miércoles, 25 de diciembre de 2024

Garrote vil

 


El cuadro lo pintó Ramón Casas en 1894. Él mismo fue testigo del hecho reflejado, ocurrido unos meses antes en Barcelona, en el Patio de los Cordeleros, junto al muro de la Prisión de Reina Amalia, hoy desaparecida. A dos pasos estaba la Avenida Paralelo, tan bulliciosa ya en aquel momento, y la Ronda de San Pablo, que unía, aquella con el mercado de San Antonio, los une todavía hoy. El pintor estuvo entre el público que se amontonaba frente al patíbulo para ver la ejecución de Aniceto Peinador, un joven de diecinueve años. Parece ser que el condenado afrontó su ejecución con cierta serenidad, al menos exterior.

Sin embargo, al pintor debió de impresionarle asistir a la muerte del reo mediante garrote vil. El instrumento atroz dará título a su obra, un aparato de ejecución rápida, pero cruel, sin embargo a la hora de plantear su cuadro huyó de todo tremendismo, no quiso reflejar los aspectos morbosos que posee toda muerte cruenta, aunque fuese legal. Tiene un matiz de crónica, como apunta la historiadora del arte Paloma Esteban Leal, opta el autor por cierta distancia, una mera neutralidad descriptiva, al menos aparente, no en vano la obra se encuadra en una serie de pinturas con las que pretende un retrato de la realidad, unos cuadros que captan instantes de una historia social que tenía ya toques violentos, sombríos. La industrialización había llevado a miles de hombres y mujeres a condiciones de vida lúgubres, en barrios tenebrosos y viviendas mugrientas. Por su parte, las condiciones de trabajo eran duras, muchas horas en las fábricas y talleres de la zona a cambio de salarios bajos que apenas cubrían las necesidades más básicas. Claro que muchas de esas personas que componían la naciente clase obrera venían de circunstancias aún peores. Sin embargo, esta vez no iba a haber sumisión ni obediencia plena a los nuevos patrones, surgieron las primeras huelgas, los primeros enfrentamientos. El propio Ramón Casas tiene otro cuadro, La Carga, donde refleja uno de esos choques entre la población y las fuerzas de orden público.

No obstante, iban a ser otras violencias las que centrarían entonces el debate público. La respuesta a la explotación no fue sólo la organización de los primeros embriones sindicales de la clase obrera, cada vez más consciente de su poder si se movilizaba, sino que en su seno aparecieron también varios focos insurreccionales, algunos de los cuales se decantaron por la violencia individual. El mismo año de la ejecución que Ramón Casas refleja en su cuadro, 1893, en concreto el 7 de noviembre, Santiago Salvador, un anarquista partidario de esta línea, lanza dos bombas en el Liceo en pleno espectáculo. Mueren veinte personas y hay numerosos heridos. El atentado impresionó a todo el país, también acentuó el debate sobre la violencia individual y el terrorismo en los ambientes revolucionarios, un debate que persistirá a lo largo del siglo siguiente. Mientras, el Estado aprovechó las circunstancias para detener a numerosos anarquistas, tuvieran o no relación con el atentado, fueran o no partidarios de este tipo de violencia, y así desactivar el movimiento, cerrar su prensa y desarticular sus sindicatos y centros barriales con la excusa de perseguir al asesino. Finalmente, dan en Teruel con Santiago Salvador, lo trasladan a Barcelona, lo ingresan en la Prisión de la Reina Amalia, la misma donde estuvo ingresado Aniceto Peinador, y se le juzga el 11 de julio de 1894. Asume la acción terrorista, la presenta como una venganza a la ejecución de Paulino Pallás Latorre, unos meses antes, y el tribunal lo condena a muerte.

