De haber sido real la
novela y no una ficción, estaríamos en este 2024 que hoy iniciamos en el
cuadragésimo aniversario de un incidente tan turbador como inquietante sufrido
por el funcionario Winston Smith. Al escribir su historia, supo Georges Orwell
trazar en 1984 la cotidianidad y las
contradicciones de un empleado público que cumplía en el Ministerio de la
Verdad con la misión de adaptar los vaticinios del poder a la realidad, o tal
vez la realidad a los vaticinios del poder, en todo caso adecuar la información,
las previsiones y los balances a lo que ocurría, o lo que es lo mismo, dibujar
o desdibujar esta realidad, mostrar en todo momento que el Partido acertaba
siempre, que conseguía diseñar por completo la sociedad, convertida más en una
serie de escenarios en provecho del poder, en beneficio de sus intereses, que
en algo existente, sin importar que fuesen reales o no los contenidos de tales
escenarios ficticios. En definitiva, la misión de construir la realidad o, como
lo diríamos hoy, en una expresión que quizá provocase en el autor británico a
la vez hilaridad y abatimiento por haber acertado en sus peores presagios, establecer un relato.
En 1984, escrito entre 1947 y 1949, fecha de su publicación, o sea, al
poco de acabada la guerra mundial, cuando comenzó la expansión de la URSS y se
mantenían tanto en Portugal como en España regímenes fascistas, Georges Orwell
pretendía advertirnos de los peligros siempre latentes del autoritarismo y su
perversa maquinaria social. Mostró bien a las claras la capacidad de manipular
la realidad mediante el uso perverso del lenguaje, los cambios en la percepción
de la realidad, la creación de mecanismos de control, la propia aceptación de
la población de todos los cánones de opresión –no en vano, varios lustros
después, Malcolm X diría que los medios de comunicación podían conseguir que se
amara al opresor. Y si nos lo advertía en ese momento Orwell, cuando el nazismo
acababa de derrotarse, es porque veía vigentes aún los peligros del autoritarismo.
El régimen distópico que
nos describe 1984 posee rasgos del
estalinismo, en plena expansión, y del nazismo, vencido. No hay que olvidar que
durante unos pocos años rigió el Pacto Ribbentrop – Mólotov, firmado en agosto
de 1939, un pacto de no agresión entre la URSS y Alemania. Aun cuando se
trataba de dos regímenes muy diferentes entre sí, con visiones, mentalidades y
prismas incluso contradictorios, compartían estructuras autoritarias y medidas
que podían intercambiarse de un país a otro sin que notásemos la diferencia. Es
cierto en todo caso que para escribir 1984,
resulta aún más evidente en otra de sus novelas, Rebelión en la Granja, el autor pensara en el autoritarismo
estalinista, aunque sólo sea por una serie de detalles que apreciamos en la
novela y que nos recuerdan lo que ocurría en la URSS y el ambiente de terror y
de control expandido en todos los ámbitos sociales del imperio del Zar rojo.
No obstante, no se debe
caer en la simplificación, Georges Orwell no escribía desde una posición
anticomunista, el suyo no era un alegato a favor de las estructuras
democrática-burguesas, su posición antiautoritaria partía de una perspectiva socialista
revolucionaria y libertaria, tal era su militancia. Su compromiso era sobre
todo contra el autoritarismo, pero no había neutralidad ni era ajeno a la
emancipación de los explotados y los desfavorecidos, claro que siendo siempre
consciente de la naturaleza del poder, de todo poder, del que siempre se ha de
desconfiar, aun cuando lo ejerzan los
nuestros.
Y sabía bien de lo que
hablaba.
Porque Georges Orwell,
simpatizante en aquel momento de una pequeña organización marxista
antiautoritaria británica, el Partido Laborista Independiente, había acudido en
diciembre de 1936 a España a luchar en las filas del POUM contra el fascismo.
Ambos partidos formaban parte de una pléyade de organizaciones y corrientes que
desde la izquierda radical se mostraban críticos con la URSS y se oponían a los
Procesos de Moscú de mediados de los años treinta. El POUM era unos de los
partidos más activos y fuertes a la izquierda del comunismo estalinista. Además,
uno de sus principales dirigentes, Andreu Nin, había estado muy vinculado a
Trotsky tras la Revolución soviética, lo cual entrañó que fuera blanco de las
iras de Stalin. Lo que explica en gran medida lo ocurrido en España y de lo que
Georges Orwell fue testigo directo. Se salvó por los pelos, como quien dice, de
ser él también víctima de las purgas en las calles de Barcelona por parte de las
direcciones del PCE y del PSUC, por aquel entonces satélites de Moscú, y
escribió un testimonio emocionado y amargo de esos días terribles en un libro
titulado Homenaje a Cataluña.
Por tanto, 1984 es una denuncia del peligro del
autoritarismo, cualquiera que sea el adjetivo que lo acompañe.
Pero el autoritarismo no
es sólo un método de opresión por la fuerza, es también un modelo de represión
muchas veces más sinuoso y sutil que parte de la manipulación del lenguaje, de
los miedos colectivos y de nuevas formas en el sempiterno control social para
imponer un consenso que no da cabida a las disidencias y ni siquiera al
pensamiento contrastado. Ahora el poder autoritario no se mancha tanto las
manos con sangre, incluso ha aprendido a emplear otros métodos más sibilinos.
El filósofo francés
Michel Onfray ha logrado exponer de un modo detallado las características del
autoritarismo a partir de la exposición de Orwell en esta novela y lo aplica a
un contexto en apariencia distinto. Da incluso un paso más y recoge en su
ensayo Théorie de la dictadure la
tendencia actual a un modelo autoritario de nuevo cuño, o tal vez no tan nuevo,
y sus pérfidos mecanismos a un contexto en apariencia democrático, el de la Europa
de Maastricht que se convierte en el gran exponente del uso de tales mecanismos
orwellianos sin necesidad de acudir al terror, buscando incluso la anuencia de
los oprimidos. Llama la atención, y da que pensar, pero sobre todo que temer,
que muchas de las características deducidas de la novela las veamos hoy
aplicadas en el denominado Jardín Europeo, así lo ha calificado algún gestor de
la Unión Europea. Por no faltar, ni faltan los escenarios de guerra fuera de
las fronteras, en este caso las europeas, que sirven de consenso interno y que
sirven para pretender mantener las hegemonías a las que el Imperio cree tener
derecho. Sus conclusiones son
demoledoras y no pierden peso unos años después. Deja la misma inquietud que
provoca asistir al deambular de Winston Smith en los estrechos márgenes del
autoritarismo avanzado por Orwell. Asusta no poco comprobar que nuestra
sociedad actual posee muchos de los aspectos descritos en su novela.
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