Fue
apenas una anécdota. Pero no pasó desapercibida. Jorge Luis Borges, que hasta
ese día, un invernal lunes de julio en Argentina, nunca había presenciado un proceso
judicial, acudió a la sesión correspondiente del Juicio a las Juntas. Contaría
luego su intención de no volver a asistir a ninguna más, que bastante tuvo con lo
escuchado en ella, afirmó incluso que desearía olvidarlo por completo. Apenas
visible entre el público, aunque era imposible que el gran escritor pasara
desapercibido, su rostro era de sobras conocido, en Argentina y en todo el
mundo, escuchó la declaración de un testigo, Víctor Melchor Basterra, que fue
detenido y torturado en la Escuela de Mecánica de la Armada.
Cuentan
las crónicas de la época que el obrero gráfico habló de un modo un tanto
impasible y desapasionado, aunque fue la declaración más larga de todo el
proceso. Quizá era una forma de distanciarse con lo que le había ocurrido, con
aquel horror que sufrió él a la par que miles de personas entre 1976 y 1983,
siete años de dictadura militar, de guerra contra la insurgencia, dijeron, el
Proceso de Reorganización Nacional lo llamaron. Puro terrorismo de Estado, con
miles de detenidos torturados, sin garantías procesales, sin salvaguarda de sus
derechos mínimos, con cientos de desaparecidos, asesinados, con parte de la
población aterrorizada mientras que otra jaleaba a las juntas militares,
defensa del orden, dijeron, y una gran mayoría guardaba silencio, atemorizada,
o miraba hacia otro lado, como si todo aquello no fuera con ella.
Jorge
Luis Borges escuchó la descripción de la tortura contada con parsimonia. Sin
duda, sintió asco, impresionado porque todo aquello hubiera podido pasar en su
país, en su ciudad, a la vuelta de la esquina, en cualquiera de los rincones de
Argentina.
El
juicio a las Juntas se celebró en 1985, dos años después del final de la
dictadura, bajo la presidencia de Raúl Ricardo Alfonsín. Fue el proceso
judicial más importante de Argentina en toda su historia y se comparó incluso
con los Juicios de Nuremberg, con la diferencia de que no era la comunidad
internacional quien lo promovió, sino las propias instituciones democráticas
del país, no sin problemas, no sin amenazas, con la posibilidad de que el
ejército, cuestionado, reaccionara ante lo que muchos de sus mandos calificaron
de ignominia, al fin y al cabo consideraban su Proceso de Reorganización
Nacional un acto de salvamiento nacional.
En
2022 el director de cine Santiago Mitre presentó en el Festival de Venecia la
película Argentina, 1985, en la que se cuenta el proceso desde la gesta
de Julio César Strassera, el fiscal del juicio, interpretado por Ricardo Darín.
La cinta describe las muchas dudas habidas acerca de la viabilidad del proceso,
la tensión con que el equipo del Fiscal llevó a cabo su labor de recopilar las
pruebas, las amenazas que recibieron todos ellos, la superación de las trabas
que hubo. No está exenta la cinta de ciertos momentos emotivos, épicos, tal vez
tópicos, aunque muestra a todas luces esa catarsis colectiva que hubo en torno
al juicio.
En
la película no se cuenta la presencia de Jorge Luis Borges durante el proceso,
como tampoco se habla de la Comisión Nacional sobre la Desaparición de
Personas, presidida por otro escritor, Ernesto Sábato, aunque sí se alude al
título del informe, que se empleó como lema: Nunca Más. Por otro lado,
la cinta no elude un tema polémico, un tanto ingrato, aunque pasa por ello con
cierta sinuosidad: el silencio social ante la dictadura, pero sobre todo ante
la flagrante vulneración de los derechos humanos. Vemos en la película como
Strassera se altera cuando un interlocutor menciona esa actitud hasta cierto punto
cómplice, la de quienes apoyaron la dictadura, las familias patricias porque
vieron peligrar sus privilegios, una parte de la clase media porque quería
orden, la de una mayoría que simplemente no hicieron nada, salvo que tuvieran
entre los detenidos o los desaparecidos a personas cercanas. El propio fiscal,
pieza clave del sistema judicial, se siente aludido por el comentario, casi un
reproche. Su desagrado por las palabras de su interlocutor evidencia no poca
culpabilidad por su silencio.
El
propio Borges, afectado por lo escuchado en el juicio de 1985, tampoco dijo
nada durante los años de dictadura. Incluso, en 1976, recibía en el Chile de Pinochet
un doctorado honoris causa.
Claro
que no podemos olvidar que, en plena dictadura, mientras se torturaba y se
asesinaba de manera impune, se celebraba en Argentina, el año 1978, un Mundial
de Fútbol en el que participaban varios países de Europa Occidental, una España
en proceso de democratización entre ellos, y dos países del Bloque del Este,
entre otros. Se aplicó sin duda el criterio que hoy se vuelve a emplear con relación
a Israel de no juntar deporte y política, si es que podemos considerar la
vulneración del derecho a la integridad física y a la vida cuestión política.
Pero
tampoco fue una característica única de Argentina. Ahí está la Alemania nazi
donde también el silencio fue un clamor, roto por algunos sectores cada vez más
minoritarios. En la Francia ocupada hubo incluso un nombre, les collabos
o collaborationnistes, que cumplieron con la orden del Mariscal Pétain
dada el 30 de octubre de 1940 de colaborar con el nazismo, por no hablar de la
pasividad del PCF durante la aplicación del Pacto Ribbentrop-Mólotov, roto
cuando Alemania atacó a la URSS. Lo podemos extender a cualquier otra dictadura
que en el mundo haya habido, España incluida.
Consta
sin embargo en el haber de Argentina que dos años después de acabada la dictadura
se celebrase un juicio contra los máximos responsables de la misma. No cabe duda
de que muchos torturadores y colaboradores necesarios de aquella necropolítica
quedaron impunes, pero es mucho más que lo habido en España, sin ir más lejos,
donde se aplicó un pacto de silencio durante la transición. Consenso lo
llamaron.
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