La ejecución será también en el Patio de los Cordeleros. A su vez coincidirá el mismo verdugo, Nicomedes Méndez. Es un tipo curioso, este verdugo. Durante un tiempo compaginó su labor ejecutora con el oficio de zapatero, quién sabe si por necesidad económica o por una vocación primaria que empezaba a despuntar, pero poco a poco va tomando interés por dicha labor y se le nombra verdugo titular de la Audiencia de Barcelona, ciudad a la que se traslada y donde a todas luces se profesionaliza. Se ocupa de la técnica del Garrote, lo modifica hasta el punto de hablarse del garrote catalán, con características propias, el hecho diferencial de tan horrible instrumento. Se le ocurre incluso la idea de abrir un Palacio de las Ejecuciones, un lugar donde exponer la técnica, las modalidades y explicar tal vez las razones para su empleo.



Porque Nicomedes Méndez estaba convencido de la idoneidad de la pena de muerte. «No soy yo, no soy yo quien mata a ese desgraciado; no son los tribunales quienes le mandan quitar la vida. Él mismo es quien se mata con el crimen que cometió; él es quien ha buscado su propio fin», afirmará rotundo, toda una declaración de apoyo a este castigo que, por otro lado, como ocurría con el terrorismo en las filas anarquistas, no todos compartían en la sociedad.

El Palacio de las Ejecuciones pudo ser una realidad en la Avenida del Paralelo, arteria central de la Barcelona de la época, repleta de teatros, cabarets, restaurantes y cafés, algunos de estos últimos frecuentados por anarquistas de distintas tendencias. Por causalidad, en uno de ellos, El Español, parece que se preparó el atentado del Liceo y de él escribirá el revolucionario belga Víctor Serge en Memoires d´un revolutionnaire, quien comentó el ambiente insurgente de la ciudad.

No sabemos si Victor Serge y Nicomedes Méndez se cruzarían alguna vez por las calles de la ciudad. No sería descabellado imaginárselo. Es posible también que el belga conociera al verdugo, aunque fuese de oídas, y supiera de su orgullo por ejercer la profesión. Sin duda, de ser así, no tendría buena opinión de él. Detestaría su fama, su jactancia por ejercer dicho oficio, la leyenda que se creó en torno a sí mismo y que, parece ser, el propio Nicomedes Méndez potenció. Aunque también dice la leyenda que el suicidio de su hija Saturnina en 1892, antes de sus dos ejecuciones más famosas, se debió a la frustración motivada por el abandono de un novio al enterarse de que su posible suegro se dedicaba a menesteres tan malquistos.

domingo, 15 de diciembre de 2024

Extrañamiento

 


Em que língua escrever

As histórias que ouvi contar?

 

Es lo que se pregunta Odete Semedo, poeta de Guinea Bissau, a la hora de decidir en qué lengua escribir, en cuál de los dos idiomas más hablados de su país puede expresar lo que siente y piensa, los sentimientos íntimos y las reflexiones, las descripciones físicas o las emocionales. Tiene que optar entre el crioulo, el idioma de comunicación habitual para una mayoría de los habitantes de Guinea, o el portugués, lengua oficial y académica del mismo.

Su poema em que língua escrever –na kal lingu he n na skribi nel, en su versión crioula representa a la perfección el conflicto de quienes han de comunicarse en la multiplicidad de expresiones culturales que existen en una gran mayoría de países, una contribución desde la periferia a un debate sin duda global.

Porque es algo que le ocurre a todos los escritores que viven en dos o más idiomas. Elegir uno responde sin duda a motivos íntimos. Sucede a veces que expresar según qué cosas en un idioma u otro, por muy arraigada que esté la lengua elegida, lleve a crear distancias respecto a lo descrito. Quien vive entre dos idiomas, o más, lo sabe. Claro que hay escritores que eligen incluso un tercer idioma como lengua literaria. Uno de los casos más llamativos, quizá, sea el de Joseph Conrad, autor nacido en Berdychiv, ciudad hoy ucraniana pero que estuvo a caballo entre Lituania, Polonia y el Imperio Ruso. De lengua materna polaca, Conrad escribió su obra en inglés.

