miércoles, 13 de agosto de 2025

Abolengos

 


La noble familia de los Santos de Molina veía restringirse su opulencia colonial, tal como nos cuenta Julio Ramón Ribeyro al inicio de su relato El marqués y los gavilanes. Familia con raigambre, no en vano descienden de Cristóbal Santos de Molina, cuarto Virrey del Perú, pierden no obstante hacienda y prerrogativas. A todas luces el Virreinato es cosa del pasado, Perú es ya una república y a mediados del siglo XX el país se incorpora plenamente al capitalismo latinoamericano, y por ende mundial, con profundos cambios sociales y políticos en los que su pomposo apellido guarda, sí, ese abolengo de antaño, pero ya sin la ralea que entraña tener atrás un imperio.

Manda el pragmatismo y el clan es consciente de que para que todo siga igual en el juego de las relaciones de poder es necesario que todo cambie, sabio consejo formulado en El Gatopardo por Tancredi Falconeri a su tío, el viejo Príncipe de Salina. Así que los Santos de Molina, tal vez sin conocer la novela de Giuseppe Tomasi de Lampedusa, se incorporan al mundo de los negocios, a las especulaciones bursátiles e incluso adoptan las nuevas modas de un mundo cambiante, al menos en las formas.

No obstante, Diego Santos de Molina no parece adaptarse a dichos cambios. Retirado en la Casona de la calle Amargura, mansión que se caía de puro viejo, «rodeado de daguerrotipos y pergaminos», el viejo solterón de la familia no entiende ni quiere entender los oscuros mecanismos del poder y el dinero, sigue anclado en las glorias de las raíces ancestrales a las que se dedica por medio de genealogías y de la lectura obsesiva de las memorias de Saint-Simon. Lo suyo es el honor y la honra de aquel Siglo de Oro que lo fue en ambas orillas.

Una tarde acude al bar del Hotel Bolívar, donde tenía por costumbre leer la prensa, el ABC y el Times, en una mesa reservada, siempre la misma, y quizá también se reúna ahí con alguna amistad de su tertulia de laureados señores poseedores de las mismas ínfulas aristocráticas que las suyas, pero descubre con horror que la mesa, su mesa, estaba ya ocupada por tres miembros de la alta burguesía. De los tres destaca don Fernando Gavilán y Aliaga, que pertenece al clan burgués por excelencia que domina las finanzas, la banca, la política, el generalato, la universidad y la vida social y deportiva en aquella Lima de gente bien, de individuos pudientes y acomodados que emplean con deleite especial la palabra progreso.

A partir de allí se inicia una guerra de don Diego Santos de Molina contra Fernando Gavilán y Aliaga, que pronto, en la cabeza del marqués, se vuelve un choque a muerte entre las dos familias, que incluye a los vivos, pero también a los muertos, a los ancestros, a la raigambre del clan propio enfrentado a esos advenedizos de obscuros orígenes.



No es raro encontrar a personas que, en algún momento, acuden a las glorias de los antepasados para reclamar o legitimar su superioridad moral. «Cuando los tuyos eran unos muertos de hambre, los míos…». Poco importa que se hable desde el más rancio conservadurismo o desde ciertas actitudes progresistas, en algún momento brota esta supremacía de la sangre que sitúa a cada cual en su lugar.

Cuando esta concepción es colectiva, entonces nos enfrentamos a un supremacismo colectivo o nacional que distorsiona todavía más la realidad. Porque el abolengo patrio requiere entonces de cierta épica, el nosotros se vuelve un nosotros ideal, idealizado, y si hay que exagerarlo, se exagera. Nosotros somos diferentes, tenemos un origen distinto, poseemos una cultura política propia, característica. Son formas de decir que somos mejores que el vecino. Sirve para discutir las relaciones de un pueblo con el Estado, cuando hay fricciones al respecto, fricciones no violentas, no represivas, a cuyas víctimas se comparan para oprobio de los pueblos realmente oprimidos, o para acudir a las raíces enaltecedoras para reprocharle a los extranjeros que contaminen el ideal patrio cuando intentan vivir más allá del trabajo precario que les corresponde.

