martes, 1 de julio de 2025

Cinco metros cuadrados

 


El título de la película, 5 metros cuadrados, alude al tamaño del balcón en el apartamento que Virginia, interpretada por Malena Alterio, y Alex, interpretado por Fernando Tejero, pretenden comprar, a punto de casarse, para su residencia conyugal. Están ilusionados, tienen planes de vida acomodada, se sienten clase media y se ven juntos toda la vida. Se encuadra su hogar futuro en una urbanización que se va a levantar a las afueras de una ciudad mediterránea. Contemplamos ésta al principio de la cinta, con sus rascacielos, sus zonas ajardinadas, las calles rectas y sobre todo las vistas al mar.

A continuación, vemos dos coches atravesar una zona yerma, cerca de la ciudad. Avanzan por un camino de tierra pedregosa. Dos hombres descienden de los respectivos vehículos y continúan a pie, entre risas y camaradería, a contemplar ese mar plácido e imperturbable. Uno es Montañés, empresario inmobiliario, el hombre que proyecta esa urbanización apacible cuyo nombre refleja toda una mentalidad: Señorío del Mar. Lo interpreta Emilio Gutiérrez Caba. El otro es Arganda, concejal del ayuntamiento, interpretado por Manuel Morón.

De su conversación deducimos que se conocen de hace tiempo, que se tienen confianza, seguramente son amigos, pero sobre todo son socios. El empresario habla con claridad de su proyecto. El concejal le plantea algunos obstáculos legales: ley de costas, normas del Ministerio de medio ambiente, cuestiones presupuestarias. Pero, ¿no han superado antes otros obstáculos y han obtenido ambos pingües beneficios? Las sonrisas de ambos nos indican la naturaleza de algunos de esos beneficios. No es necesario que digan mucho. Sabemos lo que hay.

La película, rodada en 2011 y dirigida por Max Lemcke, nos habla de un caso más de especulación en aquella burbuja inmobiliaria que estalló a finales del primer decenio de siglo XXI y que causó tanta miseria en tanta gente. Los efectos fueron terribles, aunque parecen olvidados, casi como poco recordada es esta película que, sin embargo, no fue la única que trató las consecuencias de una crisis inmobiliaria que inspiró no poca ficción. Aunque, como suele decirse, la cita se atribuye a Oscar Wilde, la realidad supera la ficción.

No obstante, más arraigada que la burbuja inmobiliaria, que ha vuelto a nuestra realidad diez años después, es la corrupción política, que nunca se ha marchado del todo, y que debería sorprendernos y por ende alarmarnos, pero a estas alturas ya ni sorprende ni alarma.

El último capítulo de la corrupción patria, con las primeras horas en prisión de un político, hasta hace bien poco en un puesto clave de su partido, nos retrotrae a esa conversación inicial de Montañés y de Arganda en 5 metros cuadrados. La naturalidad de la cháchara o la sensación de que todo se puede, quizá porque todo se olvida con rapidez, muestra bien a las claras que el problema real ha superado de largo su reflejo en el cine. Asistimos al espectáculo, sin duda indecoroso, de acusaciones gravísimas sin que se turbe el fustigante por lo realizado por él mismo no hace tanto tiempo, mientras que el fustigado remite al recuerdo de lo que ocurrió, como si lo propio fuera peccata minuta.

Al final, la corrupción se integra en el paisaje como las flores en primavera, es algo natural. Lo hemos interiorizado hasta el punto de no afectarnos. Nos apenamos en la ficción por Virginia y Alex, asistimos a su sufrimiento y a su caída a los infiernos. Entendemos el gesto desesperado de Alex que le lleva a un acto furioso, perturbado. Pero vemos normal ese final de la película en el que intuimos que serán el empresario y el concejal los que se vayan de rositas, pese al mal rato vivido. Las repercusiones caben en apenas cinco metros cuadrados. La vida misma.

 

lunes, 16 de junio de 2025

Ciudades de cadáveres

 


Aconsejado por Circe, Ulises y los suyos emprenden el viaje al inframundo para encontrar a Tiresias. El adivino de Tebas les va a indicar el modo de regresar a Ítaca. Tienen en la brisa marina un leal compañero que les permite atravesar el Océano y alcanzar la antesala del Hades. Allí realizarán las tres ofrendas de rigor. La primera, con leche y miel. La segunda, con vino. La tercera, con agua y harina blanca. Invocarán tras el rito a los muertos y Ulises adquiere el compromiso de sacrificar una vaca al llegar a su patria.

