En 1985 Jaime de Armiñán
realizaba una película en la que un catedrático emérito de derecho romano,
Leopoldo Contreras, interpretado por Fernando Fernán Gómez, con problemas
económicos y un más que notable hastío por su cotidianidad, se ofrecía a un
antiguo alumno, en ese momento abogado afamado y próspero, Gonzalo Bárcena,
interpretado por Agustín González, como esclavo según las normas legales del
antiguo sistema romano. Sería la solución a sus muchos problemas existenciales,
algo además que beneficiaría a ambos, al primero porque vería así el final de
su situación apesadumbrada y al segundo porque contaría con un hombre
cultivado, con un conocimiento jurídico y clásico enorme, un buen preceptor y
consejero para él y para su familia. El abogado, aun cuando admira y estima a
su antiguo maestro, rechaza al principio esa propuesta, pero la insistencia del
catedrático emérito y el deseo de ayudarle le lleva al final a aceptarla.
De este modo, aplicando
las reglas sobre la esclavitud del derecho romano, Leopoldo Contreras renuncia
a su libertad y se convierte en esclavo bajo el nombre de Stico, y así Gonzalo
Bárcena pasa a tener la domenica potestas
sobre él, un dominio pleno sobre su persona, su cuerpo y su vida, y todas las
posesiones que pudiera tener el catedrático pasan también a su propiedad. Esta
situación no sólo le crea una situación incómoda a él y a su familia, sino que le
acaba produciendo verdaderos problemas cuando ese estado de cosas particular
pasa a conocerse por la opinión pública. Pero no le resulta tan fácil cambiar
tal situación, las normas de manumisión por las que se extinguen los vínculos
entre amo y esclavos no son tan sencillas de aplicar.
Stico
se estrena en un año importante para España: ese mismo año, en junio, el país
firmaba, junto a Grecia y a Portugal, el tratado de adhesión a la Comunidad
Económica Europea, la actual Unión Europea, que se formalizaría a los pocos
meses, el 1 de enero de 1986. Ello conllevó no sólo que se afianzaran definitivamente
los cambios políticos de la transición, en gran medida fue el final de tal
periodo, sino que se iniciara también una profunda reforma de la economía y del
mundo del trabajo. Era un proceso, se dijo, de modernización enorme, de adaptación
a esa Europa próspera y democrática de la que España había estado durante mucho
tiempo separada y para lo cual hubo que adaptar un sinfín de leyes. Entre
ellas, las laborales, pero también muchas otras que tenían que ver con la
cotidianidad de la población.
En aquellos años ochenta,
por tanto, comienzan los primeros cambios legales que afectan a las relaciones
laborales. No se debe de olvidar que España venía de una larga dictadura y de
una relativa expansión económica, en la década de los sesenta, en la que el
país deja atrás la penuria de la posguerra, gracias a una mejora económica
generalizada y a las transferencias de la emigración española en Europa. Se
desarrolló entonces una legislación laboral sin duda paternalista enmarcada en
una visión empresarial que se pretendía armoniosa, decían, para patronos y
trabajadores. La crisis de los setenta rompe en parte tal idílica visión, había
leyes que amparaban a la clase trabajadora, sí, pero saltaba a la vista que no
había tanta armonía entre las clases. La adaptación a Europa requería cambiar
esa legislación laboral y comenzar una nueva fase de relaciones laborales, en
un momento, además, en que se comenzaba a cuestionar el Estado de bienestar.
Es casualidad –o no–,
pero en aquella década de los ochenta también se liberaliza el mercado de la
vivienda.
Los noventa fueron
también un momento de expansión económica que se adentró en el primer decenio
del siglo XXI, por ello tal vez las sucesivas reformas laborales, siempre en
clave de absoluta liberalización y desmontaje de todo el sistema de relaciones
laborales existente hasta entonces, no contaron con mucha oposición ni sindical
ni política. Dominaba el neoliberalismo. Se cuestionó la visión reformista de
la gestión pública. La expansión no iba a tener freno. La construcción y el
clásico turismo se volvieron las bases de la nueva economía española. Y quien
osaba cuestionar tanta maravilla y tanto optimismo era de inmediato acusado de
agorero, negador de lo evidente o, peor, nostálgico de ideales añejos pasados
de moda.
Nadie vio que aquel
milagro expansionista descansaba también sobre miles de trabajadores en
precario creados por las sucesivas reformas laborales, porque la imagen que se
impuso fue la del sueño de una clase media cuasi opulenta y sobre todo radiante
de su paraíso adosado. Nadie vio que en aquel país con la mayor red de alta velocidad
ferroviaria había zonas en las que el ferrocarril se demoraba –y se demora–
horas para atravesar apenas doscientos kilómetros o en las que comenzaban a
fallar los trenes de cercanía, cuando los había. O que los precios de la
vivienda, comprada o alquilada, alcanzaba niveles imposibles.
Nadie lo vio entonces,
hasta que estalló la gran crisis y saltó a la luz una situación dramática que
perdura todavía, aun cuando la intenten ocultar bajo una sucesión de banderas
patrióticas, de distintas patrias. Hay un hilo, un hilo que une aquel año de
1985 con el presente, un hilo con sucesivos nudos. Cierto: no todo lo que
envuelve ese hilo es negativo. Pero cada nudo representa un empeoramiento, de
eso no cabe ninguna duda. Ahora un político, tal vez sin pensárselo dos veces,
lanza una idea, que las mujeres extranjeras sin residencia legal en España
puedan retrasar su expulsión si donan a sus hijos e hijas a la adopción. Seguro
que no se lo pensó dos veces al formular la propuesta de un nuevo nudo en ese
hilo. Pero la propuesta me ha hecho recordar aquella película, Stico, en la que una persona renuncia a
su libertad porque cree que de esclavo va a estar mejor.
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