domingo, 23 de marzo de 2025

En el centro de la historia

 


No hay duda de que el XX fue un siglo terrible. El balance no puede ser más tremendo: dos guerras mundiales, el genocidio de los armenios, la guerra civil española, el genocidio de los judíos, el colonialismo, las bombas atómicas, el genocidio de los gitanos, las dictaduras criminales latinoamericanas, los procesos de Moscú, la represión estalinista, los países transformados en cárceles o cementerios, como Albania, como Kampuchea, la revolución cultural de Mao, África convertida en un escenario de guerra y de masacres instigadas por los intereses industriales, la miseria de millones de personas o la guerra de Yugoslavia, por hablar de una parte de esta historia sangrienta, mucha de ella, por cierto, acontecida en la Europa esta que a menudo mira por encima del hombro el salvajismo tan frecuente en el mundo, sin ver la viga propia. Resuena en todas partes esa exclamación en El corazón de las tinieblas, novela publicada a las puertas del siglo, «¡Ah, el horror, el horror!», un anticipo sin duda de lo que iba a venir.

Fue, en efecto, un siglo terrible.

Pero también hubo una enorme belleza en él. Tuvimos el desarrollo del cine como el gran arte de ese siglo. El surrealismo fue una invitación a creer en lo onírico, a ver la realidad de otro modo. Se escribieron obras maestras. El desarrollo de las tecnologías pudo crearnos la ilusión de que el mundo podía ir por la senda de la libertad. Se reivindicó ya con firmeza la emancipación absoluta, la de los pueblos oprimidos, la de los seres humanos esclavizados por su raza, la de las mujeres que reclamaban una justa distribución del mundo, la de los trabajadores creadores verdaderos de las riquezas.

Fue, en efecto, un siglo repleto de belleza. Aunque la reivindicación, a menuda, no se materializara en muchos logros.

Quizá el título de la novela de Edurne Portela y José Ovejero, Una belleza terrible, pudiera aplicarse al siglo XX. Claro que en ella nos hablan sobre todo de un grupo de hombres y mujeres que vivieron en el centro de la historia, en ese siglo terrible al que aportaron la belleza de su entrega y compromiso. Narran la vida de Raymond Molinier, un tipo sin duda pintoresco, imaginativo, apasionado por la causa de la revolución y la libertad, contradictorio, tenaz, a veces rudo, capaz de actos infames, su vida llena al fin y al cabo de luces y sombras, como el siglo en que vivió. Desde su infancia en el barrio parisino de Marais hasta su muerte, con noventa años, este militante comunista recorrió el mundo en pos y en pro de una sociedad libre. No dudó en distanciarse, denunciar y combatir la dictadura estalinista porque si la revolución no aportaba libertad a los seres humanos, sobre todo a los más desfavorecidos, no era digna de que se luchara por ella.

Raymond Molinier se encuadró en el trotskismo, una corriente tenaz, coherente aunque no exenta de contradicciones, quién lo está, que se situó bien en el centro de las batallas del siglo. No fue fácil luchar contra el capitalismo y contra el estalinismo, combatir la explotación y denunciar la opresión. De hecho, muchos lo pagaron con su vida. Al propio Trotsky lo asesinó un enviado de Moscú, tras ver el viejo revolucionario como su familia era diezmada casi al completo, sólo su nieto, Esteban Sedov, le sobrevivió, guardó la memoria del profeta, como lo llamó Isaac Deutscher, también le sobrevivió Natalia, la esposa, que acabó, diez años después del asesinato, rompiendo con la IVª Internacional por la posición endeble hacia la Unión Soviética de la organización.



La de los trostskistas –militantes de las diversas ramas, grupos, tendencias y partidos en que se fraccionó el movimiento– no fue la única corriente que se situó en el centro de la historia. Rosa Luxemburgo fue la primera militante marxista que denunció los desmanes y abusos de la Revolución de los Soviets. Los consejistas renunciaron al leninismo. El POUM, por su parte, sumó puntos al odio del GPU al denunciar abiertamente los procesos de Moscú, con las consecuencias sabidas. Los bordiguistas, situados en un dogmatismo tal vez inmovilizador, denunciaron los oportunismos de lo que se consideró la política real, el mero posibilismo que justificó no pocos cambios de actitud que sólo beneficiaban a las élites.

