La
muerte del patriarca de la familia, Everett Lighthouse, y su reparto
estrafalario de la herencia provocan una convulsión tremenda. El antiguo miembro
del servicio colonial británico que sirvió en Tanganica era a todas luces
consciente en el momento de su muerte, a pesar de la senilidad y sus efectos, de
los secretos y la sordidez del grupo familiar, formado por su esposa ya
fallecida, los cuatro hijos, dos hombres y dos mujeres, sus esposas y esposos
respectivos, sus nietas y la antigua sirvienta, Asha, africana, que acompaña a
la familia, junto a su hija Amina, a la metrópoli cuando la colonia inicia su
proceso de independencia. Ambas son al fin y al cabo parte de la familia, se
les dice con una constancia que tiene mucho de retintín, de frase hecha sin ya
contenido.
Todos
ellos asisten a su vez a lo que también conocen de sobra, a una decadencia
familiar con sus secretos que van saliendo a la luz, sus miserias y vicios no tan
ocultos, su excentricidad, sus reproches constantes devenidos en rencores más
que evidentes. Todo ello nos lo describe la escritora Berna González Harbour en
su novela Qué fue de los Lighthouse, una novela de personajes fuertes, bien
definidos, un relato intenso de relaciones familiares, pero también una
historia inmersa en un contexto social, el de un país, Gran Bretaña, que vive de
forma paralela a la de esta familia su propia decadencia tremenda.
Porque
tan presente como la hecatombe doméstica intuida por el eminente científico fallecido
lo está también, bien palpable en todo el texto, la crisis de un país que se
halla durante el tiempo de la historia en pleno debate sobre su pertenencia o
no a la Unión Europea, a punto de celebrarse un referéndum sobre el tema, un proceso
que ha pasado a la historia como el Brexit y que en gran medida es el
reflejo también de un estado calamitoso del país. Todo se viene abajo, el
sistema hospitalario, los transportes públicos, el bienestar de la población
que se ha empobrecido a pasos agigantados, la convivencia entre las comunidades
que residen en las Islas.
De
este modo, la decadencia británica es también parte de la trama de la novela.
El país que fue el gran imperio colonial, cuya misión era civilizar el mundo,
aportar a tantos rincones del planeta el racionalismo, la ciencia, la imposición
en definitiva de un modelo de vida superior, el que representaban las clases
altas británicas, tan refinadas ellas, con la longeva reina a su cabeza, muestra
ahora su fachada más indecorosa, su peor rostro, una crisis social que no es de
este momento ni de hace unos pocos años, cuando ocurren los hechos del libro, sino
que se inicia antes, en los tiempos tal vez del gobierno Thatcher, cuando tanto
se habló del imperio, ya con una cierta nostalgia que reflejaba, que refleja,
que aquel momento ya pasó y se busca vivir de rentas para no tener que ver la
realidad tan decadente de hogaño.
Sin
duda podemos pensar que siempre que se recurre al pasado glorioso, en Gran
Bretaña o en cualquier otro país, a la épica de los buenos tiempos, cuando éramos
los mejores, cuando nos admiraban en el mundo entero, cuando marcábamos las
diferencias evidentes y éramos el ejemplo, el faro y la guía de la gobernanza y
la cultura, cuando se reafirma ese discurso del hecho diferencial y se pretende
afianzar que toda esa gloria se mantiene es porque el presente, al fin, deja
mucho que desear.
Ocurre
también cuando se habla del jardín europeo, faro civilizatorio todo el
continente, o de la grandiosidad, la grandeur, de cualquiera de
sus partes, todas ellas con el tema recurrente de lo que fueron, de lo que
pretenden todavía ser. Pero la verdad es que ese discurso épico de las viejas
glorias y de los hechos diferenciales dan pábulos a opciones políticas sin más
contenido ni base que esa nostalgia de lo que fueron, sin atrever a mirar sus realidades
actuales, cada una la suya, ni siquiera discernir lo que son tales sociedades
hoy. Podemos aplicarlo a Europa, a Francia,
a España, donde volvemos a escuchar las evocaciones del pasado por unas
organizaciones que no saben siquiera cómo funciona un Estado moderno, a
Cataluña, donde hoy recoge la antorcha del hecho diferencial y la cultura política
diferente, la herencia del procès, un partido xenófobo sin más contenido
que mantener el discurso del nosotros y el ellos, la épica de una reconquista
sin más palabrería que el mero simplismo.
Es
aplicable el discurso a otros lugares, la Rusia que vive también de viejas
glorias, al actual Imperio de imperios, unos Estados Unidos que pavonean de un
modo burdo su grandeza con aires de actor histriónico.
Claro
que ese pasado glorioso no lo era tanto en realidad, en ninguno de los casos, sólo
hay un cierto barniz que le aporta el paso del tiempo. Porque en el fondo los
tiempos excelsos ocultan no pocos claroscuros, lo vemos en la propia novela de
Berna González Harbour, donde hubo que destruir tantos documentos que escondían
una gestión espeluznante, despiadada y violenta, basada en la ocultación y la
fuerza, pero lo podemos también llamar en otros casos corrupción, colaboración,
clanes políticos que tras las palabras ampulosas escondían a veces la mayor cutrez
posible.
Nadie
está a salvo de esta realidad que pretende esconder bajo la alfombra la más
absoluta depravación. La Historia es también la historia de las miserias ocultas.
No hay comentarios:
Publicar un comentario