domingo, 6 de mayo de 2018

«Veinte años no es nada», de Joaquím Jordà


Siguiendo con el quincuagésimo aniversario del mayo francés, habría que plantearse si debiéramos analizar los procesos colectivos, también los individuales (aunque esto último sería otro tema), según los resultados o según el esfuerzo comprometido en los mismos, con independencia de cómo hubiesen acabado. Claro que tampoco podemos afirmar de un modo rotundo que tales procesos acaben siempre bien o mal, hay matizaciones, hay grises interpuestos que variarán en gran medida las valoraciones. En este sentido, las revueltas del 68 no transformaron la sociedad en un sentido revolucionario estricto, luxemburguiano, no se rompieron las relaciones sociales capitalistas, siguen hoy campando a sus anchas por la falta de alternativas. Pero sí que aquellas revueltas supusieron un cambio en las costumbres y en las concepciones críticas de muchas estructuras que siguen vigentes, sí, aunque comienzan su declive, como el patriarcado. Las cosas no ocurren porque sí, y por ello sin duda las amplias movilizaciones feministas que vemos este año en España no se hubieran producido si hace cincuenta años no hubiera habido ese mayo del sesenta y ocho, del mismo modo que sus revueltas tampoco se hubiesen producido sin la labor previa de las sufragistas. Los procesos, a todas luces, son acumulativos.

Pero aceptemos que los procesos a veces fracasan, salen mal o simplemente se diluyen, se rinden. Es verdad que a veces el precio a pagar es alto, exagerado en algunos casos, como con el lamentable precio en vidas humanas en la URSS, en la China de Mao, en la Albania enverhoxista, incluso en la actual Nicaragua, gobernada por el FSLN, nada menos. Las experiencias de toma de poder parecen condenadas al fiasco, cuando no a una tiranía brutal. Lo cual nos obliga por lo menos a tener en cuenta las propuestas de John Holloway para cambiar el mundo sin tomar el poder. En cierto modo mayo del sesenta y ocho fue un poco eso: una forma de cambiar las cosas sin la toma del poder, sin tan siquiera destruir los modelos existentes. No se acabó con el capitalismo, no se hundió el autoritarismo estalinista, pero se introdujeron cambios en las costumbres, en las mentalidades y en los modos de actuar colectivos. Ya fue un cambio.

Pero hay otra mirada posible de aquel intento de cambio del mundo, la que afectó a sus intervinientes, la que modificó la mentalidad individual de quienes formaron parte de aquellos intentos de cambio. Puede parecer un poco extraño, incluso una cesión absoluta a un sistema tan individualizador como el actual, plantear observar los procesos colectivos desde la individualidad absoluta, a partir de lo que significaron los procesos en cada persona, pero al fin y al cabo lo colectivo es personal y lo personal es colectivo, lo podríamos articular así, aunque no siempre es fácil mantener un mínimo equilibrio entre ambos, entre la persona y la comunidad, parece que siempre uno de los dos acaba afectado cuando domina lo colectivo o se impone la individualidad más absoluta.

Joaquím Jordà logró, no obstante, reflejarlo en dos documentales con veinticinco años de distancia sobre un mismo colectivo de personas. En 1980 presentó un primer documental, Numax presenta, sobre una experiencia de colectivización obrera que llevó a cabo un grupo de trabajadores en una fábrica de electrodomésticos cuyos propietarios pretendían cerrar tras una profunda crisis. Los trabajadores, muchos de ellos militantes en diversas corrientes políticas y sociales provenientes del mayo sesentayochista, otros en cambio sin grandes planteamientos de vida colectiva, decidieron no esperar a que las soluciones vinieran de fuera, de la revolución, del Estado, del propio capital, y se hicieron cargo de la fábrica, al fin y al cabo eran ellos los que sacaban adelante el trabajo, los que conocían realmente los entresijos de la empresa.

La experiencia apenas duró dos años. La crisis del momento, el poco interés que ya se apuntaba por cambiar realmente las cosas, incluso por parte de la izquierda del país, más atenta a los cambios institucionales de la Transición que a los proyectos de cambio social, algunos en marcha, como el de Numax, la sensación de que toda revolución era inviable, no era el momento, no era posible, la dura competencia que el tejido industrial y económico ejerció para que fracasara ese tipo de modelos de trabajo, incluso una clase trabajadora que tampoco estaba en su conjunto por ese tipo de proyectos alternativos, mero aventurismo que ponía en peligro, tal vez, los derechos ganados hasta el momento, todo ello creó un muro de realidades que hizo tambalear la experiencia. En 1980 los trabajadores decidieron cerrar Numax y gastarse lo que quedaba de capital social en el documental de Joaquím Jordà.

Este director de cine y documentalista, uno de los fundadores de la Escuela de Barcelona, tuvo mientras grababa su cinta la idea de poder reunir de nuevo a un grupo de aquellos trabajadores veinte años después y saber cómo habían evolucionado y si habían mantenido su propósito de no volver a ser explotados de nuevo. Este nuevo proyecto se materializó veinticinco años después, en 2005, y fue la segunda parte de Numax presenta, esta vez con el título de Veinte año no es nada.

El resultado fue una diversidad de situaciones, tal vez un reflejo de lo que ocurrió con quienes participaron en aquellas revueltas sesentayochistas, hubo quienes continuaron la vida, adaptándose a los tiempos, trabajando por su cuenta, tal vez para otros pero sin dejarse avasallar, hubo quienes quedaron también fuera del sistema, víctimas dobles, del sistema capitalista y tal vez también de la utopía. En todo caso, todos coincidieron en cómo les marcó aquella época y su propia experiencia, aunque no saliera como esperaban, aunque fracasaran en términos sociales y chocaran con la imposibilidad de un mundo diferente. Pero lo intentaron, las cosas tal vez hubieran podido ser distintas, hubieran podido hacerlo mejor o de otro modo, pero les quedó eso, la satisfacción del intento, de no haberse quedado al margen, de haber vivido al fin.

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