Es entonces cuando ascienden las sombras de muchos difuntos, entre ellas la de Aquiles, «el mejor de los aqueos», dirá Homero de él, el hijo de la diosa Tetis y el mortal Peleo, el héroe de Troya que antaño pareció optar por una muerte épica en el esplendor de la batalla cuando era aún joven, en vez de una vida larga y sabia. Pero además Aquiles, mitad divino, mitad humano, hubiera podido disfrutar de las bondades de la inmortalidad, cualesquiera que fueran estas. No obstante, mortal al fin, gobierna sobre todos los muertos, le recuerda Ulises, del mismo modo que antaño, en vida, le honraban los hombres de Argos como a un dios. A Aquiles parece no gustarle el elogio. La réplica no da lugar a dudas: «No le des tu consuelo a mi muerte», le dice a Ulises, y añade que más quisiera ser un labrador humilde que ser rey y mandar sobre los difuntos. Añora la vida. De buena gana, indica, emplearía su fuerza, pero para volver al hogar de su padre.

Por un momento, sus palabras parecen desdeñar la heroicidad del guerrero. No hay melancolía de la fuerza, no hay nostalgia de la sangre derramada. En este instante íntimo de confesión no podemos olvidar que su interlocutor, Ulises, intentó evitar ir a la guerra de Troya fingiéndose loco ante Menelao y Palamedes, que lo fueron a reclutar, pero fue desenmascarado y tuvo que partir a la batalla, en aquellos tiempos épicos de honor y de intensas y apasionadas rivalidades bélicas. Ambos gestos, el fingimiento de uno y el lamento de otro, les humaniza ante nuestros ojos. Hay un poso de rechazo a la guerra, como un atisbo de lo que es en realidad la guerra, aun cuando cumplieran con la misma y se destacaran en la batalla.

Mucho siglos después, la escritora japonesa Ota Yoko escribirá una frase que sin duda tiene claros ecos homéricos: «El miedo a esta incomprensible llamada de la muerte y la rabia hacia la guerra (no hacia la derrota, sino a la guerra per se) se entrelazan como serpientes y laten con fuerza cuanto más grises son los días». Aparece en Ciudad de cadáveres, un testimonio de la catástrofe de Hiroshima publicado en castellano por la editorial Satori. Ota Yoko estaba en esta ciudad la mañana fatídica del 6 de agosto de 1945, cuando el gobierno de los Estados Unidos decidió el lanzamiento de la primera bomba nuclear sobre población civil. Dos días después, se produjo otro ataque similar en Nagasaki, con un resultado idéntico. Ella es testigo de los efectos devastadores de la primera explosión nuclear, del infierno en que se convirtió la ciudad japonesa, de los estragos físicos y morales, que se produjo, no hay que olvidarlo, cuando Japón ya se planteaba rendirse, tras una larga guerra, lo cual vuelve mucho más aterrador el empleo de este tipo de armamento.



Ota Yoko recorre una ciudad que se va desintegrando ante sus ojos. Los edificios se desmoronan y los cadáveres se amontonan en las calles. Los supervivientes avanzan entre escombros, sin conciencia aún de lo que ha sucedido. Imposible no pensar, mientras se lee Ciudad de Cadáveres, en las localidades de Gaza y en sus pobladores, objetivos de una guerra cuya motivación real, vamos intuyendo, nada tienen que ver con identidades comunitarias o nacionales ni con reacción a acciones criminales, sino con razones económicas, en este caso comerciales, como es el plan de transformar la región en un atractivo foco de negocios turísticos. Cuánta razón tiene la escritora japonesa al afirmar que «no solamente debemos lamentarnos por la miseria de la guerra, sino por aquello que nos ha llevado a ella».

