A
estas alturas del conflicto, a nadie se le escapa las motivaciones económicas
de la actual contienda en Gaza. No es nada nuevo: toda guerra ha tenido, tiene
y seguirá teniendo unas razones económicas. El dominio de nuevos territorios, la
voluntad de ampliar los mercados, las perspectivas de nuevas inversiones
millonarias, habrá que reconstruir lo destrozado, o, como es el caso, un pelotazo
inmobiliario en toda regla, revelado hace tiempo por Trump y reconocido hace un
mes por el ministro israelí de Finanzas, Bezalel Smotrich, son todas ellas las razones
esenciales de los conflictos bélicos, la génesis de la guerra, tanto las
actuales como las del pasado.
Luego
están las palabras que se enzarzan alrededor del horror con las que se
construyen los discursos identitarios o la defensa de los valores o la lucha
contra el mal, sea en forma de tiranía —la tiranía son siempre los otros— o de
terrorismo —los terroristas son siempre los otros—, formas de legitimar lo que
no es más que una forma de crimen organizado. «¿Qué es la historia sino imaginación
racionalizada?», se pregunta en un momento dado el protagonista de Una
máscara del color del cielo, del escritor palestino Basim Khandaqji,
publicada por la editorial Hoja de Lata, lo que es aplicable a la literatura,
pero también a la Historia. Contar algo, sea un hecho imaginado, sea algo real,
supone darle verosimilitud, que la ficción parezca coherente y veraz, que los hechos
de verdad estén debidamente justificados y los crímenes debidamente legitimados,
con otro nombre, por supuesto.
Los
beneficios económicos del futuro ayudarán a sobrellevar las heridas.
En
todo caso, existen las identidades, cierto. Valores, costumbres, creencias,
mitos, referencias culturales, idiomas, acentos van conformando el nosotros y
el ellos. A menudo, por no decir siempre, se mezclan las identidades, no
siempre de un modo pacífico, es verdad, pero a menudo de un modo inconsciente,
sin darnos cuenta. Siempre ha sido así, aunque ahora estos procesos son más
rápidos, el mundo parece haberse empequeñecido.
Las
identidades colectivas se reflejan en cada individuo, se entremezclan con las
apariencias. Basim Khandaqji nos habla de la apariencia de su personaje que no
se ajusta a las convenciones, se vuelve una máscara y tras toda máscara hay la
posibilidad de ocultarnos. Al protagonista de la novela, Nur al-Shahdi, joven palestino
residente en un campo de refugiados, arqueólogo y escritor en pleno proceso
creativo, la máscara le permite convertirse en Or Saphira, israelí, arqueólogo y
guía turístico, y de este modo acudir a una excavación cuyo objeto le ayuda a
obtener datos para su novela en ciernes. Es consciente de su condición de
palestino en un territorio ocupado, su propio padre ha sufrido las consecuencias
del conflicto y su amigo Murad se encuentra en una prisión israelí. Pero es una
oportunidad. Sólo que la máscara se infiltra en su propia identidad.
No
en vano las dos identidades, la real y la fingida, se lanzarán a un debate
interior que no puede ser ajeno al medio. No hay equidistancia, mucho menos
neutralidad en el personaje desdoblado, pero se extiende todo un mapa de
argumentaciones y contrargumentaciones que complican la comprensión de la
realidad y la interpretación de los hechos a través de las palabras. Y las
palabras, no se olvide, son también campo de batalla. O tal vez sean al fin las
balas empleadas por las identidades, identidades asesinas las calificó Amin
Maalouf.
Porque
los debates que rodean las hostilidades parecen en algunos momentos también atrincherados
en maximalismos identitarios. Es verdad que parte de la legítima resistencia de
un pueblo a defender su existencia se ha transformado, como se afirma en la
novela, en violencia terrorista, pero también lo es la respuesta dada, una
reacción que busca aterrorizar a una población durante lustros restringida a
espacios cerrados. En este sentido, interesante resulta la mención a la diferencia
entre un campamento de refugiados palestino y un gueto judío, y la lectura distinta
de dos instituciones en las que los adjetivos tal vez sean lo de menos, porque reflejan
ambas el horror de la historia humana. Mientras, los individuos que conforman
cada uno de los bandos son incapaces de salir de su discurso y de sus palabras,
sólo el protagonista se asoma al abismo de ver el conflicto desde los dos
lados, aunque tenga claro a cuál de ellos pertenece.
Una
máscara del color del cielo
obtuvo en 2024 el Premio Internacional de Novela Árabe. La escribió Bassim
Khandaqji en la prisión de Gilboa, condenado a cadena perpetua por su
militancia en la resistencia de izquierda. Un dato estremecedor, a todas luces,
tan estremecedor si cabe como ese proyecto turístico que parece estar detrás de
la actual ofensiva.


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