Creo que es la última muletilla
de moda en el ámbito político que, me temo, se escuchará mucho durante las
campañas electorales múltiples a la que nos enfrentamos (y que padecemos): lo que importa a la gente.
Hace un tiempo apenas se
escuchaba, pero la bancada de Podemos la ha rescatado del baúl de las
expresiones-tipo, acusando la distancia, a veces enorme, entre discurso
político-institucional y preocupaciones de la calle, de la sociedad. Esa
distancia existe, no digo que no, y de tal distancia se pueden desprender
muchos análisis y conclusiones sobre el modelo político imperante.
Claro que puede ser una
visión deformada de la realidad y no sea tan grande la distancia, sino que sea
más bien un problema de discurso, de tratamiento. De lenguaje, en definitiva. En
todo caso, mucho me temo que esa muletilla, lo
que importa a la gente, peca en gran medida de un paternalismo extremo con
el cual Podemos, y en general todas las organizaciones políticas, pues todas la
han recogido, tratan a la población. Porque lo que están diciendo es que ellos
están allí para tratar y solucionar en la medida de lo posible lo que importa a la gente, pero sin la
gente, porque tal tratamiento es únicamente institucional (o
institucionalizado). Uno esperaba de los partidos convencionales que tal fuera
su actitud, hay problemas allí fuera que la institución debe solventar y
solucionar, pues para eso son los representantes del pueblo, representan a la
soberanía popular o nacional. Pero es Podemos quien la ha recuperado, lo que importa a la gente, olvidando que
esta organización surgió al albur del 15M, del clamor del no nos representan y la pretensión de la nueva política.
Al margen del debate
político, que al final interesa poco, reconozco que por cierta desgana (desafecto lo llaman), el que sea una muletilla
marca hasta qué punto el lenguaje es indicativo de lo que se es en gran medida.
Dime cómo hablas y te diré quién eres. Aunque no siempre es así, el lenguaje
resulta forzado en ocasiones porque el hablante se oculta tras él. Al igual
que con la ropa que se escoge cada día, uno quiere dar una imagen de sí mismo
con el lenguaje. Claro que incluso así es posible entonces darse una idea de la
persona que se es. Eso se refleja muchas veces, por ejemplo, en las novelas, al
acudir a los diálogos que son siempre complicados porque no siempre se acierta
con el estilo de los personajes, y entonces no resultan del todo verosímiles,
aunque hay autores que consiguen diálogos realmente acertados, bien
construidos. Ejemplo de ello, antiguos además, son La Celestina, de Fernando de Rojas, o El Lazarillo de Tormes, anónimo por voluntad de su autor, que
reflejaron con el lenguaje una forma de ser y una mentalidad de época.
En este sentido, el
concepto gente aparece con frecuencia
en castellano, en el castellano de España, en expresiones del tipo muletilla. De
más tiempo que el de lo que importa a la
gente es Lo que pensará la gente,
uno de los temas, por cierto, de El
Lazarillo, pues el narrador y protagonista de la novela escribe el libro, que es una carta autobiográfica, por los muchos comentarios que lo envuelven. Lo que pensará la gente. Se lo dicen los padres a los hijos y a las
hijas para que atenúen sus actos no por sí mismos, sino por la opinión ajena.
Es el reflejo de una sociedad demasiado atenta a la imagen, a lo que pensarán
de sí los demás y, en gran medida, para evitar las consecuencias represivas en
una sociedad como la española, tan proclive a un poder terrenal obsesionado por
imponer reglas homogéneas y bien fijas a sus habitantes. Está presente esa
preocupación, lo que pensará la gente,
en Nada, de Carmen Laforet. Es un
temor social, pero también político y religioso. De ahí también que el autor de
El Lazarillo, en una época en que lo
político y lo religioso se daban más la mano que ahora, se ocultara tras el
anonimato, que es también un lenguaje, en un momento en que la autoría ya era
importante, sin duda no quería sufrir las consecuencias de un libro que
apuntaba ciertos aspectos de la sociedad.
El lenguaje es al final,
como casi todo, un campo de batalla. El problema es cuando nos quedamos en el
lenguaje como el único ámbito para cambiar las cosas. Porque el lenguaje no
cambia la realidad, sólo la refleja. Y por tanto reflejará una realidad
distinta cuando las cosas cambien. En un día como hoy imposible no referirse al
lenguaje inclusivo o no inclusivo que se ha vuelto central en el debate de la
igualdad y la separación entre hombres y mujeres. Que el lenguaje es machista,
salta a la vista, y también es importante visibilizar a través del lenguaje la
presencia de las mujeres en muchos ámbitos, pero no es un problema de lenguaje –o
sólo de lenguaje–, sino de modelo social en el que, por cierto, clama al cielo
que persistan aspectos como la diferencia salarial, que me parece una
barbaridad que exista aún. Por mucho que se diga portavoza o lideresa no
va a cambiar las diferencias de salario o de acceso a ciertos
puestos, sobre todo en ciertos ámbitos menos elitistas. Es de Perogrullo, pero
no siempre parece claro. Por suerte, la mayoría del movimiento feminista lo
tiene claro. No me parece que sea tanto así en las instituciones, allí donde
tanto se debate sobre lo que importa a
la gente.
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