La Edad Media no ha
gozado casi nunca de buena fama. A lo medieval se le atribuye una pátina de
oscurantismo, miseria, aculturación y salvajismo, incluso hoy se tacha de medieval ciertas prácticas turbias y a
determinadas instituciones que intentan mantener prebendas y privilegios
sustentados por la fuerza, aun cuando se acuda a la tradición para legitimarlas
o revestirlas de normalidad, ¿acaso normatividad? A todas luces, fue durante el
periodo del Renacimiento, conscientes los cenáculos de poder de los cambios en
Europa y del inicio de nuevos tiempos, cuando se comenzó a dar una imagen negativa
de esos siglos posteriores a la crisis del Imperio Romano, una época funesta,
sostuvieron, de barbarie e incultura.
Nada más injusto, desde
luego, que esa visión sesgada. Primero, porque es un periodo demasiado largo el
que calificamos de Edad Media, varios siglos en los que hubo de todo, momentos
crueles –¿pero qué tiempos no los posee?¿Podemos desde nuestro presente atribuir
a otras épocas lo peor de la civilización cuando hemos tenido lo que hemos
tenido, sin ir más lejos en los últimos cien años?– y momentos de no poco
esplendor. Pero luego porque muchos aspectos sociales, culturales e incluso
cotidianos proceden de esa época, no podemos entender la música o la
literatura, por ejemplo, sin el aporte de lo medieval, pero también la
arquitectura, la constitución de los pueblos, siempre dinámico, o el ocio
tienen sus bases en esa, calificada, noche
de los tiempos, sin darse cuenta de que es en la noche donde surgen los
sueños y remoza la creatividad. Hasta el amor fue un invento del siglo XI,
plena Edad Media según nuestros cómputos, un invento además en el que jugó un
papel fundamental la literatura.
Claro que ha habido
también quienes han investigado y escrito sobre esa época, y han logrado
transmitir una imagen más fidedigna. Algunos historiadores han ido mucho más
allá de la mera difusión de datos de las estructuras políticas y las batallas,
se han ocupado de las mentalidades y de la vida cotidiana en campiñas y
ciudades que mantenían o recuperaban su vigor, cuando se fortalecieron las
rutas que atravesaban Europa. Jacques Le Goff o Georges Duby son los más
conocidos de esta escuela. Pero es en los estudios literarios donde a todas
luces mejor se puede entender las mentalidades, si se comprende los símbolos y
las claves que siempre contienen las palabras. En este ámbito, el aporte de
Basilio Losada como catedrático de literatura ha sido fundamental, nadie como
él ha sabido explicar, por ejemplo, las Cantigas Galaico-Portuguesas y mostrar
todo el mundo que había detrás o hablar de cómo por los caminos de Europa se
transmitieron valores y códigos, representaciones y alegorías que se han
mantenido hasta nuestros días, cuando parece que nuevamente todo empieza a
mudar de nuevo.
En 1999 Basilio Losada
publica su novela La Peregrina, un
relato que surge de una Cántiga de Santa María, la numerada como la 268, que
escribiera Alfonso X el Sabio, Rey de
Castilla, cuya lengua literaria fue la galaicoportuguesa, y que el catedrático
aprovecha para mostrarnos aquel mundo de caminos y lenguas diversas, de
reflexiones existenciales no muy distantes a las que podamos tener hoy, una
búsqueda de sentidos a la existencia y a la muerte, sin duda la gran reflexión
de todos los tiempos, todo ello coreado por encuentros y desencuentros,
despedidas y nostalgias, risas que conviven con nostalgias, y una complicidad
estrecha, conmovedora, entre un bufón y una princesa tullida.
Todo está en esta novela,
un conocimiento profundo del mundo medieval que, sin embargo, no ha entorpecido
el hilo de un relato bello, intenso. Creo que la novela está hoy descatalogada,
me temo que el ámbito del libro está también afectado por las prisas y la
fiebre de novedades del mundo contemporáneo, también es cierto que han pasado
más de veinte años, pero sin duda quien pueda leerla hoy va a entender algo más
ese mundo que, sin embargo, no ha cambiado tanto en lo fundamental.
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