Qué menos que acudir a este libro cuando estamos en lo que parecen los inicios de una guerra entre Israel e Irán, a la sombra de armamento nuclear, las que dicen que posee Irán, las que existe en el arsenal israelí. Nada menos que ochenta años después de Hiroshima el libro de Ota Yoko pudiera volverse a escribir en las calles de cualquier ciudad de Próximo Oriente, en un eterno retorno criminal que es la historia.

lunes, 19 de mayo de 2025

Berta Socuéllamos


 

La película comienza con el robo del coche que llevan a cabo Pablo y Meca. Se muestran chulescos y amenazantes cuando les descubren en plena faena. Pablo, incluso, enarbola una pistola mientras que Meca consigue al fin hacer el puente, arrancar el motor y salir pitando del lugar. Los dos quinquis acuden a un bar de su barrio, a celebrar su rapiña, apenas una trastada para ellos, con la caña de rigor, entre jubilados, obreros y empleados. Es ahí donde aparece ella, Ángela, tras la barra del bar. Es su trabajo, atender a la parroquia cotidiana, con su mirada triste y un rostro que puede parecer inexpresivo, pero que en realidad, nos damos cuenta a medida que transcurre la cinta, es más bien arcano, insondable, tal vez inescudriñable como aquellos años que le ha tocado vivir, un rostro que trasluce timidez, introversión, pero que resulta también magnético.

Pablo la contempla alelado. Intuimos que lo suyo viene de antes. Poco después, la invitará a salir. Así se unirá ella a los dos maleantes e iniciarán juntos, se apuntará también Sebas, una serie de atracos. Es una más de las muchas pandillas que en los setenta y los ochenta asolaron las ciudades españolas, jóvenes de barrios marginales, que no estudian, que viven en la precariedad, que sólo quieren vivir, aunque sea al día. Claro que Ángela aspira a comprarse un piso, lo confesará en un momento dado, cuando empiezan a conseguir dinero. Es la aspiración de las clases populares desde que, unos lustros atrás, el país comienza a desarrollarse y con que el sistema consiguió apuntalar una mentalidad de clase media, ser propietario, aparentar no formar parte de la clase de los desposeídos.

Pablo, su novio en la película, parece seguirle el juego. De hecho, en algún momento, adoptan el aspecto de un matrimonio convencional: alquilan un piso en el extrarradio, ella compagina su faceta de atracadora con la tarea de cuidar el hogar, función secular y exclusiva de las mujeres en aquel momento, mientras que él lee en la cama no el periódico, sino un tebeo de Mortadelo y Filemón. No son los detalles, sino la pose la que simulará que pudieran llegar a ser otra cosa. Pero la realidad es la que es. No son distintos a otros jóvenes del país de clase trabajadora, una juventud sin futuro que verá en la marginación un modo de vida, que consumen heroína con la inconsciencia de la juventud o con el ansia de una vida distinta, que simularán todo el arrojo del mundo en sus robos. Aunque ella no tendrá, a diferencia de lo que ocurre en otras historias similares, el papel subalterno atribuido a las jais, no será sólo la chorba del quinqui, sino que participa de los robos con convicción. Se prepara para ello, se coloca un bigote falso, se ensombrece el rostro para simular una barba incipiente, engola la voz para endurecer su actitud.

Carlos Saura contó la vida de estos jóvenes en Deprisa, deprisa, que se convirtió quizá en la película cumbre del cine quinqui. Como ocurrió con otras cintas de este estilo, acudió no a actores profesionales, sino a los propios protagonistas de la realidad para interpretarse a sí mismos. Parece ser que vivió jornadas muy vehementes cuando les acompañó para documentarse y preparar el guion. Eran mundos muy diferentes que a menudo chocaron y crearon situaciones malhadadas, como ocurrió con Eloy de la Iglesia y José Luis Manzanero. No fue así con Carlos Saura. Sus personajes no quedan limitados a los rasgos habituales. Tampoco lo fueron en la vida cotidiana. De hecho, Berta Socuéllamos, la actriz que interpreta a Ángela, se planteó salir del estereotipo de chica de barrio, en su caso el madrileño de Villaverde, e hizo sus pinitos para ser bailarina o actriz. La realidad va a menudo más allá de tópicos y clichés.



La vida de la pandilla continúa entre robo y robo, la armonía del hogar y una visita ocasional al mar, para que Ángela lo vea por primera vez. Nos caen simpáticos a pesar de lo que son. Es la magia del cine, conseguir reconducir los sentimientos que despiertan quienes sabemos mala gente. Sin embargo, no hay justificaciones ni se intenta dar explicaciones sobre el porqué de su actividad. Incluso ese deseo de normalidad por parte de Ángela la pone al mismo nivel que su espectador. Sabemos por lo demás que aquellos fueron unos años difíciles, todo estaba en el aire. A menudo se cuela en las historias del cine quinqui la realidad política, económica y social de un país en plena transacción para adaptarla a los nuevos tiempos, para que todo cambiara sin que nada cambiase, o al menos para que no cambiase lo esencial.

