viernes, 28 de noviembre de 2025

Las Moiras en las Ramblas

 


A pesar de su rostro serio e impasible, a veces da la impresión de que las Moiras tejen el destino de los seres humanos no sin socarronería. Consiguen en no pocas ocasiones que los actos coincidan de un modo tal que tienden a interpretaciones cuando menos grotescas. Pero quizá todo sea mera burla, una chirigota que busca desconcertar, quien sabe si confundir. O en última instancia confrontarnos con lo absurdo de la realidad.

O tal vez lo que procuran las tres Moiras es que, al tejer y mostrar las costuras, cuestionemos las certezas y seguridades construidas a golpe de clichés con que mantener el desorden del mundo. Que al final comprobemos, como dejó claro Lampedusa al establecer la regla de oro del quehacer político, que todo cambió para que nada cambiase en realidad, y así lo esencial perdurase.

Este año, a pocas semanas ya de su final, conmemoramos el quincuagésimo aniversario de la muerte del dictador Franco y estaba previsto que dicha fecha fuera objeto de rememoración, análisis y reflexión. Salieron libros, documentales, series y ficciones que nos exponían los hechos asumidos oficialmente como el proceso inevitable con que se fijaron las bases de la actual democracia. Otra vez se nos iba a mostrar, después de unos años de cuestionamiento del discurso complaciente, la elogiada transición como acto supremo de superación de confrontaciones seculares, como ejemplo y prototipo para la restauración y el avance. De la ley a la ley, tal como indica la fórmula que se empleó en su momento para reforzar aquel modelo de reconciliación.

Sin embargo, los cincuenta años han llegado en un ambiente caldeado que lo llena todo, hasta el punto de que nos asomamos a la fecha redonda no sin la sensación de asomarnos en realidad a un abismo. Pero además el caprichoso destino ha querido que la conmemoración del final de la dictadura coincida con el inicio del juicio al clan de los Pujol y con nuevos casos de corrupción que afectan esta vez al principal partido gobernante.

Lo de la corrupción parece ya a estas alturas fatalidad y sino de un país y de unos tiempos que se mantienen a golpe de talonario, comisiones y negocios realizados en reservados discretos y opacos, aunque en realidad, muchas veces, a sabiendas del público general. No todos son iguales, sin duda, pero todos tienen al mismo tiempo mucho que guardar discretamente.

Pero lo de Jordi Pujol posee otra enjundia. Porque fue una de las figuras claves de aquella transición modélica, el hombre que ganó las elecciones del 20 de marzo de 1980, las primeras elecciones a la Generalitat tras la dictadura, uno de los constructores de la nueva España, nacionalista —catalanista más bien— no independentista, próximo al moderno empresariado catalán, uno de los suyos además, hijo de la parte de España más europea, más avanzada, más culta, con una cultura política propia, con una capital activa y bohemia.

Venció con una coalición, CiU, formada por CDC, el partido que él mismo contribuyó a crear, y UDC, un partido democristiano creado en 1931, partido histórico del catalanismo político, junto a ERC. Nada tenía que ver con la derecha española mayoritariamente vinculada al franquismo, la de los tecnócratas reconvertidos en demócratas de toda la vida, y gustaba de la compañía del PNV, otra organización histórica, socialcristiana, sería y durante lustros enfrentados a una situación de enorme tensión en la Comunidad Autónoma Vasca y en Navarra, así que ninguno de los dirigentes jelkides le podía hacer sombra a la nueva estrella de la gestión pública, al hombre de Estado, aunque su nación no tuviera uno, pero que supo convertir el español en su campo político, con su seny particular para dialogar, negociar y pactar para mayor gloria de la prosperidad común.

No obstante, Robert Louis Stevenson nos mostró en El extraño caso del Dr. Jekill y M. Hyde la dualidad de la naturaleza de cada uno de nosotros: somos en realidad, con mayor o menor intensidad, seres divididos y puede que contradictorios.