Claro que no sólo fueron estas tendencias revolucionarias las únicas en situarse en el centro de la historia para denunciar el (des)orden del mundo. Dietrich Bonhoeffer, hijo de una familia culta de la alta burguesía prusiana y pastor de la Iglesia Luterana alemana no aprobó la pasividad de las Iglesias cristianas ante el nazismo, diplomacia lo llamaron, y militó contra la tiranía, muriendo un mes antes de la capitulación alemana. Por su parte, un grupo de fieles de la Sociedad Religiosa de los Amigos, una corriente cristiana pacifista y comprometida, montaron en la España republicana una red de hospitales, su contribución a la causa democrática. Por no hablar del papel de cristianos de diversas denominaciones que participaron en la segunda mitad del siglo, muchas veces mal vistos por curias y direcciones, en compromisos sociales firmes y combativos.

Edurne Portela y José Ovejero afirman en su libro que toda escritura que se asoma al pasado proyecta los fantasmas de nuestra época y de los individuos que somos, y no les cabe más razón: de nuevo sufrimos la amenaza de una guerra mundial y los gobiernos claman por aumentar los gastos militares, por el rearme, aunque este término no guste a algunos mandatarios. Los discursos racistas toman la calle, mientras que el fascismo y el neoliberalismo se dan la mano para ocupar los gobiernos. Ojalá se cumpla el deseo de rescatar un mundo que parece desvanecerse, tal como manifiestan los autores, el mundo de quienes supieron ponerse en el centro de la historia.

viernes, 7 de febrero de 2025

Las guerras de siempre

 


Muchos lo intuimos, que la guerra en realidad no tiene más causa que el dinero y los intereses económicos, que no son ciertas las cuestiones identitarias como origen y motivo de las ofensivas bélicas, ni tampoco el honor, ni los principios grandilocuentes, la defensa de la democracia, por ejemplo, o de un determinado modelo de vida, o de la visión religiosa o cosmológica de la existencia, ni el progreso humano, ni tan siquiera, así también lo hemos presentido no pocas veces, la lucha contra el terrorismo es la razón indudable de la guerra, no podemos considerar el asesinato en Sarajevo del Archiduque Francisco Fernando de Austria y de su esposa, Sofía Chotek, por referirnos a un hecho lejano en el tiempo y de las emociones a flor de piel, como la causa de la Primera Gran Guerra, que por el contrario ésta vino de la mano de los intereses comerciales y coloniales de los países europeos, de su necesidad de expandirse para beneficio de sus empresas y consorcios. Nos han llenado a través de las guerras de palabras pomposas, de razones solemnes o de discursos ostentosos. Sin duda, es un intento fútil de encubrir en realidad el salvajismo humano y su verdadera naturaleza.

Si algo hemos de agradecer a la franqueza un tanto desbocada de Trump, es que haya confirmado nuestras intuiciones. Pretende ahora que Israel le ceda a los Estado Unidos la posibilidad de construir un enorme conglomerado turístico en Gaza, o sea, en la costa oriental del Mediterráneo. Eso sí, antes habrá que acabar la tarea, expulsar a los palestinos de la región, cuanto más lejos mejor, no vayan a estropear las expectativas de negocio. A lo sumo, que se quede alguno para rememorar lo exótico del territorio o para servir un falafel en un chiringuito de playa, en esa nueva Marina d´Or Ciudad de Vacaciones oriental. En medio de este horror, quién sabe si aquella fiesta con tintes de rave en el sur de Israel que acabó tan trágicamente el 7 de octubre de 2023 no tenía nada que ver con el inicio de una operación comercial a gran escala ya planeada por empresas de turismo. Resulta, se mire como se mire, inconcebible, cruel, abominable que se aprovechara la circunstancia, el asesinato y el secuestro miserable de centenares de personas en plena fiesta, para iniciar una labor de limpieza de la región con fines no de restaurar el orden o aplicar la justicia a los asesinos, más cuando queda claro que a medio o largo plazo todo consiste en una mera operación con fines mercantiles nada menos, en beneficio del turismo. Demasiado trágico todo para ironizar sobre el asunto.

Ya se sabe, muchas veces la realidad supera la ficción. Pero espanta pensar que esta tesis propia de una ficción rocambolesca pueda ser cierta.

Espantan estas retóricas de hogaño que son las mismas que las de antaño. Platón pone en boca de Calicles, en el Libro I de República, que lo justo y lo conveniente es siempre lo que beneficia al más fuerte. Desde la pretendida superioridad moral de nuestro tiempo, decimos que no estaba muy desencaminado, sin duda, era su época al fin y al cabo. Lo terrible es que siga siendo así, que nada haya cambiado. Pero además el más fuerte suele ser el que vence y quien vence decora luego la victoria con palabras y discursos embellecedores y heroicos, repletos de énfasis con que ocultar entre líneas los motivos económicos. Siempre fue de mal gusto, ya se sabe, hablar de dinero antes y después de las tragedias. Aunque parece que se haya diluido la vergüenza y se pide abiertamente un aumento de los gastos militares.