El final de la pandilla es trágico. No podía ser de otra manera. Será Ángela la única en salvarse, la vemos en actitud reflexiva en la habitación, desolada, luego salir del piso alquilado, cruzar el terreno reseco entre los descampados y los edificios del extrarradio, avanzar hacia una ciudad que intuimos al fondo. La vemos de espalda, pero conocemos su rostro decaído, su aspecto lánguido, ese magnetismo que nos ha ido seduciendo a lo largo de la cinta. Suena Si me das a elegir, de Los Chunguitos. Lleva una bolsa con sus pocas posesiones y con unos fajos de billete que no sabemos si le servirán para comprar su ansiado piso, pero sí al menos para cambiar de vida. No lo sabremos, la película acaba allí. No hay continuación ni segundas partes. En Deprisa, deprisa acabó también la carrera cinematográfica de Berta Socuéllamos, no volvió a trabajar en ninguna película más ni en obra de teatro alguna. Si alguna vez albergó ilusiones por ser actriz, se terminaron con la cinta de Carlos Saura. Desapareció para siempre, sin que sepamos nada más de su vida, salvo su matrimonio con otro de los actores de la película, con José María Hervás. Ignoramos si su vida fue fructífera o no. Mientras, su compañero en la ficción, Pablo, interpretado por José Antonio Valdelomar, corrió peor suerte: murió en la cárcel de Carabanchel por sobredosis, el año mítico de 1992.

Deprisa, Deprisa obtuvo el Oso de Oro a la mejor película en el Festival de Cine de Berlín, días después de que unos Guardias Civiles entraran en el Congreso con obscuros fines, un acto que sería el final de una etapa y el inicio de otra en el que el desencanto se volverá el tono dominante del país.

jueves, 24 de abril de 2025

Teresa Carbonell

 




En 1975 quedaba finalista al Premio Planeta una novela de Víctor Alba, El pájaro africano, sospecho que hoy en el limbo de las librerías de viejo, que narra la historia de un joven militante de las juventudes del POUM que conoce las vicisitudes de la Guerra Civil y los primeros años de la posguerra. Víctor Alba fue militante de aquel partido doblemente olvidado e intentó recuperar hasta su muerte, en 2003, su memoria. Diez años después de la publicación de esta novela, Manuel Vázquez Montalbán publicó El pianista, que cuenta la vida de otro militante del POUM en tres momentos distintos, y contrapuestos, de la historia española. Vázquez Montalbán era militante del PSUC y cuando preparaba su novela formaba parte incluso de su Comité Central. El proceso de documentación de la misma le llevó a valorar y cuestionar el papel de su organización en aquellos años complicados y su participación en unos hechos difíciles de justificar, desde luego no como se justificaron en 1937, cuando se ilegalizó el POUM y se le reprimió, desapareciendo incluso su máximo dirigente, Andreu Nin. Diez años después de El pianista, se estrenaba la película Tierra y Libertad, del director Ken Loach, que nos presenta las vicisitudes de un voluntario británico que se incorpora a las milicias del POUM y es testigo de los primeros meses de guerra en España y del enfrentamiento en la retaguardia republicana de Barcelona.  

A pesar de estos tres testimonios de la literatura y del cine, a pesar también del empeño de algunos historiadores y simpatizantes de aquella organización por recuperar su historia, no podemos decir que hoy el POUM sea algo más que una nota a pie de página en la muchísima documentación y estudios sobre la República española y la guerra civil. Fundado en 1935 y disuelto en 1937, en buena medida por el empeño de las autoridades de la URSS por aplastar toda crítica desde la izquierda a la dictadura de Stalin y a los procesos de Moscú, hubo un interés por borrarlo del todo. El franquismo por motivos obvios: el POUM era una organización marxista y los hechos de mayo del 37 no dejaban de ser un rifirrafe entre comunistas. Los historiadores afines del PCE-PSUC, por las dificultades de asumir un momento sin duda vergonzante o al menos cuestionable de su historia.

Hubo, eso sí, antiguos militantes del POUM que intentaron mantener viva la memoria de su organización y fueron muy activos durante la transición por recuperar la historia, por contarla y que se conociera. No fue fácil. No podemos decir que hubiese en el nuevo país en proceso permanente de reforma mucho interés en remover el pasado, sea porque las cosas estuvieran atadas en beneficio de un sector, sea porque el pasado tiene siempre sus repercusiones, y hubo un acuerdo por no convertirlo en arma arrojadiza en los equilibrios difíciles del momento. Más cuando los hechos relativos a este partido apenas se conocían más allá de los ámbitos militantes.



