abiertamente
los procesos de Moscú, con las consecuencias sabidas. Los bordiguistas,
situados en un dogmatismo tal vez inmovilizador, denunciaron los
oportunismos de lo que se consideró la política real, el mero posibilismo que
justificó no pocos cambios de actitud que sólo beneficiaban a las élites.
Claro que no sólo fueron
estas tendencias revolucionarias las únicas en situarse en el centro de la
historia para denunciar el (des)orden del mundo. Dietrich Bonhoeffer, hijo de
una familia culta de la alta burguesía prusiana y pastor de la Iglesia Luterana
alemana no aprobó la pasividad de las Iglesias cristianas ante el nazismo,
diplomacia lo llamaron, y militó contra la tiranía, muriendo un mes antes de la
capitulación alemana. Por su parte, un grupo de fieles de la Sociedad Religiosa
de los Amigos, una corriente cristiana pacifista y comprometida, montaron en la
España republicana una red de hospitales, su contribución a la causa
democrática. Por no hablar del papel de cristianos de diversas denominaciones
que participaron en la segunda mitad del siglo, muchas veces mal vistos por
curias y direcciones, en compromisos sociales firmes y combativos.
Edurne Portela y José
Ovejero afirman en su libro que toda escritura que se asoma al pasado proyecta
los fantasmas de nuestra época y de los individuos que somos, y no les cabe más
razón: de nuevo sufrimos la amenaza de una guerra mundial y los gobiernos
claman por aumentar los gastos militares, por el rearme, aunque este término no
guste a algunos mandatarios. Los discursos racistas toman la calle, mientras
que el fascismo y el neoliberalismo se dan la mano para ocupar los gobiernos. Ojalá
se cumpla el deseo de rescatar un mundo que parece desvanecerse, tal como
manifiestan los autores, el mundo de quienes supieron ponerse en el centro de
la historia.