Basta este último lustro para percibir que nuestras peores intuiciones son ciertas. Ni la guerra de Ucrania ni el genocidio en Gaza son ajenas a los intereses económicos. Es más, es el único factor determinante. Lo que está en juego es quien controla la región de la Europa del Este, si los mercaderes rusos, si los mercaderes de la UE y de Estados Unidos. En cuanto a Gaza, nos lo ha dejado claro el Presidente norteamericano.

miércoles, 1 de enero de 2025

Murales

 


En 2010 el director de cine Héctor Olivero presentaba su película El Mural en la que narra el paso del pintor y muralista mexicano David A. Siqueiros por Argentina. Ahí recibió el encargo de pintar un mural en el sótano de la mansión del empresario periodístico Natalio Botana, todo ello en medio de una crisis generalizada y un acentuado conflicto social.

La película recoge a la perfección el ambiente del país en aquel año de 1933. Crisis, movimiento obrero en alza, un cada vez mayor activismo fascista que ensalza a Mussolini y a un Hitler recién llegado al poder en Alemania, una división en la burguesía entre un sector muy derechizado, nacionalista, y una burguesía liberal más cultivada y cosmopolita, todo ello en un ambiente que no distaba de lo que ocurría en Europa. No en vano, como ejemplo de la comunicación entre las dos orillas, el arte y la literatura latinoamericanos estaban muy ligados a lo que estaba pasando al otro lado del Atlántico. Las vanguardias atrajeron a los artistas latinoamericanos que a su vez, con sus obras, impactaron entre sus colegas europeos. Los murales de Siqueiros, como los de Diego Rivera o José Clemente, embelesaron a los surrealistas en una admiración que fue creciendo.

Los escritores latinoamericanos, por su parte, conocían Europa, París era ya un foco de atracción internacional, pero a su vez, comenzó a establecerse, después de lustros dándose la espalda, el contacto entre escritores latinoamericanos y españoles, vínculo que se siguió manteniendo con los escritores españoles del exilio, tras la desgraciada guerra de España, muchos de ellos refugiados en los países sudamericanos.

Pero además la película refleja un momento álgido en el compromiso político no sólo de los cenáculos artísticos o literarios, también de numerosos núcleos obreros que comenzaban a cuestionar con fuerza el (des)orden del mundo. Siqueiros, al igual que Pablo Neruda, que también aparece en la película, eran comunistas convencidos, partidarios acérrimos de la Unión Soviética, lo que no les impedía ciertos tics que hoy censuramos como machistas. Además, la cinta sugiere también el fraccionamiento que sufrió el movimiento comunista internacional, con corrientes que se desmarcaron del estalinismo, incluso antes de que comenzaran los procesos de Moscú, que reflejaron el lado más terrible de lo que había acabado siendo el país de los Soviets. De hecho, tales divisiones fueron el motivo que enfrentó a Siqueiros con Diego Rivera, afín a Trotsky, quien contribuyó a que el revolucionario ruso fuera acogido en México, el profeta desterrado.

En gran medida, el exilio de Trotsky simbolizó las expectativas pero también la tragedia de los primeros decenios del siglo XX. Su asesinato, junto con la IIª guerra mundial, supuso el final de una etapa de esperanza y creatividad. Aunque ya había visos del desencanto que empezó a bullir en aquellos años. La escritora Ana Rodríguez Fisher lo ha mostrado con enorme delicadeza en su última novela, Antes de que llegue el olvido, publicada el año recién acabado por la editorial Siruela, la manera como la desesperanza se apodera de la realidad, se convierte en desencanto, en decepción y pesimismo.



