El cuadro lo pintó Ramón
Casas en 1894. Él mismo fue testigo del hecho reflejado, ocurrido unos meses
antes en Barcelona, en el Patio de los Cordeleros, junto al muro de la Prisión
de Reina Amalia, hoy desaparecida. A dos pasos estaba la Avenida Paralelo, tan
bulliciosa ya en aquel momento, y la Ronda de San Pablo, que unía, aquella con
el mercado de San Antonio, los une todavía hoy. El pintor estuvo entre el
público que se amontonaba frente al patíbulo para ver la ejecución de Aniceto
Peinador, un joven de diecinueve años. Parece ser que el condenado afrontó su
ejecución con cierta serenidad, al menos exterior.
Sin embargo, al pintor debió
de impresionarle asistir a la muerte del reo mediante garrote vil. El
instrumento atroz dará título a su obra, un aparato de ejecución rápida, pero
cruel, sin embargo a la hora de plantear su cuadro huyó de todo tremendismo, no
quiso reflejar los aspectos morbosos que posee toda muerte cruenta, aunque fuese
legal. Tiene un matiz de crónica, como apunta la historiadora del arte Paloma
Esteban Leal, opta el autor por cierta distancia, una mera neutralidad
descriptiva, al menos aparente, no en vano la obra se encuadra en una serie de
pinturas con las que pretende un retrato de la realidad, unos cuadros que
captan instantes de una historia social que tenía ya toques violentos,
sombríos. La industrialización había llevado a miles de hombres y mujeres a
condiciones de vida lúgubres, en barrios tenebrosos y viviendas mugrientas. Por
su parte, las condiciones de trabajo eran duras, muchas horas en las fábricas y
talleres de la zona a cambio de salarios bajos que apenas cubrían las
necesidades más básicas. Claro que muchas de esas personas que componían la
naciente clase obrera venían de circunstancias aún peores. Sin embargo, esta
vez no iba a haber sumisión ni obediencia plena a los nuevos patrones,
surgieron las primeras huelgas, los primeros enfrentamientos. El propio Ramón
Casas tiene otro cuadro, La Carga,
donde refleja uno de esos choques entre la población y las fuerzas de orden
público.
No obstante, iban a ser
otras violencias las que centrarían entonces el debate público. La respuesta a
la explotación no fue sólo la organización de los primeros embriones sindicales
de la clase obrera, cada vez más consciente de su poder si se movilizaba, sino
que en su seno aparecieron también varios focos insurreccionales, algunos de
los cuales se decantaron por la violencia individual. El mismo año de la
ejecución que Ramón Casas refleja en su cuadro, 1893, en concreto el 7 de
noviembre, Santiago Salvador, un anarquista partidario de esta línea, lanza dos
bombas en el Liceo en pleno espectáculo. Mueren veinte personas y hay numerosos
heridos. El atentado impresionó a todo el país, también acentuó el debate sobre
la violencia individual y el terrorismo en los ambientes revolucionarios, un
debate que persistirá a lo largo del siglo siguiente. Mientras, el Estado
aprovechó las circunstancias para detener a numerosos anarquistas, tuvieran o
no relación con el atentado, fueran o no partidarios de este tipo de violencia,
y así desactivar el movimiento, cerrar su prensa y desarticular sus sindicatos
y centros barriales con la excusa de perseguir al asesino. Finalmente, dan en
Teruel con Santiago Salvador, lo trasladan a Barcelona, lo ingresan en la
Prisión de la Reina Amalia, la misma donde estuvo ingresado Aniceto Peinador, y
se le juzga el 11 de julio de 1894. Asume la acción terrorista, la presenta
como una venganza a la ejecución de Paulino Pallás Latorre, unos meses antes, y
el tribunal lo condena a muerte.
La ejecución será también
en el Patio de los Cordeleros. A su vez coincidirá el mismo verdugo, Nicomedes
Méndez. Es un tipo curioso, este verdugo. Durante un tiempo compaginó su labor ejecutora
con el oficio de zapatero, quién sabe si por necesidad económica o por una
vocación primaria que empezaba a despuntar, pero poco a poco va tomando interés
por dicha labor y se le nombra verdugo titular de la Audiencia de Barcelona,
ciudad a la que se traslada y donde a todas luces se profesionaliza. Se ocupa
de la técnica del Garrote, lo modifica hasta el punto de hablarse del garrote catalán, con características propias,
el hecho diferencial de tan horrible instrumento. Se le ocurre incluso la idea de
abrir un Palacio de las Ejecuciones, un lugar donde exponer la técnica, las
modalidades y explicar tal vez las razones para su empleo.
Porque Nicomedes Méndez
estaba convencido de la idoneidad de la pena de muerte. «No soy yo, no soy yo quien mata a ese desgraciado; no son los tribunales
quienes le mandan quitar la vida. Él mismo es quien se mata con el crimen que
cometió; él es quien ha buscado su propio fin», afirmará rotundo, toda una declaración de
apoyo a este castigo que, por otro lado, como ocurría con el terrorismo en las
filas anarquistas, no todos compartían en la sociedad.
El Palacio de las
Ejecuciones pudo ser una realidad en la Avenida del Paralelo, arteria central
de la Barcelona de la época, repleta de teatros, cabarets, restaurantes y
cafés, algunos de estos últimos frecuentados por anarquistas de distintas
tendencias. Por causalidad, en uno de ellos, El Español, parece que se preparó
el atentado del Liceo y de él escribirá el revolucionario belga Víctor Serge en
Memoires d´un revolutionnaire, quien
comentó el ambiente insurgente de la ciudad.
No sabemos si Victor
Serge y Nicomedes Méndez se cruzarían alguna vez por las calles de la ciudad.
No sería descabellado imaginárselo. Es posible también que el belga conociera
al verdugo, aunque fuese de oídas, y supiera de su orgullo por ejercer la
profesión. Sin duda, de ser así, no tendría buena opinión de él. Detestaría su
fama, su jactancia por ejercer dicho oficio, la leyenda que se creó en torno a
sí mismo y que, parece ser, el propio Nicomedes Méndez potenció. Aunque también
dice la leyenda que el suicidio de su hija Saturnina en 1892, antes de sus dos
ejecuciones más famosas, se debió a la frustración motivada por el abandono de
un novio al enterarse de que su posible suegro se dedicaba a menesteres tan malquistos.