Estamos otra vez de
vuelta al debate de la identidad colectiva –cultural, nacional o política, que
tampoco está claro de qué hablamos–, si es que alguna vez hemos dejado de
hablar de ello. En Alemania vuelven las manifestaciones, de momento
minoritarias, de afirmación nacional, muchos Estados europeos bloquean sus
fronteras ante la llegada de personas de África o Asia, en los Estados Unidos
Trump ganó las elecciones con el deseo/lema de que el país volviese a ser
grande y en Cataluña continúa el debate sobre su identidad, en forma más bien de
identidad política, esto es, la pertenencia a una colectividad que busca una
forma de poder, un Estado.
Hay que aclarar, primero
de todo, que no intento poner los ejemplos citados al mismo nivel ni insinuar
que todos comparten una misma base, no es así en absoluto. Cada caso, cada
modelo y cada conflicto, si lo hay, responde a cuestiones y a bases diferentes,
en algunos casos hay una posición reaccionaria, las manifestaciones en Alemania,
por ejemplo, rozan y atraviesan las posiciones ultraderechistas, racistas,
agresivas contra lo exterior, mientras que en la cuestión catalana, hoy, al
otro lado, posee un elemento bien diferente, hay un planteamiento de fondo
sobre lo que debe ser la democracia y sus límites e incluso hay en el
soberanismo catalán corrientes progresistas, de izquierda e incluso rupturistas
y revolucionarias, se debe reconocer, aunque en ocasión todo ello roce cierto
ridículo en algunos de sus planteamientos.
Pero ni qué decir tiene
que en el trasfondo estamos hablando de identidades. O más bien en la
proclamación o en la necesidad de reafirmación de la pertenencia a una
identidad. Sin querer entrar de un modo pretencioso en disquisiciones
antropológicas o de falsa erudición, uno tiene la sensación de que estamos en
un momento en que los límites de las identidades se diluyen más y más, debido
en gran medida a los nuevos medios tecnológicos, a las mayores facilidades de
viajar –el viajar nos cura del nacionalismo, se suele decir, como leer del
fascismo; se atribuye a Unamuno, aunque proviene tal vez de Pío Baroja, que se
refería, más que al fascismo, al carlismo- y a la sensación de que las
sociedades son más multiculturales o multiétnicas. Es el debate de la
globalización del que se hablaba a finales del siglo XX frente a lo cual
algunos defienden las identidades fuertes.
Puede que algunos debates
sobre la identidad sean forzados, respondan a intereses turbios o muestren
temores ancestrales. Es un despropósito pensar que ciertas sociedades
desarrolladas se enfrenten a un enorme peligro por la llegada de inmigrantes, muchas
veces en condiciones sociales inferiores, aunque se han forjado demasiadas
leyendas urbanas al respecto.
Sea lo que fuere, la
identidad existe, una identidad que nos viene dada: nacemos en un medio,
hablamos un idioma que compartimos con otros individuos, poseemos algunas
características físicas mayoritarias en el grupo, nos educamos en determinadas claves
y asumimos algunas referencias compartidas, con independencia de que con el tiempo
seamos más o menos críticos con éstas. Pero es algo que nos viene dado, no lo
elegimos. Claro que la identidad no siempre es un traje a medida, inamovible.
Depende mucho, desde luego, del grado de libertad y de amplitud de miras que
posea una sociedad determinada. Se acrecientan luego los intercambios con otras
sociedades y hay otro factor, este individual, el de las identificaciones con
otros valores, otros pueblos diferentes al nuestro, otras culturas.
También hay otro factor
que de pronto, en este cambio de siglo, parece haber desaparecido de nuestras
referencias: el factor social. La desaparición, aparente o real, de
alternativas políticas y sociales ha supuesto que se haya suprimido
-¿escamoteado?- de nuestras miradas sobre lo real la pertenencia a las clases
sociales, definidas éstas según los modelos del siglo XIX y XX, dos siglos en
los que conceptos como lucha de clases o clase obrera y clase burguesa eran
dominantes. Hoy se impone una concepción de clase media, cualquier cosa que sea
esto.
La escritora británica
Zadie Smith plantea en sus novelas esta cuestión de las identidades, coloca el
debate sobre su definición y sus límites en el trasfondo de sus narraciones. Lo
centra con gran ironía, y con frecuencia consigue mostrar bien a las claras el
absurdo de muchos de estos debates. Pero además riza el rizo al contextualizar
el tema no en las capas sociales más bajas, los trabajadores, las clases medias
y populares, sino en capas altas, adineradas o cultas.
En su novela On Beauty (Sobre la Belleza, traducido al castellano por Ana María de la
Fuente) el choque se da en la universidad americana de Wellington, donde da
clases el profesor británico Howard Belsey, blanco, culto, liberal (en el
sentido norteamericano del término liberal, esto es, progresista) y casado con
una mujer negra norteamericana, con quien tiene tres hijos, los dos mayores,
Jerome y Zora, universitarios y cultos, mientras que el menor, Levi, activista
en favor de los inmigrantes haitianos. Se enfrenta intelectualmente a Monty
Kipps, como él británico y profesor universitario, pero negro y conservador,
contrario a la discriminación positiva en lo que respecta a las minorías
étnicas y poco partidario de que las universidades se muestren “sensibles” a cuestiones
extracadémicas.
El resultado es una
novela irónica sobre tales debates. Sus intervinientes caen en contradicciones
y no pueden a su vez evitar caer en posiciones racistas –hay que destacar los
comentarios vertidos en algunos momentos sobre los haitianos, negros pobres,
por norteamericanos negros y adinerados- o a todas luces clasistas. Porque
muchas veces, se debe reconocer, muchas actitudes no responden a posiciones
racistas, sino de aporofobia, ese neologismo tan acertado, acuñado por la
filósofa Adela Cortina.
En este sentido, cabe
tener en cuenta que entre los inmigrantes arribados este verano a la Comunidad
Autónoma Vasca y que muestran no pocas carencias en las políticas sociales de
las administraciones autónomas hay varias personas incluso con formación
universitaria, pero no se tiene en cuenta ni se sabe, al fin y al cabo todos
responden a un mismo estereotipo, el de una condición de miseria de la que
escapan, aunque nadie se molesta en conocer las circunstancias. Tal vez sea
otro debate, pero allí está el dato.
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