Miramos la ría y
comentamos que por fin parece que salimos de ésta, de una pandemia que nos ha trastocado
la vida durante dos años. Van reduciendo restricciones y aumenta, al menos en
esta parte del mundo, el número de vacunados. El presidente Sánchez anuncia que
la mascarilla no será obligatoria en espacios abiertos a partir del último
domingo de junio y habla de no sé qué alegría de la vida, la joie de vivre, fundamento de nuestro modo de vivir. Dice algo
así, o parecido, no he estado muy atento.
Miramos la ría, llena de
hierbajos y ramas de árboles arrastradas tras las riadas y las tormentas de
estos días. Tal vez se esté pecando de optimismo. Aún hay contagios y buena
parte de los habitantes del planeta no están vacunados.
En todo caso, imposible
no preguntárselo: ¿Cómo será nuestro mundo tras la pandemia?
Ha habido frases con gran
contenido épico: saldremos más fuertes, lo
seremos: mucho más fuertes, todo va a ir mejor. No hemos estado exentos de
épica, me temo. La ha habido, y mucho, en estos meses, toda una tendencia
bastante ridícula que busca incorporar una epopeya falsa en la descripción de los
acontecimientos, los de un presente que tiende más bien a la mediocridad y al
sin sentido. Claro que hubo gravedad en lo que pasó. Ha sido una pandemia, al
fin y al cabo, con todo lo que esto supone. Hubo algún momento en que, sin
embargo, se habló de la pandemia como de una guerra. Incluso en las ruedas de
prensa para compartirnos el parte diario de la enfermedad hubo presencia de un
portavoz militar, como en las películas norteamericanas sobre arribadas
repentinas de naves extraterrestres.
No quiero caer en una superficialidad
frívola sobre lo ocurrido, ni siquiera en la forma de tratar la enfermedad
desde el poder, pero creo que con tanta comparación bélica lo que se frivoliza
es la guerra, justo cuando estamos en el octogésimo cuarto aniversario de la toma
de Bilbao por parte del bando nacional, en la guerra (in)civil, tras bombardeos
atroces, batallas cruentas y una opresión terrible, repleta de fusilamientos,
juicios sumarísimos, españoles exiliados y otros que fueron perseguidos,
encarcelados. Claro que hasta lo de aquella guerra empieza a parecer un
decorado lejano.
En todo caso, en este
final de la pandemia, si es que realmente estamos saliendo de ella, hay algo
que no se entiende muy bien, demasiadas prisas por aparentar normalidad.
Demasiadas alegrías frente al tremendismo de unos meses atrás. Los intereses
económicos mandan. Hay que producir. Hay que consumir. Hay que volver a lo de
antes. Mientras, miramos la ría, tan importante en este rincón de Vasconia, tan
importante en la economía de Bilbao y de la Margen Izquierda, tan alabada por
escritores. Don Miguel de Unamuno escribió no poco sobre la ría. También Rafael
Sánchez Mazas. Con intensidad, ambos.
Hace unos días me
comentaba Patxi Iturregi, autor que ha escrito sobre esta misma ría y antiguo
marino, que los barcos ya no van a poder llegar a Bilbao con los cambios del
espacio urbano. Recuerdo cuando todavía algunos mercantes descargaban en los
muelles en pleno Bilbao. Ya no hay rastros de esa zona portuaria ni de las
atarazanas en la zona de Erandio o de Deusto. Ahora está el Guggenheim, las
bibliotecas universitarias, los paseos junto a la ría, nada que ver con el
mundo industrial y portuario de entonces. En el muelle de Uribitarte han
colocado, eso sí, una escultura dedicada a las sirgueras, aquellas mujeres que
tiraban de las embarcaciones mediante unas sirgas, de allí su nombre. Mari
Carmen Azkona escribió sobre ellas, de un modo sentido y emotivo, como ella
escribe, y fue cuando me habló la primera vez que fui consciente de la
situación de estas mujeres. La escultura es de Dora Salazar, bonito testimonio por
su parte, desde luego, sin embargo no sé si hay algo de frivolidad en el
homenaje, no por parte de la escultora, sino de una contextualización que no
explica el trabajo muchas veces inhumano de aquel momento. Todo está quedando
tan bonito en este Bilbao reformado y posmoderno que nos olvidamos de muchas
cosas, de ese mundo del trabajo brutal y precario, de la vida de miles de
personas en las minas, en las industrias, en los astilleros, en los puertos,
hacinadas muchas de ellas en los barrios obreros del sur de la ciudad o de las
ciudades de la margen izquierda, al norte, condiciones de trabajo y de vida que
ha creado ese producto/objeto/bien de consumo que es hoy Bilbao.
En una sociedad con
mentalidad de clase media, parece ser, no cabe hablar mucho de antiguas
humillaciones ni de riquezas creadas con jornadas muy duras de trabajo y de
vida. La estatua de las sirgueras se incorpora al paisaje, sin más mensaje.
Miramos la ría y hablamos
de que se va acabando la pandemia, parece ser, y se retoman viejos proyectos
urbanísticos: la reforma de Zorrotzaurre, la isla al norte de Bilbao donde se
pone en marcha un viejo proyecto urbanístico que transformará la zona; la obras
en las vías de tren en su último tramo, la de la estación de Abando,
aprovechando la llegada del AVE y con lo que se pretende también una reforma
profunda en el barrio de San Francisco, barrio otrora lúdico y un tanto canalla,
hoy variopinto, de inmigración y un tanto marginal, pero apetitoso por estar en
el centro de la ciudad, a orillas de la ría, casi cuando el Nervión empieza a
dejar de serlo, ría, para volverse un río, más allá del puente de San Antón.
Son los tiempos que
pasan. Es lo que dicen.
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