Sin embargo, siempre fue importante, intenso, sugestivo escuchar, se estuviera o no de acuerdo con sus planteamientos, a aquel puñado de militantes que, ya ancianos, con el aporte de la edad, contaban sus lances, dilemas y desenlaces con el sosiego que aporta los lustros transcurridos. Más en un país como España, donde se dan tantos cortes generacionales y hay la sensación de tener que empezar siempre de cero.

Poco a poco fueron muriendo. Ley de vida, dícese. Una de estas personas, sin duda una de las últimas, fue Teresa Carbonell, que murió el pasado 13 de abril en Francia. De hecho, durante la guerra apenas era una niña que empezaba a asomarse a lo que pasaba a su alrededor. Pero era hija de militantes del POUM que ayudaron y acogieron en su casa a algunos compañeros que sufrían la persecución desatada en aquella primavera del 37. Entre ellos, Wilebaldo Solano, secretario general de la JCI, las juventudes del POUM. A comienzos de la década de los cincuenta Teresa Carbonell se trasladó a París por motivos de estudios y allí se reencontró con Solano, devenido secretario general del Partido en el exilio. Se casaron y a partir de entonces vivió de primera mano la historia. Por su casa pasaron militantes propios y de otras organizaciones. En cierta manera, se convirtió en archivera, secretaria, cronista, mecanógrafa de la organización. Sin duda, fue el suyo un papel subalterno en un mundo de hombres, aun cuando el POUM cumpliera un papel fundamental en la igualdad, pero sin duda esa labor en la sombra le permitió conocer con profundidad la realidad de la organización y muchas veces, cuando se les trataba juntos, a Wilebaldo Solano y a Teresa Carbonell, se podía intuir que a pesar del caudal de información y de análisis que aportaba él, a quien se debía escuchar con suma atención era a ella. Aportaba sosiego a sus recuerdos, lo que no significa falta de pasión.

Wilebaldo Solano murió en septiembre de 2010. Teresa Carbonell siguió contribuyendo con su granito de arena en la recuperación de la memoria. Su muerte apenas ha transcendido poco más allá de los ámbitos militantes e interesados por aquellos hechos. Coincide además con la de Vargas Llosa y la del Obispo de Roma, nada menos, como si la historia insistiera en que la historia de esos hombres y mujeres quedara en una nota al pie de página. Pero qué duda cabe que con su muerte arde también una memoria, una pasión, una sabiduría siempre tan rabiosa de vida.

domingo, 23 de marzo de 2025

En el centro de la historia

 


No hay duda de que el XX fue un siglo terrible. El balance no puede ser más tremendo: dos guerras mundiales, el genocidio de los armenios, la guerra civil española, el genocidio de los judíos, el colonialismo, las bombas atómicas, el genocidio de los gitanos, las dictaduras criminales latinoamericanas, los procesos de Moscú, la represión estalinista, los países transformados en cárceles o cementerios, como Albania, como Kampuchea, la revolución cultural de Mao, África convertida en un escenario de guerra y de masacres instigadas por los intereses industriales, la miseria de millones de personas o la guerra de Yugoslavia, por hablar de una parte de esta historia sangrienta, mucha de ella, por cierto, acontecida en la Europa esta que a menudo mira por encima del hombro el salvajismo tan frecuente en el mundo, sin ver la viga propia. Resuena en todas partes esa exclamación en El corazón de las tinieblas, novela publicada a las puertas del siglo, «¡Ah, el horror, el horror!», un anticipo sin duda de lo que iba a venir.

Fue, en efecto, un siglo terrible.

Pero también hubo una enorme belleza en él. Tuvimos el desarrollo del cine como el gran arte de ese siglo. El surrealismo fue una invitación a creer en lo onírico, a ver la realidad de otro modo. Se escribieron obras maestras. El desarrollo de las tecnologías pudo crearnos la ilusión de que el mundo podía ir por la senda de la libertad. Se reivindicó ya con firmeza la emancipación absoluta, la de los pueblos oprimidos, la de los seres humanos esclavizados por su raza, la de las mujeres que reclamaban una justa distribución del mundo, la de los trabajadores creadores verdaderos de las riquezas.