Es esto lo que lleva a Diego Santos de Molina a escandalizarse porque el descendiente de un carnicero de Monterrey pretenda ocupar el lugar que su clan posee por mérito de sangre. A veces se llega al ridículo con esta actitud. Celebrar una festividad musulmana ensombrece las raíces propias, lo que somos, la nación que hemos constituido. Poco importa que la región en cuestión se haya conformado y construido su identidad, en buena medida, también con el aporte de los ancestros de esas personas que pretenden cumplir con sus ritos, sin exigirnos participar en ellos, como tampoco nos lo exigen otros credos que ocupan el espacio público, simplemente hacen su vida. Hay quien plantea incluso, igual que don Diego, que poco importa la valía del contrincante devenido enemigo: su presencia es una amenaza, un insulto, una aberración. No hay que tener en cuenta los beneficios económicos que aporten, lo importante es la dimensión moral y la mancha en la honorabilidad propia.

De paso, los muertos de hambre propios, los que pertenecen a la nación afligida por la presencia ajena, pueden ascender un escalón, verse por encima de otros, acusarles de sus males. Sin darse cuenta quizá de que el problema venga de la propia escala social, de los peldaños y gradas supriores, donde los marqueses y los gavilanes juegan a la pureza de sangre porque no tienen que preocuparse del día al día.

viernes, 1 de agosto de 2025

El taxista ful

 


«Que la vida sea esto no puede ser». Es la conclusión a la que llega José, el hombre que se apropia de taxis por la noche para trabajar unas horas y así mantener a su familia. Lo vemos apesadumbrado al volante, conduciendo por una Barcelona despreocupada de su situación. Es consciente de su anomalía. Desde los catorce años ha tenido que trabajar, ganarse la vida, según la expresión que la asocia con el trabajo, con lo productivo, con ese entramado de relaciones de poder y de mercado en este capitalismo tardío que padecemos. De pronto, en la cincuentena, se encuentra en la periferia de esa vida, sin empleo, culpable de no llevar a ojos de la sociedad el comportamiento adecuado que se espera de él.

Su situación social desemboca en un profundo malestar, se encamina hacia la depresión, hacia un mal que deja de ser social para volverse individual. Porque la enfermedad, nos dicen, la del cuerpo o la del alma, es siempre cosa de uno mismo.

Pero a él estas disquisiciones le son ajenas, lo único que quiere es vivir y llevar una vida normal. Se lo cuenta al abogado, porque al final se descubren sus tejemanejes nocturnos, que se lleva los taxis por unas horas, y poco importa que los devuelva a su sitio al amanecer y que incluso deje un dinero como compensación por el uso y la gasolina. No es lo establecido. La anomalía se le vuelve un nudo en el estómago. Le acusan de robo. Puede ir a la cárcel. No ha cumplido ni con la sociedad, cualquier cosa que sea esto de la sociedad, ni con su familia, ni consigo mismo. Todo el peso recae sobre su persona. Tal estado de cosas le produce desasosiego. A pesar de Marc, que le acompaña en su peregrinaje existencial y que intenta darle la vuelta a su comprensión del mundo, que se vea no como un ser para el trabajo, sino un ser por sí mismo. A pesar del abogado que le habla de la repercusión política de su gesto radical, de la estrategia de defensa que parte de su condición de delincuente político. José no entiende nada. Sólo quiere vivir, todo lo demás le supera, no lo comprende, no logra entrever que lo suyo es también un tema social, se enfrenta en la más absoluta de las soledades, que cada cual aguante su vela, es lo que al fin se dice, ya no hay vínculos de clase ni de ningún tipo, aunque intuye también lo que dice al principio de la cinta, sin ser del todo consciente de lo que significa, que no puede ser que la vida sea esto. Aunque no sepa en absoluto lo que pueda ser la vida.

Esta es la trama de El taxista ful, el relato de este impoder que siente su protagonista, según el concepto acuñado por Artaud, impouvoir, ese proceso de pérdida de sí y de expoliación del mundo al que la vida nos somete. José, a través de Marc, se vincula con una red de personas que combaten el sinsentido de esta realidad, que cuestionan el desorden de este mundo a partir de poner en duda conceptos asumidos: el trabajo, el dinero, la libertad, la vida. Sigue sin entender nada de lo que le dicen. No es tampoco una posición, la de esa red, muy extendida. No es fácil romper el espejo en el que hemos estado siempre reflejados. Resulta difícil cambiar los valores, los principios, las miradas. La normalidad es al fin como esa canilla que gotea permanentemente y que vemos varias veces al principio de la película, marcando el ritmo constante de la cotidianidad.

