viernes, 14 de noviembre de 2025

Decadencia

 


La muerte del patriarca de la familia, Everett Lighthouse, y su reparto estrafalario de la herencia provocan una convulsión tremenda. El antiguo miembro del servicio colonial británico que sirvió en Tanganica era a todas luces consciente en el momento de su muerte, a pesar de la senilidad y sus efectos, de los secretos y la sordidez del grupo familiar, formado por su esposa ya fallecida, los cuatro hijos, dos hombres y dos mujeres, sus esposas y esposos respectivos, sus nietas y la antigua sirvienta, Asha, africana, que acompaña a la familia, junto a su hija Amina, a la metrópoli cuando la colonia inicia su proceso de independencia. Ambas son al fin y al cabo parte de la familia, se les dice con una constancia que tiene mucho de retintín, de frase hecha sin ya contenido.

Todos ellos asisten a su vez a lo que también conocen de sobra, a una decadencia familiar con sus secretos que van saliendo a la luz, sus miserias y vicios no tan ocultos, su excentricidad, sus reproches constantes devenidos en rencores más que evidentes. Todo ello nos lo describe la escritora Berna González Harbour en su novela Qué fue de los Lighthouse, una novela de personajes fuertes, bien definidos, un relato intenso de relaciones familiares, pero también una historia inmersa en un contexto social, el de un país, Gran Bretaña, que vive de forma paralela a la de esta familia su propia decadencia tremenda.

Porque tan presente como la hecatombe doméstica intuida por el eminente científico fallecido lo está también, bien palpable en todo el texto, la crisis de un país que se halla durante el tiempo de la historia en pleno debate sobre su pertenencia o no a la Unión Europea, a punto de celebrarse un referéndum sobre el tema, un proceso que ha pasado a la historia como el Brexit y que en gran medida es el reflejo también de un estado calamitoso del país. Todo se viene abajo, el sistema hospitalario, los transportes públicos, el bienestar de la población que se ha empobrecido a pasos agigantados, la convivencia entre las comunidades que residen en las Islas.

De este modo, la decadencia británica es también parte de la trama de la novela. El país que fue el gran imperio colonial, cuya misión era civilizar el mundo, aportar a tantos rincones del planeta el racionalismo, la ciencia, la imposición en definitiva de un modelo de vida superior, el que representaban las clases altas británicas, tan refinadas ellas, con la longeva reina a su cabeza, muestra ahora su fachada más indecorosa, su peor rostro, una crisis social que no es de este momento ni de hace unos pocos años, cuando ocurren los hechos del libro, sino que se inicia antes, en los tiempos tal vez del gobierno Thatcher, cuando tanto se habló del imperio, ya con una cierta nostalgia que reflejaba, que refleja, que aquel momento ya pasó y se busca vivir de rentas para no tener que ver la realidad tan decadente de hogaño.

Sin duda podemos pensar que siempre que se recurre al pasado glorioso, en Gran Bretaña o en cualquier otro país, a la épica de los buenos tiempos, cuando éramos los mejores, cuando nos admiraban en el mundo entero, cuando marcábamos las diferencias evidentes y éramos el ejemplo, el faro y la guía de la gobernanza y la cultura, cuando se reafirma ese discurso del hecho diferencial y se pretende afianzar que toda esa gloria se mantiene es porque el presente, al fin, deja mucho que desear.



Ocurre también cuando se habla del jardín europeo, faro civilizatorio todo el continente, o de la grandiosidad, la grandeur, de cualquiera de sus partes, todas ellas con el tema recurrente de lo que fueron, de lo que pretenden todavía ser. Pero la verdad es que ese discurso épico de las viejas glorias y de los hechos diferenciales dan pábulos a opciones políticas sin más contenido ni base que esa nostalgia de lo que fueron, sin atrever a mirar sus realidades actuales, cada una la suya, ni siquiera discernir lo que son tales sociedades hoy.  Podemos aplicarlo a Europa, a Francia, a España, donde volvemos a escuchar las evocaciones del pasado por unas organizaciones que no saben siquiera cómo funciona un Estado moderno, a Cataluña, donde hoy recoge la antorcha del hecho diferencial y la cultura política diferente, la herencia del procès, un partido xenófobo sin más contenido que mantener el discurso del nosotros y el ellos, la épica de una reconquista sin más palabrería que el mero simplismo.

Es aplicable el discurso a otros lugares, la Rusia que vive también de viejas glorias, al actual Imperio de imperios, unos Estados Unidos que pavonean de un modo burdo su grandeza con aires de actor histriónico.

Claro que ese pasado glorioso no lo era tanto en realidad, en ninguno de los casos, sólo hay un cierto barniz que le aporta el paso del tiempo. Porque en el fondo los tiempos excelsos ocultan no pocos claroscuros, lo vemos en la propia novela de Berna González Harbour, donde hubo que destruir tantos documentos que escondían una gestión espeluznante, despiadada y violenta, basada en la ocultación y la fuerza, pero lo podemos también llamar en otros casos corrupción, colaboración, clanes políticos que tras las palabras ampulosas escondían a veces la mayor cutrez posible.

Nadie está a salvo de esta realidad que pretende esconder bajo la alfombra la más absoluta depravación. La Historia es también la historia de las miserias ocultas.

No hay comentarios:

Publicar un comentario