La duda que plantea Odete Semedo responde a cierta sensación de desencuentro emocional. Hay aspectos de la vida que sólo brotan en uno de los idiomas. Emplear el otro o un tercero crea no poca extrañeza. Porque podemos hablar de extrañamiento a esta sensación de estar fuera de sí mismo al emplear una u otra lengua, un extrañamiento que se da en otras circunstancias, de un modo incluso enfermizo, a quienes sufren problemas de desregulación emocional y que desembocan en un proceso de despersonalización. No es el caso de los escritores de los que hablo, aunque persiste la extrañeza ante sí mismo y ante el mundo. En la teoría de la literatura, por lo demás, se habla de técnicas de extrañamiento a las planteadas por Víctor Shklovski para que el lector perciba la realidad circundante, lo cotidiano, lo conocido, como algo extraño, una mirada que de repente te saca de lo habitual a través de lo absurdo, lo exagerado o lo grotesco. Es una sensación, en este caso, que se crea desde el artefacto literario.



Sin embargo hay otro grado de extrañamiento, la de los escritores que parten de un país y desarrollan su vida en un tercero. Los motivos del desplazamiento son tan variados como los que se dan a nuestro alrededor y que afectan a millones de personas que hoy parten de sus países de origen para afincarse en otro lugar: la necesidad económica, la persecución ideológica, religiosa o de cualquier otra motivación, la búsqueda de una vida mejor. En la actualidad las crisis medioambientales pueden dar lugar por su parte a nuevos desplazamientos obligatorios. También, es verdad, que hay personas que parten por voluntad propia, por mera curiosidad o deseo de hacer mundo. En este grupo, desde luego, hay menos dramatismo, quizá se dé otro tipo de extrañamiento, pero vivir en otro país, con otros hábitos y otros idiomas, qué duda cabe, siempre va a crear esta sensación y que persistirá incluso cuando se vuelve al país propio tras una ausencia larga.

Lucía Hellín Nistal publicó el año pasado un estudio sobre ello, La literatura de los desplazados. Autores ectópicos y migración (Editorial Villa de Indianos). Realiza un análisis sesudo de esta literatura, con tantas situaciones particulares como autores haya, pero a todas luces con unas características comunes que permiten hablar de un tipo definido de literatura, con rasgos propios. En la segunda parte del libro, la autora nos habla de varios autores del desplazamiento, unos pocos casos, sin duda, pero muy representativos.

Entre los escritores españoles el extrañamiento se dio con frecuencia. José María Blanco White, afincado ya en Londres, habiendo partido por voluntad propia, pero no sin la amenaza evidente a su integridad, mediado por el conflicto entre liberalismo y tradicionalismo, entre afrancesamiento e inquisición, firmaría a veces en la prensa del destierro como Juan Sin tierra. Casi siglo y medio después, la guerra incivil produjo una oleada masiva de exiliados, muchos de ellos añorantes de una patria perdida que en ocasiones se convirtió también en una patria inexistente. «Una España idealizada, una España que no ha existido nunca», escribiría José Bergamín cuando regresó y se dio de bruces otra vez con el extrañamiento.

domingo, 1 de diciembre de 2024

José Bergamín

 


En 2008 el cantante vasco Urko sacó a la luz un álbum titulado Urko canta a José Bergamín en el que convierte en canción algunos poemas del escritor madrileño. Años después, en una entrevista en Radio Euskadi, el cantautor recordaba, cuando se le preguntó por su único disco en castellano, que a principios de los ochenta se cruzó alguna que otra vez con el poeta, afincado ya en Guipúzcoa, autoexiliado en la que consideraba la parte de España menos española, pero que nunca se atrevió a acercarse y hablar con el fantasma peregrino, como a veces se llamaba a sí mismo el escritor, editor y figura importante de la Generación del 27. Gonzalo Penalva empleó la palabra para titular su estudio sobre el autor, Tras las huellas de un fantasma. Aproximaciones a la figura de José Bergamín, publicado en 1985, apenas dos años después de la muerte del poeta.