Pensar en ese periodo de entreguerras, cuando estamos conmemorando año tras año el centenario de muchos de sus lances, nos lleva a plantearnos el periodo actual. Pese a todo, y sobre todo pese al desastre final, no podemos dejar de contemplar, a menudo con no poca envidia, la enorme libertad creativa, la imaginación vigorosa y el anhelo de libertad con que se vivió en aquel tiempo. Hubo sombras, no cabe ninguna duda, pero también muchas luces. Los desfavorecidos de Europa y América elevaron su voz reclamando una dignidad que el sistema capitalista no les proporcionaba. Los desfavorecidos de África y de Asia se levantarían después, pero sus victorias y sus utopías duraron bien poco, mucho menos que las de los primeros cuarenta años del siglo XX. Pero hoy ni siquiera contamos con muchas expectativas emancipatorias, el panorama es tan desolador que a veces parece mejor mantener las pequeñas parcelas conseguidas. El auge del racismo es pavoroso, ya ni siquiera se oculta por vergonzante la jeringonza racista, se defiende un neoliberalismo extremo que crea miseria imposible de tapar por los datos triunfalistas de la macroeconomía. La cultura, incluso la educación, se arrincona, incluso se repudia abiertamente. Hay una exaltación de la incultura, de la brutalidad, del egoísmo. Da miedo lo que a veces intuimos que puede llegar a ser el mundo de los próximos años.

En El Mural contemplamos como ese mundo libre, creativo y sugerente del periodo de entreguerras tiene muchos claroscuros, el paraíso apenas logra esconder sus malandanzas. Pero lo fue, un atisbo de libertad y de creación. No obstante, el mundo se empeñó una vez más en mostrarnos siempre su lado más siniestro. El gigante que fue aquel periodo tal vez tuviese los pies del barro, lo que nos ha conducido a esta nadería de ahora, cien años después. Claro que, dicen, nada es para siempre, ni lo de entonces ni lo de ahora.

miércoles, 25 de diciembre de 2024

Garrote vil

 


El cuadro lo pintó Ramón Casas en 1894. Él mismo fue testigo del hecho reflejado, ocurrido unos meses antes en Barcelona, en el Patio de los Cordeleros, junto al muro de la Prisión de Reina Amalia, hoy desaparecida. A dos pasos estaba la Avenida Paralelo, tan bulliciosa ya en aquel momento, y la Ronda de San Pablo, que unía, aquella con el mercado de San Antonio, los une todavía hoy. El pintor estuvo entre el público que se amontonaba frente al patíbulo para ver la ejecución de Aniceto Peinador, un joven de diecinueve años. Parece ser que el condenado afrontó su ejecución con cierta serenidad, al menos exterior.

Sin embargo, al pintor debió de impresionarle asistir a la muerte del reo mediante garrote vil. El instrumento atroz dará título a su obra, un aparato de ejecución rápida, pero cruel, sin embargo a la hora de plantear su cuadro huyó de todo tremendismo, no quiso reflejar los aspectos morbosos que posee toda muerte cruenta, aunque fuese legal. Tiene un matiz de crónica, como apunta la historiadora del arte Paloma Esteban Leal, opta el autor por cierta distancia, una mera neutralidad descriptiva, al menos aparente, no en vano la obra se encuadra en una serie de pinturas con las que pretende un retrato de la realidad, unos cuadros que captan instantes de una historia social que tenía ya toques violentos, sombríos. La industrialización había llevado a miles de hombres y mujeres a condiciones de vida lúgubres, en barrios tenebrosos y viviendas mugrientas. Por su parte, las condiciones de trabajo eran duras, muchas horas en las fábricas y talleres de la zona a cambio de salarios bajos que apenas cubrían las necesidades más básicas. Claro que muchas de esas personas que componían la naciente clase obrera venían de circunstancias aún peores. Sin embargo, esta vez no iba a haber sumisión ni obediencia plena a los nuevos patrones, surgieron las primeras huelgas, los primeros enfrentamientos. El propio Ramón Casas tiene otro cuadro, La Carga, donde refleja uno de esos choques entre la población y las fuerzas de orden público.

No obstante, iban a ser otras violencias las que centrarían entonces el debate público. La respuesta a la explotación no fue sólo la organización de los primeros embriones sindicales de la clase obrera, cada vez más consciente de su poder si se movilizaba, sino que en su seno aparecieron también varios focos insurreccionales, algunos de los cuales se decantaron por la violencia individual. El mismo año de la ejecución que Ramón Casas refleja en su cuadro, 1893, en concreto el 7 de noviembre, Santiago Salvador, un anarquista partidario de esta línea, lanza dos bombas en el Liceo en pleno espectáculo. Mueren veinte personas y hay numerosos heridos. El atentado impresionó a todo el país, también acentuó el debate sobre la violencia individual y el terrorismo en los ambientes revolucionarios, un debate que persistirá a lo largo del siglo siguiente. Mientras, el Estado aprovechó las circunstancias para detener a numerosos anarquistas, tuvieran o no relación con el atentado, fueran o no partidarios de este tipo de violencia, y así desactivar el movimiento, cerrar su prensa y desarticular sus sindicatos y centros barriales con la excusa de perseguir al asesino. Finalmente, dan en Teruel con Santiago Salvador, lo trasladan a Barcelona, lo ingresan en la Prisión de la Reina Amalia, la misma donde estuvo ingresado Aniceto Peinador, y se le juzga el 11 de julio de 1894. Asume la acción terrorista, la presenta como una venganza a la ejecución de Paulino Pallás Latorre, unos meses antes, y el tribunal lo condena a muerte.

