Existe una cierta
atracción por los paisajes urbanos e industriales. Atraen cuando están en plena
vorágine, pero también, sobre todo, cuando están en declive y se muestran
heridos, los edificios se van abandonando y sus rincones aparecen ajados,
solitarios. Atraen por la noche, cuando se impone la soledad más absoluta que viene
acentuada por esa obscuridad rota que provoca el brillo de un sinfín de luces.
Atraen los polígonos, las
grandes fábricas, los almacenes y tinglados, quizá porque nos sugieren un orden,
un orden extraño, puede que un orden añorado por las ideas de progreso que ya
se han diluido casi por completo: intuimos que el progreso fue un engaño, un
mero artificio que creyeron hasta hace bien poco las generaciones pasadas,
cuando la revolución industrial abrió la caja de Pandora de la ambición, y los
burgueses, herederos de los antiguos comerciantes y de los gremios de
artesanos, fueron apropiándose de los mecanismos de poder. Lograron convencer a
los trabajadores, emigrados muchos de ellos desde el campo, de que iban a ser partícipes
de una gloriosa etapa sin fin. El proletariado se incorporó a un sistema de
progreso, aparente e ilimitado, incluso se incorporó a ese concepto de progreso
aquel proletariado que vivió bajo el sueño/pesadilla del estalinismo y que se
derrumbó al tener los pies de barro para incorporarse de nuevo al capitalismo
del siglo XXI. Sí, vale, mejoraron en gran medida, todos ellos, sus condiciones
de vida, que no es poco, sobre todo si tenemos en cuenta los millones de
personas que han quedado al margen del reparto de bienes, a menudo por la mera
suerte de nacer en un lugar o en otro. Pero hablamos de acumulación, no de
progreso.
Sea lo que fuere, no
parece que sea posible el progreso. Puede que algunos consigan mayores
riquezas, los menos, pero no es progreso como el que se creía que iba a haber,
progreso como mejora material, cultural y moral, sólo habrá, con suerte, mera
acumulación. Claro que de haber mayor progreso, progreso real, el habido hasta
ahora, aceptémosle que lo es, sólo el material, a todas luces se volvería –se vuelve
ya– contra nosotros en forma de crisis ecológica, destrucción del medio
ambiente y cambios bruscos en las condiciones naturales.
Permanece no obstante ese
atractivo del paisaje urbano e industrial. Quizá goce de la belleza que le
concede la añoranza de lo que pudo ser y no fue, o de lo que sólo se rozó
apenas.
En este sentido, Bilbao y
toda la cuenca del Nervión es buena muestra de ese desarrollo industrial que
perduró hasta finales del siglo pasado y que se mantiene hoy, aunque haya
cambiado mucho en los últimos años. Ramiro Pinilla consiguió describir en buena
parte de su trilogía, Verdes valles,
colinas rojas, el inicio y desarrollo de esa industrialización del Nervión,
con la aparición de un sinfín de industrias a lo largo de la ría y que supuso a
su vez el crecimiento de las ciudades de la Margen Izquierda –Baracaldo,
Sestao, Portugalete y Santurce-, o por su parte, al sur de Bilbao, Basauri, así
como de los barrios obreros de la propia capital, como Santutxu, Zorroza,
Recalde o Bolueta.
Durante lustros Bilbao y
su zona de influencia fue un importantísimo núcleo de trabajo y de capital. Los
Alto Hornos ejercieron de enorme faro económico, laboral e industrial. Se
vivieron los vaivenes de una realidad no siempre pacífica, a menudo conflictiva,
pero que se recuerda con no poca añoranza, esa añoranza del idílico progreso.
En 2009 Patxo Tellería y
Aitor Mazo dirigieron una película muy bella, y tal vez simbólica, La máquina de pintar nubes, que narra
una historia del tardofranquismo, tan agitado en lo político y lo social, en
que Andrés, contable en una nave industrial y pintor aficionado, intenta
inculcar el amor a la pintura a sus dos hijos, pero el mayor, el que tiene más
posibilidades, no parece muy dado a seguir tal afición, mientras que Asier, el
pequeño, el que parece querer pintar, aunque sólo sea para seducir a una muchacha
algo mayor que él, padece de daltonismo. Todo está envuelto en una nostalgia
por aquel tiempo industrial, con síntomas ya de que la actividad fabril sufre un
cierto cansancio, aunque faltará apenas un decenio para que se afronte una
brutal reconversión.
Veintitrés años antes
Imanol Uribe muestra en una película, Adios
Pequeña, un retrato menos amable de ese Nervión industrial, con un trasfondo
de ocultación y hampa, de delincuencia violenta y tráficos ilegales. La abogada
Beatriz Arteche, interpretada por Ana Belén, de buena familia, de las de
Neguri, decide darse de alta en el turno de oficio y pasa a defender a un
traficante de poca monta que distribuye cocaína por la Margen Izquierda, en
aquellos años ochenta de droga dura en la zona. La investigación que llevará a
cabo para afrontar la defensa de su patrocinado le llevará a descubrir algo no
esperado y muy cercano.
Pero será sin duda Daniel
Calpasoro quien mostrará el lado más hosco y virulento del declive de la
industria local y sus efectos. En 1995 dirige su ópera prima, Salto al vacío, que es la historia de
Alex, interpretada por Najwa Nimri, que forma con tres amigos una banda
delictiva y que trafica con armas y drogas. Estamos en pleno efecto de la
reconversión que ha dejado sin empleo a miles de trabajadores que ya vienen a
su vez de una crisis profunda. El grupo de Alex es violento, pero más que por
las acciones que acometen, que también, lo es porque cada uno de ellos lleva
una enorme violencia dentro de sí, una violencia formada por frustración, desesperanza,
desasosiego e impotencia. No se enfrentan contra la sociedad, contra el
(des)orden del mundo, sino contra sus propias vidas y su destino, lanzan uno y
mil exabruptos contra un Dios que apenas es una mención para ellos como signo
de que su rebelión es sobre todo interior y estéril.
Ese aparente orden de los
polígonos, las grandes fábricas, los almacenes y tinglados oculta, en el fondo,
algo obscuro y tenebroso, un lado obscuro que todos tenemos y que vemos
reflejado en nuestros entornos industriales. Tal vez sea eso lo que añoramos
del paisaje industrial. Cuando la sociedad ha cambiado tanto, o eso creemos,
cuando la sociedad postindustrial se decanta por los servicios, por otros tipos
de empleos, creemos ver ese orden tenebroso en los restos de las naves
industriales. Aunque quizá todo el horror se haya a su vez reconvertido y nos
envuelve del mismo modo angustioso, sin sentido ni futuro.
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