Fue, en efecto, un siglo repleto de belleza. Aunque la reivindicación, a menuda, no se materializara en muchos logros.

Quizá el título de la novela de Edurne Portela y José Ovejero, Una belleza terrible, pudiera aplicarse al siglo XX. Claro que en ella nos hablan sobre todo de un grupo de hombres y mujeres que vivieron en el centro de la historia, en ese siglo terrible al que aportaron la belleza de su entrega y compromiso. Narran la vida de Raymond Molinier, un tipo sin duda pintoresco, imaginativo, apasionado por la causa de la revolución y la libertad, contradictorio, tenaz, a veces rudo, capaz de actos infames, su vida llena al fin y al cabo de luces y sombras, como el siglo en que vivió. Desde su infancia en el barrio parisino de Marais hasta su muerte, con noventa años, este militante comunista recorrió el mundo en pos y en pro de una sociedad libre. No dudó en distanciarse, denunciar y combatir la dictadura estalinista porque si la revolución no aportaba libertad a los seres humanos, sobre todo a los más desfavorecidos, no era digna de que se luchara por ella.

Raymond Molinier se encuadró en el trotskismo, una corriente tenaz, coherente aunque no exenta de contradicciones, quién lo está, que se situó bien en el centro de las batallas del siglo. No fue fácil luchar contra el capitalismo y contra el estalinismo, combatir la explotación y denunciar la opresión. De hecho, muchos lo pagaron con su vida. Al propio Trotsky lo asesinó un enviado de Moscú, tras ver el viejo revolucionario como su familia era diezmada casi al completo, sólo su nieto, Esteban Sedov, le sobrevivió, guardó la memoria del profeta, como lo llamó Isaac Deutscher, también le sobrevivió Natalia, la esposa, que acabó, diez años después del asesinato, rompiendo con la IVª Internacional por la posición endeble hacia la Unión Soviética de la organización.



La de los trostskistas –militantes de las diversas ramas, grupos, tendencias y partidos en que se fraccionó el movimiento– no fue la única corriente que se situó en el centro de la historia. Rosa Luxemburgo fue la primera militante marxista que denunció los desmanes y abusos de la Revolución de los Soviets. Los consejistas renunciaron al leninismo. El POUM, por su parte, sumó puntos al odio del GPU al denunciar abiertamente los procesos de Moscú, con las consecuencias sabidas. Los bordiguistas, situados en un dogmatismo tal vez inmovilizador, denunciaron los oportunismos de lo que se consideró la política real, el mero posibilismo que justificó no pocos cambios de actitud que sólo beneficiaban a las élites.

Claro que no sólo fueron estas tendencias revolucionarias las únicas en situarse en el centro de la historia para denunciar el (des)orden del mundo. Dietrich Bonhoeffer, hijo de una familia culta de la alta burguesía prusiana y pastor de la Iglesia Luterana alemana no aprobó la pasividad de las Iglesias cristianas ante el nazismo, diplomacia lo llamaron, y militó contra la tiranía, muriendo un mes antes de la capitulación alemana. Por su parte, un grupo de fieles de la Sociedad Religiosa de los Amigos, una corriente cristiana pacifista y comprometida, montaron en la España republicana una red de hospitales, su contribución a la causa democrática. Por no hablar del papel de cristianos de diversas denominaciones que participaron en la segunda mitad del siglo, muchas veces mal vistos por curias y direcciones, en compromisos sociales firmes y combativos.

Edurne Portela y José Ovejero afirman en su libro que toda escritura que se asoma al pasado proyecta los fantasmas de nuestra época y de los individuos que somos, y no les cabe más razón: de nuevo sufrimos la amenaza de una guerra mundial y los gobiernos claman por aumentar los gastos militares, por el rearme, aunque este término no guste a algunos mandatarios. Los discursos racistas toman la calle, mientras que el fascismo y el neoliberalismo se dan la mano para ocupar los gobiernos. Ojalá se cumpla el deseo de rescatar un mundo que parece desvanecerse, tal como manifiestan los autores, el mundo de quienes supieron ponerse en el centro de la historia.

viernes, 7 de febrero de 2025

Las guerras de siempre

 