Jo Sol realizó esta película en 2005. Era una cinta que se encuadra en ese cine urgente que intenta hacerse eco de tantas situaciones complicadas. Hay que recordar que el cambio de siglo estuvo precedido por un momento de indecisión. La caída definitiva del estalinismo, consecuencia de una estructura entumecida que no había contribuido en absoluto a la emancipación de la clase trabajadora, estancada durante lustros bajo una dictadura burocrática de partido, dio la sensación de triunfo definitivo del capitalismo, de su versión más radicalizada además, la neoliberal, la que quiso reducir al Estado a su mínima expresión en lo económico, mera maquinara a los sumo de represión policial, barnizada eso sí de discurso democrático y de un concepto de libertad más propio de un anuncio publicitario. Se habló del final de la historia.

Pero la vida tampoco era eso, no se podía restringir a los balances y cuentas de la globalización, no se podía contener entre disertaciones complacientes con el (des)orden del mundo. En aquellos primeros años del siglo XXI surgió una resistencia global y se cuestionó no pocos valores. Tampoco es nueva la mirada de Marc y sus amigos, aun cuando su discurso llame la atención, sorprenda por su ruptura de los patrones tradicionales. Nos podemos remitir al situacionismo, a la crítica de Foucault, al Teatro de la Crueldad, a los herederos de Artaud, a la literatura del absurdo, a los surrealistas incluso. El fracaso del estalinismo que cuestiona en parte los programas revolucionarios y el neoliberalismo que reduce la vida a los beneficios empresariales atacan directamente la vida. De ahí la necesidad de que la vida se vuelva a situar en el centro de todo debate.

Poco después de aparecer esta película una crisis más profunda si cabe puso en jaque otra vez tanto desorden. El cúmulo de protestas de esos primeros años de siglo desembocó en un movimiento de protestas que llenaron las plazas españolas en las que por fin la vida se puso en el centro de todas las deliberaciones. Se pretendía la politización de la realidad entera. Aunque al final, no es fácil romper esquemas, ya se ha dicho, y se optara por volver a hacer política, al juego de la representatividad, a encauzar la rabia y la crítica por las sendas de la institución.

Y de pronto llegó la pandemia.

La vida se puso en el centro de todo. La enfermedad mataba. Colapsó el sistema médico. Descubrimos las costuras del orden establecido, del sistema. Reaparecieron las fronteras, los muros, el control ahora mucho más evidente. Se reforzó el miedo, porque la muerte estaba allí, a la esquina de cualquier calle, plaza o avenida. Los Estados volvieron a normativizar las vidas de un modo estricto. Aunque la enfermedad, su sufrimiento, siguió siendo cosa de cada cual, aun cuando se legislara su contexto.

Claro que cinco años después del momento más duro de la pandemia y dos desde que la OMS declarara el fin de la misma, nadie se acuerda ya de todo aquello, regresó la normalidad, sin que parezca que nada haya mejorado. «Saldremos mejores», anunciaban, mientras que los aplausos a los sanitarios no han evitado las nuevas privatizaciones en la sanidad pública, corruptelas incluidas, mientras que los representantes de aquellos sectores movilizados antes siguen haciendo política hoy, la política de toda la vida y mientras la metáfora de la guerra contra el virus se volvió guerra de verdad, aunque fueran las guerras de siempre.

De la repercusión de la pandemia y de sus consecuencias y efectos nos habla Santiago López-Petit en Tiempos de Espera. Lo subtitula Marx, Artaud y su fuerza de dolor, porque acude a ambos para reflexionar sobre el presente y sobre la vida. Lo publica la editorial Verso. Analiza todos los cambios que se han producido este tiempo detenido en el tiempo, durante el cual la enfermedad y la vida se pusieron en el medio de la gestión política. Claro que no desde un planteamiento de emancipación social. Más bien al contrario. Al fin y al cabo el miedo como herramienta de dominio nunca contribuye a una política emancipatoria, todo lo contrario, sólo sirve para mantener las relaciones de poder y el sometimiento, para que se expanda el impoder y ese proceso de los José de ahora, o sea, de los nadie, para que sigamos incapacitando para entender la Vida y entender nuestras vidas.

De ahí que sea importante compaginar este libro con El taxista ful, se complementan perfectamente, las dos caras de una misma moneda que nos permitirá reflexionar sobre nosotros mismos, aunque no sepamos qué hacer en esta historia colectiva de la que formamos parte, sólo intuyamos que sí, que hay que hacer algo. Aunque sea demasiado tarde.