El que fuera durante años, de 1980 a 2003 nada menos, President de la Generalitat y llevara el título de Molt Honorable está siendo juzgado por ocultación patrimonial, pero además pesan sobre él numerosos casos de corrupción, un sistema de corruptelas y comisiones varias, de clientelismo que convirtió la institución en una ventanilla única en el que fructificaron operaciones varias para provecho de su propia familia y asociados. El hombre que facilitaba la gobernanza del Estado, que pasaba por ser un político astuto, esa astucia considerada una virtud en la Grecia clásica, la característica principal de Ulises, era al mismo tiempo el feliz padre de familia que favorecía la hacienda propia y la nación, tal vez sin saber colocar la línea que dividiesen los intereses de país de los propios.



Como estamos constantemente reescribiendo la historia, resulta que toda esa acción del Clan de los Pujol era sabida por todos. O al menos por quienes se ocupaban de la cosa pública y aledaños. Hubo incluso, parece ser, quien advirtió al Pater familiae de que tuviera cuidado con algunos de los hijos, que habían crecido y les costaba guardar las formas. Rumores en todo caso. Y según los afines simples ataques a la nación. En todo caso, los elogios predominaban en la época. Hubo que esperar a su caída en desgracia para comenzar a verlo de otra manera.

Hay una anécdota de esas que pasan por ser esclarecedoras: en 1988, al salir en su coche oficial de un acto público en Santa Coloma de Gramenet, se topó con una protesta vecinal. Algunos de los presentes lanzaron piedras contra los coches del Presidente y de sus escoltas. Los vehículos se pararon y las cámaras grabaron como el dirigente catalán afeaba la actitud del manifestante que había lanzado la piedra contra su vehículo y le lanzaba una filípica a la que el pobre hombre atendía con cara compungida y signos evidentes de arrepentimiento ante aquel padre de la nación que no presentó denuncia, que pedía respeto a su cargo y civilidad. Se elogió el gesto como la prueba del talante del político en cuestión. En 2016, Jordi Pujol volvió a Santa Coloma de Gramenet, esta vez sin su cargo público y con el reconocimiento de cierta ocultación patrimonial en paraísos fiscales, uno más de los tejemanejes que iban saliendo a la luz. Esta vez fue él quien recibió de un ciudadano una filípica, sin que pudiera replicar nada, en silencio, quien sabe si arrepentido.

Ahora le vemos asistir al juicio contra él y sus siete hijos, por medio de videoconferencia debido a problemas de salud y contemplamos su rostro, la de un anciano débil que parece no comprender lo que le está sucediendo.

Lo que pasó después de su mandato en la historia local es de todos conocidos. Por lo demás, cincuenta años después de la muerte del dictador muchas glorias de antaño se han diluido forzosamente en los ácidos de la realidad. La transición española ha perdido mucho encanto ejemplificante. La corrupción es lo cotidiano, desde hace tiempo, además. Tampoco la Cataluña post-Pujol es lo que era antes de su gobierno. Una nueva voz parece recoger la antorcha del pujolismo y del proceso que le siguió, la voz de una mujer que clama contra lo extraño a la nación milenaria y que alardea de no haber salido del país y casi de su comarca.

viernes, 14 de noviembre de 2025

Decadencia

 


La muerte del patriarca de la familia, Everett Lighthouse, y su reparto estrafalario de la herencia provocan una convulsión tremenda. El antiguo miembro del servicio colonial británico que sirvió en Tanganica era a todas luces consciente en el momento de su muerte, a pesar de la senilidad y sus efectos, de los secretos y la sordidez del grupo familiar, formado por su esposa ya fallecida, los cuatro hijos, dos hombres y dos mujeres, sus esposas y esposos respectivos, sus nietas y la antigua sirvienta, Asha, africana, que acompaña a la familia, junto a su hija Amina, a la metrópoli cuando la colonia inicia su proceso de independencia. Ambas son al fin y al cabo parte de la familia, se les dice con una constancia que tiene mucho de retintín, de frase hecha sin ya contenido.

Todos ellos asisten a su vez a lo que también conocen de sobra, a una decadencia familiar con sus secretos que van saliendo a la luz, sus miserias y vicios no tan ocultos, su excentricidad, sus reproches constantes devenidos en rencores más que evidentes. Todo ello nos lo describe la escritora Berna González Harbour en su novela Qué fue de los Lighthouse, una novela de personajes fuertes, bien definidos, un relato intenso de relaciones familiares, pero también una historia inmersa en un contexto social, el de un país, Gran Bretaña, que vive de forma paralela a la de esta familia su propia decadencia tremenda.