Muchos lo intuimos, que la guerra en realidad no tiene más causa que el dinero y los intereses económicos, que no son ciertas las cuestiones identitarias como origen y motivo de las ofensivas bélicas, ni tampoco el honor, ni los principios grandilocuentes, la defensa de la democracia, por ejemplo, o de un determinado modelo de vida, o de la visión religiosa o cosmológica de la existencia, ni el progreso humano, ni tan siquiera, así también lo hemos presentido no pocas veces, la lucha contra el terrorismo es la razón indudable de la guerra, no podemos considerar el asesinato en Sarajevo del Archiduque Francisco Fernando de Austria y de su esposa, Sofía Chotek, por referirnos a un hecho lejano en el tiempo y de las emociones a flor de piel, como la causa de la Primera Gran Guerra, que por el contrario ésta vino de la mano de los intereses comerciales y coloniales de los países europeos, de su necesidad de expandirse para beneficio de sus empresas y consorcios. Nos han llenado a través de las guerras de palabras pomposas, de razones solemnes o de discursos ostentosos. Sin duda, es un intento fútil de encubrir en realidad el salvajismo humano y su verdadera naturaleza.

Si algo hemos de agradecer a la franqueza un tanto desbocada de Trump, es que haya confirmado nuestras intuiciones. Pretende ahora que Israel le ceda a los Estado Unidos la posibilidad de construir un enorme conglomerado turístico en Gaza, o sea, en la costa oriental del Mediterráneo. Eso sí, antes habrá que acabar la tarea, expulsar a los palestinos de la región, cuanto más lejos mejor, no vayan a estropear las expectativas de negocio. A lo sumo, que se quede alguno para rememorar lo exótico del territorio o para servir un falafel en un chiringuito de playa, en esa nueva Marina d´Or Ciudad de Vacaciones oriental. En medio de este horror, quién sabe si aquella fiesta con tintes de rave en el sur de Israel que acabó tan trágicamente el 7 de octubre de 2023 no tenía nada que ver con el inicio de una operación comercial a gran escala ya planeada por empresas de turismo. Resulta, se mire como se mire, inconcebible, cruel, abominable que se aprovechara la circunstancia, el asesinato y el secuestro miserable de centenares de personas en plena fiesta, para iniciar una labor de limpieza de la región con fines no de restaurar el orden o aplicar la justicia a los asesinos, más cuando queda claro que a medio o largo plazo todo consiste en una mera operación con fines mercantiles nada menos, en beneficio del turismo. Demasiado trágico todo para ironizar sobre el asunto.

Ya se sabe, muchas veces la realidad supera la ficción. Pero espanta pensar que esta tesis propia de una ficción rocambolesca pueda ser cierta.

Espantan estas retóricas de hogaño que son las mismas que las de antaño. Platón pone en boca de Calicles, en el Libro I de República, que lo justo y lo conveniente es siempre lo que beneficia al más fuerte. Desde la pretendida superioridad moral de nuestro tiempo, decimos que no estaba muy desencaminado, sin duda, era su época al fin y al cabo. Lo terrible es que siga siendo así, que nada haya cambiado. Pero además el más fuerte suele ser el que vence y quien vence decora luego la victoria con palabras y discursos embellecedores y heroicos, repletos de énfasis con que ocultar entre líneas los motivos económicos. Siempre fue de mal gusto, ya se sabe, hablar de dinero antes y después de las tragedias. Aunque parece que se haya diluido la vergüenza y se pide abiertamente un aumento de los gastos militares.

Basta este último lustro para percibir que nuestras peores intuiciones son ciertas. Ni la guerra de Ucrania ni el genocidio en Gaza son ajenas a los intereses económicos. Es más, es el único factor determinante. Lo que está en juego es quien controla la región de la Europa del Este, si los mercaderes rusos, si los mercaderes de la UE y de Estados Unidos. En cuanto a Gaza, nos lo ha dejado claro el Presidente norteamericano.

miércoles, 1 de enero de 2025

Murales

 


En 2010 el director de cine Héctor Olivero presentaba su película El Mural en la que narra el paso del pintor y muralista mexicano David A. Siqueiros por Argentina. Ahí recibió el encargo de pintar un mural en el sótano de la mansión del empresario periodístico Natalio Botana, todo ello en medio de una crisis generalizada y un acentuado conflicto social.