La ejecución será también en el Patio de los Cordeleros. A su vez coincidirá el mismo verdugo, Nicomedes Méndez. Es un tipo curioso, este verdugo. Durante un tiempo compaginó su labor ejecutora con el oficio de zapatero, quién sabe si por necesidad económica o por una vocación primaria que empezaba a despuntar, pero poco a poco va tomando interés por dicha labor y se le nombra verdugo titular de la Audiencia de Barcelona, ciudad a la que se traslada y donde a todas luces se profesionaliza. Se ocupa de la técnica del Garrote, lo modifica hasta el punto de hablarse del garrote catalán, con características propias, el hecho diferencial de tan horrible instrumento. Se le ocurre incluso la idea de abrir un Palacio de las Ejecuciones, un lugar donde exponer la técnica, las modalidades y explicar tal vez las razones para su empleo.



Porque Nicomedes Méndez estaba convencido de la idoneidad de la pena de muerte. «No soy yo, no soy yo quien mata a ese desgraciado; no son los tribunales quienes le mandan quitar la vida. Él mismo es quien se mata con el crimen que cometió; él es quien ha buscado su propio fin», afirmará rotundo, toda una declaración de apoyo a este castigo que, por otro lado, como ocurría con el terrorismo en las filas anarquistas, no todos compartían en la sociedad.

El Palacio de las Ejecuciones pudo ser una realidad en la Avenida del Paralelo, arteria central de la Barcelona de la época, repleta de teatros, cabarets, restaurantes y cafés, algunos de estos últimos frecuentados por anarquistas de distintas tendencias. Por causalidad, en uno de ellos, El Español, parece que se preparó el atentado del Liceo y de él escribirá el revolucionario belga Víctor Serge en Memoires d´un revolutionnaire, quien comentó el ambiente insurgente de la ciudad.

No sabemos si Victor Serge y Nicomedes Méndez se cruzarían alguna vez por las calles de la ciudad. No sería descabellado imaginárselo. Es posible también que el belga conociera al verdugo, aunque fuese de oídas, y supiera de su orgullo por ejercer la profesión. Sin duda, de ser así, no tendría buena opinión de él. Detestaría su fama, su jactancia por ejercer dicho oficio, la leyenda que se creó en torno a sí mismo y que, parece ser, el propio Nicomedes Méndez potenció. Aunque también dice la leyenda que el suicidio de su hija Saturnina en 1892, antes de sus dos ejecuciones más famosas, se debió a la frustración motivada por el abandono de un novio al enterarse de que su posible suegro se dedicaba a menesteres tan malquistos.

domingo, 15 de diciembre de 2024

Extrañamiento

 


Em que língua escrever

As histórias que ouvi contar?

 

Es lo que se pregunta Odete Semedo, poeta de Guinea Bissau, a la hora de decidir en qué lengua escribir, en cuál de los dos idiomas más hablados de su país puede expresar lo que siente y piensa, los sentimientos íntimos y las reflexiones, las descripciones físicas o las emocionales. Tiene que optar entre el crioulo, el idioma de comunicación habitual para una mayoría de los habitantes de Guinea, o el portugués, lengua oficial y académica del mismo.

Su poema em que língua escrever –na kal lingu he n na skribi nel, en su versión crioula representa a la perfección el conflicto de quienes han de comunicarse en la multiplicidad de expresiones culturales que existen en una gran mayoría de países, una contribución desde la periferia a un debate sin duda global.

Porque es algo que le ocurre a todos los escritores que viven en dos o más idiomas. Elegir uno responde sin duda a motivos íntimos. Sucede a veces que expresar según qué cosas en un idioma u otro, por muy arraigada que esté la lengua elegida, lleve a crear distancias respecto a lo descrito. Quien vive entre dos idiomas, o más, lo sabe. Claro que hay escritores que eligen incluso un tercer idioma como lengua literaria. Uno de los casos más llamativos, quizá, sea el de Joseph Conrad, autor nacido en Berdychiv, ciudad hoy ucraniana pero que estuvo a caballo entre Lituania, Polonia y el Imperio Ruso. De lengua materna polaca, Conrad escribió su obra en inglés.