Porque tan presente como la hecatombe doméstica intuida por el eminente científico fallecido lo está también, bien palpable en todo el texto, la crisis de un país que se halla durante el tiempo de la historia en pleno debate sobre su pertenencia o no a la Unión Europea, a punto de celebrarse un referéndum sobre el tema, un proceso que ha pasado a la historia como el Brexit y que en gran medida es el reflejo también de un estado calamitoso del país. Todo se viene abajo, el sistema hospitalario, los transportes públicos, el bienestar de la población que se ha empobrecido a pasos agigantados, la convivencia entre las comunidades que residen en las Islas.

De este modo, la decadencia británica es también parte de la trama de la novela. El país que fue el gran imperio colonial, cuya misión era civilizar el mundo, aportar a tantos rincones del planeta el racionalismo, la ciencia, la imposición en definitiva de un modelo de vida superior, el que representaban las clases altas británicas, tan refinadas ellas, con la longeva reina a su cabeza, muestra ahora su fachada más indecorosa, su peor rostro, una crisis social que no es de este momento ni de hace unos pocos años, cuando ocurren los hechos del libro, sino que se inicia antes, en los tiempos tal vez del gobierno Thatcher, cuando tanto se habló del imperio, ya con una cierta nostalgia que reflejaba, que refleja, que aquel momento ya pasó y se busca vivir de rentas para no tener que ver la realidad tan decadente de hogaño.

Sin duda podemos pensar que siempre que se recurre al pasado glorioso, en Gran Bretaña o en cualquier otro país, a la épica de los buenos tiempos, cuando éramos los mejores, cuando nos admiraban en el mundo entero, cuando marcábamos las diferencias evidentes y éramos el ejemplo, el faro y la guía de la gobernanza y la cultura, cuando se reafirma ese discurso del hecho diferencial y se pretende afianzar que toda esa gloria se mantiene es porque el presente, al fin, deja mucho que desear.



Ocurre también cuando se habla del jardín europeo, faro civilizatorio todo el continente, o de la grandiosidad, la grandeur, de cualquiera de sus partes, todas ellas con el tema recurrente de lo que fueron, de lo que pretenden todavía ser. Pero la verdad es que ese discurso épico de las viejas glorias y de los hechos diferenciales da pábulos a opciones políticas sin más contenido ni base que esa nostalgia de lo que fueron, sin atrever a mirar sus realidades actuales, cada una la suya, ni siquiera discernir lo que son tales sociedades hoy.  Podemos aplicarlo a Europa, a Francia, a España, donde volvemos a escuchar las evocaciones del pasado por unas organizaciones que no saben siquiera cómo funciona un Estado moderno, a Cataluña, donde hoy recoge la antorcha del hecho diferencial y la cultura política diferente, la herencia del procès, un partido xenófobo sin más contenido que mantener el discurso del nosotros y el ellos, la épica de una reconquista sin más palabrería que el mero simplismo.

Es aplicable el discurso a otros lugares, la Rusia que vive también de viejas glorias, al actual Imperio de imperios, unos Estados Unidos que pavonean de un modo burdo su grandeza con aires de actor histriónico.

Claro que ese pasado glorioso no lo era tanto en realidad, en ninguno de los casos, sólo hay un cierto barniz que le aporta el paso del tiempo. Porque en el fondo los tiempos excelsos ocultan no pocos claroscuros, lo vemos en la propia novela de Berna González Harbour, donde hubo que destruir tantos documentos que escondían una gestión espeluznante, despiadada y violenta, basada en la ocultación y la fuerza, pero lo podemos también llamar en otros casos corrupción, colaboración, clanes políticos que tras las palabras ampulosas escondían a veces la mayor cutrez posible.

Nadie está a salvo de esta realidad que pretende esconder bajo la alfombra la más absoluta depravación. La Historia es también la historia de las miserias ocultas.