La película recoge a la perfección el ambiente del país en aquel año de 1933. Crisis, movimiento obrero en alza, un cada vez mayor activismo fascista que ensalza a Mussolini y a un Hitler recién llegado al poder en Alemania, una división en la burguesía entre un sector muy derechizado, nacionalista, y una burguesía liberal más cultivada y cosmopolita, todo ello en un ambiente que no distaba de lo que ocurría en Europa. No en vano, como ejemplo de la comunicación entre las dos orillas, el arte y la literatura latinoamericanos estaban muy ligados a lo que estaba pasando al otro lado del Atlántico. Las vanguardias atrajeron a los artistas latinoamericanos que a su vez, con sus obras, impactaron entre sus colegas europeos. Los murales de Siqueiros, como los de Diego Rivera o José Clemente, embelesaron a los surrealistas en una admiración que fue creciendo.

Los escritores latinoamericanos, por su parte, conocían Europa, París era ya un foco de atracción internacional, pero a su vez, comenzó a establecerse, después de lustros dándose la espalda, el contacto entre escritores latinoamericanos y españoles, vínculo que se siguió manteniendo con los escritores españoles del exilio, tras la desgraciada guerra de España, muchos de ellos refugiados en los países sudamericanos.

Pero además la película refleja un momento álgido en el compromiso político no sólo de los cenáculos artísticos o literarios, también de numerosos núcleos obreros que comenzaban a cuestionar con fuerza el (des)orden del mundo. Siqueiros, al igual que Pablo Neruda, que también aparece en la película, eran comunistas convencidos, partidarios acérrimos de la Unión Soviética, lo que no les impedía ciertos tics que hoy censuramos como machistas. Además, la cinta sugiere también el fraccionamiento que sufrió el movimiento comunista internacional, con corrientes que se desmarcaron del estalinismo, incluso antes de que comenzaran los procesos de Moscú, que reflejaron el lado más terrible de lo que había acabado siendo el país de los Soviets. De hecho, tales divisiones fueron el motivo que enfrentó a Siqueiros con Diego Rivera, afín a Trotsky, quien contribuyó a que el revolucionario ruso fuera acogido en México, el profeta desterrado.

En gran medida, el exilio de Trotsky simbolizó las expectativas pero también la tragedia de los primeros decenios del siglo XX. Su asesinato, junto con la IIª guerra mundial, supuso el final de una etapa de esperanza y creatividad. Aunque ya había visos del desencanto que empezó a bullir en aquellos años. La escritora Ana Rodríguez Fisher lo ha mostrado con enorme delicadeza en su última novela, Antes de que llegue el olvido, publicada el año recién acabado por la editorial Siruela, la manera como la desesperanza se apodera de la realidad, se convierte en desencanto, en decepción y pesimismo.



Pensar en ese periodo de entreguerras, cuando estamos conmemorando año tras año el centenario de muchos de sus lances, nos lleva a plantearnos el periodo actual. Pese a todo, y sobre todo pese al desastre final, no podemos dejar de contemplar, a menudo con no poca envidia, la enorme libertad creativa, la imaginación vigorosa y el anhelo de libertad con que se vivió en aquel tiempo. Hubo sombras, no cabe ninguna duda, pero también muchas luces. Los desfavorecidos de Europa y América elevaron su voz reclamando una dignidad que el sistema capitalista no les proporcionaba. Los desfavorecidos de África y de Asia se levantarían después, pero sus victorias y sus utopías duraron bien poco, mucho menos que las de los primeros cuarenta años del siglo XX. Pero hoy ni siquiera contamos con muchas expectativas emancipatorias, el panorama es tan desolador que a veces parece mejor mantener las pequeñas parcelas conseguidas. El auge del racismo es pavoroso, ya ni siquiera se oculta por vergonzante la jeringonza racista, se defiende un neoliberalismo extremo que crea miseria imposible de tapar por los datos triunfalistas de la macroeconomía. La cultura, incluso la educación, se arrincona, incluso se repudia abiertamente. Hay una exaltación de la incultura, de la brutalidad, del egoísmo. Da miedo lo que a veces intuimos que puede llegar a ser el mundo de los próximos años.

En El Mural contemplamos como ese mundo libre, creativo y sugerente del periodo de entreguerras tiene muchos claroscuros, el paraíso apenas logra esconder sus malandanzas. Pero lo fue, un atisbo de libertad y de creación. No obstante, el mundo se empeñó una vez más en mostrarnos siempre su lado más siniestro. El gigante que fue aquel periodo tal vez tuviese los pies del barro, lo que nos ha conducido a esta nadería de ahora, cien años después. Claro que, dicen, nada es para siempre, ni lo de entonces ni lo de ahora.