sábado, 6 de febrero de 2021

El ruido de entonces. 40 años del asesinato de José María Ryan

 


El 29 de enero de 1981 un comando de ETA Militar secuestraba a José María Ryan, en ese momento ingeniero jefe de la central nuclear de Lemóniz que la empresa Iberduero estaba construyendo a poco más de quince kilómetros de Bilbao. De este secuestro y su desenlace sangriento, el asesinato del ingeniero que apareció muerto el seis de febrero, trata este libro de Anton Arriola, El ruido de Entonces.

El momento que este escritor afronta fue especialmente tenso tanto en el País Vasco como en el conjunto de España. No en vano, el año que había acabado cuatro semanas antes se cataloga como uno de los más sangrientos en ese periodo de tiempo que conocemos como la Transición, y que se ha querido proyectar como un modelo ejemplar de democratización. ETA, dividida en varias facciones, no estaba por la labor de dejar la actividad armada, al menos la facción más convencida de la lucha violenta como única forma de alcanzar sus objetivos políticos. Pero además había otras organizaciones terroristas que actuaban en España y el país sufría, también, la violencia de grupos y grupúsculos de extrema derecha. Un año antes del secuestro de Ryan, una joven vasca, Yolanda González, militante de un partido trotskista, fue asesinada en Madrid por una de estas bandas fascistas, uno más entre los muchos crímenes políticos de esos años, ocurrido además cuatro años después del asesinato de los abogados de Atocha, también realizado por la extrema derecha. Pero la violencia como herramienta política no estuvo circunscrita a grupos descontrolados más o menos organizados, estaba inserta en algunos aparatos del Estado y hubo comportamientos bastante cuestionables.

Como si esto no fuera suficiente, en el momento del referido secuestro el presidente del gobierno, Adolfo Suárez, dimitía de su cargo, en la Casa de Juntas de Guernica los representantes de Herri Batasuna abuchearon al Rey y se preparaba un golpe de Estado, que se hizo palpable a finales de febrero con el asalto del Congreso. A todas luces, la tensión política era gravísima y se añadía por otro lado a una crisis económica latente.

La central de Lemóniz formaba parte de un plan de la Dirección General de Energía, elaborado entre finales de los sesenta e inicios de los setenta, que tenía como fin construir una red de centrales nucleares, otorgándose a Iberduero los proyectos de Deba, de Ispater y de Tudela, además del de Lemóniz, cuya construcción se autorizó en 1972. Formaba parte este plan de esa mentalidad desarrollista muy propia del franquismo y que entrelazó a la administración del Estado y a varias empresas, muchas de ellas de sectores estratégicos para la buena marcha del país. Se trataba un desarrollismo a cualquier precio, en un país que no disponía de las fuentes de energía imperantes en aquel momento.

José María Ryan llevaba trabajando en la empresa eléctrica desde unos años atrás. Era un ingeniero bien preparado, se dedicaba a su oficio con empeño y no parecía inmiscuirse en los debates políticos y sociales del país, más allá de la evidente atención que merecían los acontecimientos importantes de su tiempo. Desde luego, no estaba en los órganos decisorios de la empresa, menos aún influía en las decisiones políticas, era un buen profesional, eso sí, que había ganado prestigio y de allí que se le entregara la responsabilidad técnica de la central.

El libro de Anton Arriola plantea perfectamente aquel suceso, su entorno y ha sabido presentar con toda su envergadura lo que significó para la sociedad vasca. Evidente: el autor parte del más absoluto rechazo del asesinato de José María Ryan, la denuncia del crimen como herramienta política, cualquiera que sea la vida que se sesga y cualquiera que sea el motivo que haya detrás. Incluso el más justo de los fines no puede justificar el asesinato. En el acto de matar a alguien por motivos políticos hay siempre que poner el acento en lo grave que es acabar con una vida y lo indiferente que resultan los motivos políticos. Siempre es necesario referirse a Juan Gelman y su reflexión al respecto y al documental muy esclarecedor de Aitor Merino Asier eta biok, que además proyecta luz sobre el conflicto vasco desde una mirada personal, la del amigo que asiste a la radicalización, comprendiendo y compartiendo los motivos de la misma, pero rechazando según qué métodos. Anton Arriola, en todo caso, muestra en su libro toda la crudeza y la inhumanidad que supuso secuestrar a Ryan, amenazar su vida en caso de no responder a las exigencias reclamadas y ejecutar dicha amenaza, actuando al margen de cualquier circunstancia o razón. Pero las circunstancias, todas ellas, están ahí, es innegable.



No hay que olvidar que el asesinato de Ryan tuvo una enorme importancia. Para muchos conllevó confrontarse con la naturaleza de ETA, que dejaba de tener ese talante heroico de revolucionarios liberadores para convertirse en una vanguardia militarizada, ajena a las dinámicas sociales, que intervenía además en el debate medioambientalista no sin enorme oportunismo.  Ryan, además, podía ser alguien clave en la construcción de la central por su carácter técnico, pero ni de lejos tenía capacidad decisoria. Aisló a todo una parte de la sociedad vasca bajo la bandera épica de una lucha que respondía cada vez menos a unos verdaderos patrones emancipadores. Tenemos además la ventaja del tiempo para entender lo que significó esta dinámica y lo que supuso en la construcción de un país como este.

Por ello este libro, una obra mestiza que une novela y reflexión, no se corta en plantear todo lo que envolvió el caso, los varios dilemas que afectaron al Estado, a la empresa, a la administración vasca en ciernes, a los defensores del medio ambiente, a los nacionalistas, a los partidarios de un desarrollismo extremo y, sobre todo, a cada uno de los ciudadanos interpelados por la realidad y que se adaptaron, sin saberlo seguramente, a lo que Hannah Arendt esquematizó como la banalidad del mal. En la novela paralela que acompaña las reflexiones del narrador se habla a menudo del propio desinterés del personaje, Expósito, alter ego de José María Ryan, por la política, su distancia hacia la misma, lo que no impidió que la política entrara de lleno en su vida, de la forma más brutal, además. Pero sobre todo también quienes asisten a toda aquella cotidianidad, al igual que quienes pretenden incidir en la misma, acaban banalizando el mal, no condenando lo que a todas luces es lo primordial, la necesidad de defender la vida humana y su dignidad por encima de cualquier otra consideración, y por lo tanto rechazar cualquier política de la muerte, la tanatopolítica, aun cuando se practique en nuestro nombre. Existe además la indiferencia de la buena gente que citaba Luther King, a veces más peligrosa que las acciones de la mala gente.  De todo esto habla en definitiva este libro y nos lleva a la memoria tan necesaria para dar luz, comprender y asumir responsabilidades, propias y ajenas.

Claro que la política, al menos la institucional, no parece estar por la labor, se prefiere elaborar discursos, crear relatos, expresión esta horrorosa cuando se refiere a la visión del pasado y que denota más un fin homogeneizador, y sobre todo se pretende usar el pasado de un modo tendencioso, manipulando la realidad y sus interpretaciones. Todo ello en una sociedad, la vasca, que parece esta vez indiferente a su historia más reciente, hasta el punto de parecer que sólo desde la literatura se afronta la cuestión de un modo sustancial. De ahí lo oportuno de la cita de Javier Cercas que Arriola incorpora a su libro: «La ficción salva, la realidad mata»    

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