La duda que plantea Odete Semedo responde a cierta sensación de desencuentro emocional. Hay aspectos de la vida que sólo brotan en uno de los idiomas. Emplear el otro o un tercero crea no poca extrañeza. Porque podemos hablar de extrañamiento a esta sensación de estar fuera de sí mismo al emplear una u otra lengua, un extrañamiento que se da en otras circunstancias, de un modo incluso enfermizo, a quienes sufren problemas de desregulación emocional y que desembocan en un proceso de despersonalización. No es el caso de los escritores de los que hablo, aunque persiste la extrañeza ante sí mismo y ante el mundo. En la teoría de la literatura, por lo demás, se habla de técnicas de extrañamiento a las planteadas por Víctor Shklovski para que el lector perciba la realidad circundante, lo cotidiano, lo conocido, como algo extraño, una mirada que de repente te saca de lo habitual a través de lo absurdo, lo exagerado o lo grotesco. Es una sensación, en este caso, que se crea desde el artefacto literario.



Sin embargo hay otro grado de extrañamiento, la de los escritores que parten de un país y desarrollan su vida en un tercero. Los motivos del desplazamiento son tan variados como los que se dan a nuestro alrededor y que afectan a millones de personas que hoy parten de sus países de origen para afincarse en otro lugar: la necesidad económica, la persecución ideológica, religiosa o de cualquier otra motivación, la búsqueda de una vida mejor. En la actualidad las crisis medioambientales pueden dar lugar por su parte a nuevos desplazamientos obligatorios. También, es verdad, que hay personas que parten por voluntad propia, por mera curiosidad o deseo de hacer mundo. En este grupo, desde luego, hay menos dramatismo, quizá se dé otro tipo de extrañamiento, pero vivir en otro país, con otros hábitos y otros idiomas, qué duda cabe, siempre va a crear esta sensación y que persistirá incluso cuando se vuelve al país propio tras una ausencia larga.

Lucía Hellín Nistal publicó el año pasado un estudio sobre ello, La literatura de los desplazados. Autores ectópicos y migración (Editorial Villa de Indianos). Realiza un análisis sesudo de esta literatura, con tantas situaciones particulares como autores haya, pero a todas luces con unas características comunes que permiten hablar de un tipo definido de literatura, con rasgos propios. En la segunda parte del libro, la autora nos habla de varios autores del desplazamiento, unos pocos casos, sin duda, pero muy representativos.

Entre los escritores españoles el extrañamiento se dio con frecuencia. José María Blanco White, afincado ya en Londres, habiendo partido por voluntad propia, pero no sin la amenaza evidente a su integridad, mediado por el conflicto entre liberalismo y tradicionalismo, entre afrancesamiento e inquisición, firmaría a veces en la prensa del destierro como Juan Sin tierra. Casi siglo y medio después, la guerra incivil produjo una oleada masiva de exiliados, muchos de ellos añorantes de una patria perdida que en ocasiones se convirtió también en una patria inexistente. «Una España idealizada, una España que no ha existido nunca», escribiría José Bergamín cuando regresó y se dio de bruces otra vez con el extrañamiento.

domingo, 1 de diciembre de 2024

José Bergamín

 


En 2008 el cantante vasco Urko sacó a la luz un álbum titulado Urko canta a José Bergamín en el que convierte en canción algunos poemas del escritor madrileño. Años después, en una entrevista en Radio Euskadi, el cantautor recordaba, cuando se le preguntó por su único disco en castellano, que a principios de los ochenta se cruzó alguna que otra vez con el poeta, afincado ya en Guipúzcoa, autoexiliado en la que consideraba la parte de España menos española, pero que nunca se atrevió a acercarse y hablar con el fantasma peregrino, como a veces se llamaba a sí mismo el escritor, editor y figura importante de la Generación del 27. Gonzalo Penalva empleó la palabra para titular su estudio sobre el autor, Tras las huellas de un fantasma. Aproximaciones a la figura de José Bergamín, publicado en 1985, apenas dos años después de la muerte del poeta.

Desde entonces algo se ha escrito y hablado de Bergamín, poco sin duda, menos de lo que correspondería a alguien tan crucial en la cultura española de la primera mitad del siglo XX. En 1936, a las puertas de la guerra (in)civil, recibió de manos de Federico García Lorca el manuscrito de Poeta en Nueva York para su publicación. Lo rescató de la guerra y del asesinato infame del poeta granadino. Lo publicaría años después en sendas ediciones aparecidas a la vez en México, en la Editorial Séneca fundada por Bergamín durante su exilio en aquel país, y en Nueva York, traducido por Rolfe Humphries en la editorial Norton. Sólo por esto debería recordársele, aunque José Bergamín fue mucho más y a nadie se le escapa que se trató de alguien que escribió, reflexionó, debatió y contribuyó a que los últimos lustros de la edad de plata de la cultura española fueran de verdad esplendorosos, antes de que la guerra lo afectara todo.

