Siguiendo con el
quincuagésimo aniversario del mayo francés, habría que plantearse si debiéramos
analizar los procesos colectivos, también los individuales (aunque esto último
sería otro tema), según los resultados o según el esfuerzo comprometido en los
mismos, con independencia de cómo hubiesen acabado. Claro que tampoco podemos
afirmar de un modo rotundo que tales procesos acaben siempre bien o mal, hay
matizaciones, hay grises interpuestos que variarán en gran medida las
valoraciones. En este sentido, las revueltas del 68 no transformaron la
sociedad en un sentido revolucionario estricto, luxemburguiano, no se rompieron
las relaciones sociales capitalistas, siguen hoy campando a sus anchas por la
falta de alternativas. Pero sí que aquellas revueltas supusieron un cambio en
las costumbres y en las concepciones críticas de muchas estructuras que siguen
vigentes, sí, aunque comienzan su declive, como el patriarcado. Las cosas no
ocurren porque sí, y por ello sin duda las amplias movilizaciones feministas
que vemos este año en España no se hubieran producido si hace cincuenta años no
hubiera habido ese mayo del sesenta y ocho, del mismo modo que sus revueltas
tampoco se hubiesen producido sin la labor previa de las sufragistas. Los
procesos, a todas luces, son acumulativos.
Pero aceptemos que los
procesos a veces fracasan, salen mal o simplemente se diluyen, se rinden. Es
verdad que a veces el precio a pagar es alto, exagerado en algunos casos, como
con el lamentable precio en vidas humanas en la URSS, en la China de Mao, en la
Albania enverhoxista, incluso en la
actual Nicaragua, gobernada por el FSLN, nada menos. Las experiencias de toma
de poder parecen condenadas al fiasco, cuando no a una tiranía brutal. Lo cual
nos obliga por lo menos a tener en cuenta las propuestas de John Holloway para cambiar el mundo sin tomar el poder. En
cierto modo mayo del sesenta y ocho fue un poco eso: una forma de cambiar las
cosas sin la toma del poder, sin tan siquiera destruir los modelos existentes.
No se acabó con el capitalismo, no se hundió el autoritarismo estalinista, pero
se introdujeron cambios en las costumbres, en las mentalidades y en los modos
de actuar colectivos. Ya fue un cambio.
Pero hay otra mirada
posible de aquel intento de cambio del mundo, la que afectó a sus
intervinientes, la que modificó la mentalidad individual de quienes formaron
parte de aquellos intentos de cambio. Puede parecer un poco extraño, incluso
una cesión absoluta a un sistema tan individualizador como el actual, plantear
observar los procesos colectivos desde la individualidad absoluta, a partir de
lo que significaron los procesos en cada persona, pero al fin y al cabo lo
colectivo es personal y lo personal es colectivo, lo podríamos articular así,
aunque no siempre es fácil mantener un mínimo equilibrio entre ambos, entre la
persona y la comunidad, parece que siempre uno de los dos acaba afectado cuando
domina lo colectivo o se impone la individualidad más absoluta.
Joaquím Jordà logró, no
obstante, reflejarlo en dos documentales con veinticinco años de distancia
sobre un mismo colectivo de personas. En 1980 presentó un primer documental, Numax presenta, sobre una experiencia de
colectivización obrera que llevó a cabo un grupo de trabajadores en una
fábrica de electrodomésticos cuyos propietarios pretendían cerrar tras una
profunda crisis. Los trabajadores, muchos de ellos militantes en diversas
corrientes políticas y sociales provenientes del mayo sesentayochista, otros en cambio sin grandes planteamientos de vida
colectiva, decidieron no esperar a que las soluciones vinieran de fuera, de la
revolución, del Estado, del propio capital, y se hicieron cargo de la fábrica,
al fin y al cabo eran ellos los que sacaban adelante el trabajo, los que
conocían realmente los entresijos de la empresa.
La experiencia apenas
duró dos años. La crisis del momento, el poco interés que ya se apuntaba por
cambiar realmente las cosas, incluso por parte de la izquierda del país, más
atenta a los cambios institucionales de la Transición que a los proyectos de cambio
social, algunos en marcha, como el de Numax, la sensación de que toda
revolución era inviable, no era el momento, no era posible, la dura competencia
que el tejido industrial y económico ejerció para que fracasara ese tipo de
modelos de trabajo, incluso una clase trabajadora que tampoco estaba en su
conjunto por ese tipo de proyectos alternativos, mero aventurismo que ponía en
peligro, tal vez, los derechos ganados hasta el momento, todo ello creó un muro
de realidades que hizo tambalear la experiencia. En 1980 los trabajadores
decidieron cerrar Numax y gastarse lo que quedaba de capital social en el
documental de Joaquím Jordà.
Este director de cine y
documentalista, uno de los fundadores de la Escuela de Barcelona, tuvo mientras
grababa su cinta la idea de poder reunir de nuevo a un grupo de aquellos
trabajadores veinte años después y saber cómo habían evolucionado y si habían
mantenido su propósito de no volver a ser explotados de nuevo. Este nuevo
proyecto se materializó veinticinco años después, en 2005, y fue la segunda
parte de Numax presenta, esta vez con
el título de Veinte año no es nada.
El resultado fue una
diversidad de situaciones, tal vez un reflejo de lo que ocurrió con quienes
participaron en aquellas revueltas sesentayochistas,
hubo quienes continuaron la vida, adaptándose a los tiempos, trabajando por su
cuenta, tal vez para otros pero sin dejarse avasallar, hubo quienes quedaron
también fuera del sistema, víctimas dobles, del sistema capitalista y tal vez
también de la utopía. En todo caso, todos coincidieron en cómo les marcó
aquella época y su propia experiencia, aunque no saliera como esperaban, aunque
fracasaran en términos sociales y chocaran con la imposibilidad de un mundo
diferente. Pero lo intentaron, las cosas tal vez hubieran podido ser distintas,
hubieran podido hacerlo mejor o de otro modo, pero les quedó eso, la
satisfacción del intento, de no haberse quedado al margen, de haber vivido al
fin.
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