El suceso tuvo una
repercusión enorme. En 1926 reapareció José María Grimaldos, vecino de Osa de
la Vega, en Cuenca, que dieciséis años antes, en concreto el 21 de agosto de
1910, desapareciera de pronto de la localidad, sin que en todo aquel tiempo se
supiera nada de él. De hecho, la denuncia de los familiares dio lugar a una
investigación por parte de la Guardia Civil y a la conclusión, por una serie de
circunstancias, del asesinato del pastor, que no destacaba por su inteligencia.
Decían de él que tenía pocas luces, que era un tanto lelo. Que se movía por
impulsos. Pronto las sospechas recayeron en Gregorio Valero, jornalero, vecino
también de Osa de Vega, y en León Sánchez, vecino de Villaescusa, mayoral de
una finca junto a la cual pastoreaba Grimaldos. Pronto las sospechas se
convirtieron en una acusación concreta, que por supuesto, en un principio,
ambos negaron.
No tardaron sin embargo en
reconocer el crimen. Firmaron sus respectivas confesiones. Nada iba a
contrariar la convicción de que eran culpables, ni sus proclamas de inocencia,
ni las muchas contradicciones en que cayeron cuando empezaron a reconocer los hechos
para evitar las torturas. Iban añadiendo datos a medida que recibían golpes y
collejas, modificando los que habían dado cuando en seguida quedaban en
evidencia. Los agentes introdujeron dudas entre ambos. Les aislaron entre sí y
les decían que el otro lo había confesado todo. Tampoco se encontró el cadáver.
Acabaron confesando que se lo habían dado a comer a los cerdos. Se les condenó
a prisión por asesinato, hasta que dieciséis años después el finado apareció por
sorpresa y dijo que su partida se debió a un barrunto.
La reaparición de
Grimaldos estuvo en boca de toda la comarca, del mismo modo que se extendieron en
su momento los rumores y habladurías que agravaban la culpabilidad de los reos.
Incluso la noticia despertó el interés en todo el país. No pocos periódicos
enviaron corresponsales, no porque fuera un caso único de práctica dudosa y
desenlace sorprendente, sino porque la noticia cuestionaba un sistema de
justicia que a todas luces hacía aguas por todas partes. No olvidemos por otro
lado que aquel primer cuarto de siglo era de por sí violento. No dejaba de ser
la continuación de un mal ambiente en un país en crisis perenne, con frecuentes
incidentes políticos y sociales, y atentados de distinto signo, con el somaten
que amenazaba a los obreros en huelga, con la guerra del Rif que provocó en
Barcelona la denominada semana trágica, con el pistolerismo y la delincuencia que
abundaban en todo el país, igual que las prácticas poco aptas que estaban
normalizadas, asumidas.
Uno de los cronistas que
apareció en Osa de la Vega fue Ramón Sender. Así firmó sus crónicas en el
periódico Sol, de Madrid. Por
entonces ese nombre no sonaba en absoluto. Se trataba de un hombre joven,
apenas veinticinco años, que hacía sus primeros pinitos en la prensa y que
comenzaba una carrera literaria que, con el tiempo, le llevó a gozar de no poco
prestigio.
Recorrió la localidad y
la comarca. Entrevistó a protagonistas y testigos de aquellos hechos. Se dio
cuenta sin duda de lo peligrosas que son las murmuraciones, los prejuicios y la
falta de rigor en algo tan grave como una investigación criminal. Fue el suyo
un trabajo minucioso que le permitió escribir unas crónicas diligentes. Siguió
escribiendo sobre los mismos incluso pasados unos años, como si aquel asunto y
sus protagonistas hubieran quedado fijos en su cabeza, casi de un modo
obsesivo. Todo aquel material lo emplearía a mediados de los treinta para
escribir una novela. La repentina guerra no le permitió publicarla en España.
Sería en México, ya iniciado su exilio, donde aparecería en 1939, bajo el
título El lugar del hombre. A finales
de los cincuenta retomaría la novela y la volvió a publicar con su título
definitivo, El lugar de un hombre.
El libro es crudo,
describe con dureza el sufrimiento de los dos acusados durante los
interrogatorios. Cambia el escenario, sitúa los hechos en Aragón, cambia los
nombres de las personas, pero la sucesión de acontecimientos sin duda la mantuvo fiel a la realidad. Incorpora también elementos de esa sociedad
caciquil característicos de un país todavía agrícola y pobre, en los que no se
han estabilizado las reformas institucionales propias de una democracia que no
acaba de cuajar.
En 2024 la editorial Contraseña
la publica de nuevo y añade un anexo con las crónicas publicadas por el autor
en el diario Sol y en La Libertad.
La historia de Osa de la
Vega, por lo demás, no se había olvidado en España. En 1964 el escritor Antonio
Ferres publica Con las manos vacías, con
la que ganó el premio Ciudad de Barcelona. Se aleja un tanto de los hechos e
introduce otros temas, pero a todas luces es un eco de uno de los incidentes
más graves en eso que llaman la crónica negra de la realidad española. Quince
años después, iniciada la transición, Salvador Maldonado publica la novela El crimen de Cuenca, que servirá de base
para la película con el mismo título dirigida por Pilar Miró. Esta película
tuvo dificultades para exhibirse ya que se consideró que podía ser ofensiva
tanto para la Guardia Civil como para la institución judicial. Hubo que acudir
a esa misma justicia para al final permitirse que se exhibiera, en un pulso que
duró dos años y en el que estaba en juego la libertad de expresión, la
credibilidad de una democracia que se estaba construyendo a golpe de pactos y
transacciones, pero que estaba claramente en jaque, como lo demostraba el
asalto al Congreso por parte de la Guardia Civil.
Aquel incidente de hace
un siglo muestra bien a las claras el peligro de consolidar la vida colectiva a
base de rumores, prejuicios y falta de rigor a la hora de afrontar los hechos
cotidianos, incluso los graves. Cien años después nos hemos librado de ciertos
males, como la tortura, y esto hace cuatro días, como quien dice, pero no
parece que hayamos ganado en rigor a la hora de analizar la realidad. Al igual
que Osa de la Vega en su momento, Torre Pacheco es hoy el símbolo de lo que no
debería ocurrir.