Desde entonces algo se ha escrito y hablado de Bergamín, poco sin duda, menos de lo que correspondería a alguien tan crucial en la cultura española de la primera mitad del siglo XX. En 1936, a las puertas de la guerra (in)civil, recibió de manos de Federico García Lorca el manuscrito de Poeta en Nueva York para su publicación. Lo rescató de la guerra y del asesinato infame del poeta granadino. Lo publicaría años después en sendas ediciones aparecidas a la vez en México, en la Editorial Séneca fundada por Bergamín durante su exilio en aquel país, y en Nueva York, traducido por Rolfe Humphries en la editorial Norton. Sólo por esto debería recordársele, aunque José Bergamín fue mucho más y a nadie se le escapa que se trató de alguien que escribió, reflexionó, debatió y contribuyó a que los últimos lustros de la edad de plata de la cultura española fueran de verdad esplendorosos, antes de que la guerra lo afectara todo.

Claro que Bergamín podía actuar no pocas veces como alguien vacilante, no sin cierta perplejidad ante lo que debía hacer y lo que hacía, en una indecisión propia de quien se acerca a los problemas sociales y políticos quizá con una convicción repleta de dudas o puede que con esa incapacidad propia de ciertos pensadores para gestionar aspectos de la realidad. En todo caso, era un republicano convencido, su defensa inamovible de la República le trajo no pocos problemas cuatro décadas después, acabada la dictadura, pero en aquel momento, en la República, era un católico incómodo, desencajado, atrapado entre una Institución belicosa, «los anarquistas queman iglesia y los católicos queman la Iglesia», le escuchó decir a un cura amigo, y una rebeldía propia de una cierta tradición liberal española, heredera de los afrancesados decimonónicos. Fue compañero de viaje del PCE, a pesar de lo anterior, lo que le llevó a tomas de postura en ocasiones un tanto detestables, el caso POUM, por ejemplo. Largo Caballero le dio un puesto en el organigrama del Ministerio de Trabajo, Bergamín dimitió al poco tiempo, sin duda incómodo en un puesto gubernamental. Pero ese carácter recalcitrante le aisló mucho más, tras la muerte del dictador, cuando vio la deriva de la Transición. O quizá fuera ese arte que practicó con ahínco, el arte de quedarse solo, lo que le aisló en aquellos ocho años primeros de restauración democrática y monárquica.



Es así como llama Jorge Freire, «El arte de quedarse solo», el capítulo que dedica a José Bergamín en Los extrañados (Libros del Asteroide, 2024), una interesante reflexión sobre esta figura clave de la cultura española. La pluma es más peligrosa que la espada, escribe el filósofo, así debiera ser al menos, mejor nos hubiera ido a todos, aunque el silencio que ha envuelto a Bergamín parece cuestionar dicha afirmación. O quizá sea que la pluma suya quedó oculta entre el olvido a cualquier disidencia de la historia oficial, que se escribió entre silencios y acomodos, y ciertos compromisos y compañías del poeta, quien se movía peligrosamente en el escenario recién estrenado.

En 1977, cincuenta años después de la conmemoración a Luis de Góngora que dio nombre a la Generación del 27, Vicente Alexandre recibía el Premio Nobel de Literatura. Vivían aún otros poetas y escritores de esa generación, Gerardo Diego, Dámaso Alonso, Jorge Guillén, María Zambrano, Rafael Alberti y el citado José Bergamín. Todos recibieron de alguna manera u otra cierto reconocimiento público e institucional, salvo Bergamín, autoexiliado en Hondarribia, rebelde o irritado ante una realidad política y social que le ofendía y alteraba profundamente. Claro que España no es un país que guarde en su memoria mucha gratitud por las gentes de las letras. Sólo que es mayor el silencio alrededor de Bergamín, el poeta y editor, el columnista y el exiliado que añoró siempre su patria perdida. Él mismo pedía en uno de sus poemas que tras su muerte le tiraran a una fosa o le abandonaran en el campo. Le enterraron sus amigos Alfonso Sastre y Eva Forest, junto a un puñado de conocidos en aquel rincón de Guipúzcoa.