Claro que Bergamín podía actuar no pocas veces como alguien vacilante, no sin cierta perplejidad ante lo que debía hacer y lo que hacía, en una indecisión propia de quien se acerca a los problemas sociales y políticos quizá con una convicción repleta de dudas o puede que con esa incapacidad propia de ciertos pensadores para gestionar aspectos de la realidad. En todo caso, era un republicano convencido, su defensa inamovible de la República le trajo no pocos problemas cuatro décadas después, acabada la dictadura, pero en aquel momento, en la República, era un católico incómodo, desencajado, atrapado entre una Institución belicosa, «los anarquistas queman iglesia y los católicos queman la Iglesia», le escuchó decir a un cura amigo, y una rebeldía propia de una cierta tradición liberal española, heredera de los afrancesados decimonónicos. Fue compañero de viaje del PCE, a pesar de lo anterior, lo que le llevó a tomas de postura en ocasiones un tanto detestables, el caso POUM, por ejemplo. Largo Caballero le dio un puesto en el organigrama del Ministerio de Trabajo, Bergamín dimitió al poco tiempo, sin duda incómodo en un puesto gubernamental. Pero ese carácter recalcitrante le aisló mucho más, tras la muerte del dictador, cuando vio la deriva de la Transición. O quizá fuera ese arte que practicó con ahínco, el arte de quedarse solo, lo que le aisló en aquellos ocho años primeros de restauración democrática y monárquica.



Es así como llama Jorge Freire, «El arte de quedarse solo», el capítulo que dedica a José Bergamín en Los extrañados (Libros del Asteroide, 2024), una interesante reflexión sobre esta figura clave de la cultura española. La pluma es más peligrosa que la espada, escribe el filósofo, así debiera ser al menos, mejor nos hubiera ido a todos, aunque el silencio que ha envuelto a Bergamín parece cuestionar dicha afirmación. O quizá sea que la pluma suya quedó oculta entre el olvido a cualquier disidencia de la historia oficial, que se escribió entre silencios y acomodos, y ciertos compromisos y compañías del poeta, quien se movía peligrosamente en el escenario recién estrenado.

En 1977, cincuenta años después de la conmemoración a Luis de Góngora que dio nombre a la Generación del 27, Vicente Alexandre recibía el Premio Nobel de Literatura. Vivían aún otros poetas y escritores de esa generación, Gerardo Diego, Dámaso Alonso, Jorge Guillén, María Zambrano, Rafael Alberti y el citado José Bergamín. Todos recibieron de alguna manera u otra cierto reconocimiento público e institucional, salvo Bergamín, autoexiliado en Hondarribia, rebelde o irritado ante una realidad política y social que le ofendía y alteraba profundamente. Claro que España no es un país que guarde en su memoria mucha gratitud por las gentes de las letras. Sólo que es mayor el silencio alrededor de Bergamín, el poeta y editor, el columnista y el exiliado que añoró siempre su patria perdida. Él mismo pedía en uno de sus poemas que tras su muerte le tiraran a una fosa o le abandonaran en el campo. Le enterraron sus amigos Alfonso Sastre y Eva Forest, junto a un puñado de conocidos en aquel rincón de Guipúzcoa.

sábado, 23 de noviembre de 2024

Tánger


 

Lo dice Gonzalo Fernández Parrilla en su libro Al sur de Tánger, publicado por La línea del horizonte: «No lo podemos evitar, somos rehenes de la ficción». Hemos creado a nuestro alrededor un sinfín de palabras, de discursos heredados, de miradas al otro, de prejuicios o de idealizaciones, de nostalgias o de olvidos, de imágenes que se superponen y determinan la realidad, cualquier cosa que sea esto de la realidad y que siempre vamos forjando de otro modo, de manera deformada a menudo, a merced de intereses propios o ajenos. Se atribuye a Anaïs Nin la afirmación de que vemos las cosas no como son, sino como somos. Pero es posible que incluso lo que somos, la imagen de nosotros mismos, del yo si vamos al extremo, sea también una construcción forjada de muchas cosas. La vida, al fin, como el mundo del que hablaba Ciro Alegría, es ancha y ajena.

El profesor de Estudios Árabes e Islámicos en la Universidad Autónoma de Madrid subtitula su libro como un viaje a las culturas de Marruecos. Ese plural es muy acertado, todos los países tienen en realidad varias expresiones culturales, y no son necesariamente opuestas entre sí, aun cuando a veces estén contrapuestas. Añade el profesor Fernández Parrilla que «cuando una sed insaciable de exotismo acalla y oculta la realidad, nos convertimos en rehenes de nuestras fantasías». Eso lleva a que miremos al otro, individual o colectivo, instalado en un mero decorado que no se corresponde a lo real, ocurre con la imagen de Marruecos, país que nos intenta el autor mostrar en su libro breve aunque intenso, frente a una mirada fantasiosa, deformada, irreal, la de los colonizadores de antaño, que justificaban la ocupación, la de los viajeros bohemios que creaban sus vidas en la imaginación de lo exótico, la de los turistas de hogaño en busca de experiencias diferentes y huyendo tal vez de vidas mediocres o rutinarias. En medio, muchas otras miradas. No pocas veces la realidad o los indígenas disgustan porque no se corresponden a nuestros deseos, a lo que pretendemos contemplar. No pocas veces procuramos luego adaptar lo que hemos visto a lo que sostenemos que hemos visto, así, mediante una especie de calzador de realidades.

El turismo de masas actual, cuasi industrial, está cambiando la mirada del mundo. Claro que antes tampoco es que dicha mirada fuera más exacta. Muchas ciudades hoy son meras caricaturas de nuestras fantasías. Antes lo fueron de intereses políticos o mercantiles. Es algo que, por cierto, no sólo ocurre con los lugares que visitamos, es extrapolable a muchos otros ámbitos, incluso en los más personales. Suele decirse que nuestra opinión respecto a cualquier cosa depende de cómo nos vaya, puro subjetivismo o mera incapacidad de objetivar nuestro trato con lo que nos rodea. Quizá se trate de imposibilidad de ver lo general, que puede incluso no existir, tal vez sólo haya particularidades sin la perspectiva de vincularlas para componer algo global o de conjunto.  



Tánger se convierte de este modo en un paradigma de esa mirada al otro. Fue una ciudad internacional, sede de negocios y de espías, pero también de artistas y escritores. Paul Bowles vivió en ella y actuó de puente para que no pocos autores norteamericanos pasaran por el lugar. Muchos españoles nacieron y residieron en ella. Ángel Vázquez o Eduardo Haro Tecglén la retrataron con finura.  Mohamed Chukri la describió también de un modo descarnado. Tanto que su novela más conocida, El pan desnudo, fue prohibida durante años, las autoridades marroquíes no estaban dispuestas a comprometer la buena imagen del país, la que deseaban dar, no en vano fingían también una imagen de lo que querían ser como país, no de lo que se era. No podemos olvidar que la literatura es una buena forma de conocer la realidad, muchas veces mejor que las miradas en vivo y en directo, la de los colonizadores, la de los turistas, la de quienes pasan por allí en busca de exotismo. Fue Marx quien afirmó que había aprendido mucho más de economía en las novelas de Balzac que en los estudios sesudos de su época.

Todo ello se menciona en Al sur de Tánger. Un viaje a las culturas de Marruecos. Su autor acude a los escritores y poetas marroquíes, a sus músicos, a sus directores de cine y actores, a sus artistas para descubrir de pronto una realidad mucho más rica, a sus exotismos que también existen, que forman parte del mapa del país. O de los mapas, que sin duda quien viaje con curiosidad y atención puede confeccionar incluso varios. No siempre somos ni miramos del mismo modo.

Leer este libro invita a mirar también el lugar desde el cual se lee. Bilbao y su zona de influencia han recibido muchas miradas, dependiendo de épocas e intereses. La ciudad de los empresarios, de la gran burguesía. La ciudad de la clase trabajadora, activa y reivindicativa. La ciudad de los chabolistas de los que habla Ignacio López Simón y que se movían entre la esperanza y la desolación. La ciudad mestiza o la identitaria. La ciudad de Unamuno y la de Blas de Otelo. La ciudad mugrienta de la heroína. La ciudad conflictiva. La ciudad de los patriotas de distintas patrias. La ciudad de hoy, la de los turistas que amenazan con convertirla en otro parque temático como ya lo son tantas otras ciudades.

O de la ciudad que nos constituye, según el verso de Abderrahman El Fathi que recoge Fernández Parrilla en su libro, «Dentro de mí hay una ciudad».