miércoles, 23 de julio de 2025

Un lugar cualquiera

 


El suceso tuvo una repercusión enorme. En 1926 reapareció José María Grimaldos, vecino de Osa de la Vega, en Cuenca, que dieciséis años antes, en concreto el 21 de agosto de 1910, desapareciera de pronto de la localidad, sin que en todo aquel tiempo se supiera nada de él. De hecho, la denuncia de los familiares dio lugar a una investigación por parte de la Guardia Civil y a la conclusión, por una serie de circunstancias, del asesinato del pastor, que no destacaba por su inteligencia. Decían de él que tenía pocas luces, que era un tanto lelo. Que se movía por impulsos. Pronto las sospechas recayeron en Gregorio Valero, jornalero, vecino también de Osa de Vega, y en León Sánchez, vecino de Villaescusa, mayoral de una finca junto a la cual pastoreaba Grimaldos. Pronto las sospechas se convirtieron en una acusación concreta, que por supuesto, en un principio, ambos negaron.

No tardaron sin embargo en reconocer el crimen. Firmaron sus respectivas confesiones. Nada iba a contrariar la convicción de que eran culpables, ni sus proclamas de inocencia, ni las muchas contradicciones en que cayeron cuando empezaron a reconocer los hechos para evitar las torturas. Iban añadiendo datos a medida que recibían golpes y collejas, modificando los que habían dado cuando en seguida quedaban en evidencia. Los agentes introdujeron dudas entre ambos. Les aislaron entre sí y les decían que el otro lo había confesado todo. Tampoco se encontró el cadáver. Acabaron confesando que se lo habían dado a comer a los cerdos. Se les condenó a prisión por asesinato, hasta que dieciséis años después el finado apareció por sorpresa y dijo que su partida se debió a un barrunto.

La reaparición de Grimaldos estuvo en boca de toda la comarca, del mismo modo que se extendieron en su momento los rumores y habladurías que agravaban la culpabilidad de los reos. Incluso la noticia despertó el interés en todo el país. No pocos periódicos enviaron corresponsales, no porque fuera un caso único de práctica dudosa y desenlace sorprendente, sino porque la noticia cuestionaba un sistema de justicia que a todas luces hacía aguas por todas partes. No olvidemos por otro lado que aquel primer cuarto de siglo era de por sí violento. No dejaba de ser la continuación de un mal ambiente en un país en crisis perenne, con frecuentes incidentes políticos y sociales, y atentados de distinto signo, con el somaten que amenazaba a los obreros en huelga, con la guerra del Rif que provocó en Barcelona la denominada semana trágica, con el pistolerismo y la delincuencia que abundaban en todo el país, igual que las prácticas poco aptas que estaban normalizadas, asumidas.

Uno de los cronistas que apareció en Osa de la Vega fue Ramón Sender. Así firmó sus crónicas en el periódico Sol, de Madrid. Por entonces ese nombre no sonaba en absoluto. Se trataba de un hombre joven, apenas veinticinco años, que hacía sus primeros pinitos en la prensa y que comenzaba una carrera literaria que, con el tiempo, le llevó a gozar de no poco prestigio.

Recorrió la localidad y la comarca. Entrevistó a protagonistas y testigos de aquellos hechos. Se dio cuenta sin duda de lo peligrosas que son las murmuraciones, los prejuicios y la falta de rigor en algo tan grave como una investigación criminal. Fue el suyo un trabajo minucioso que le permitió escribir unas crónicas diligentes. Siguió escribiendo sobre los mismos incluso pasados unos años, como si aquel asunto y sus protagonistas hubieran quedado fijos en su cabeza, casi de un modo obsesivo. Todo aquel material lo emplearía a mediados de los treinta para escribir una novela. La repentina guerra no le permitió publicarla en España. Sería en México, ya iniciado su exilio, donde aparecería en 1939, bajo el título El lugar del hombre. A finales de los cincuenta retomaría la novela y la volvió a publicar con su título definitivo, El lugar de un hombre.



El libro es crudo, describe con dureza el sufrimiento de los dos acusados durante los interrogatorios. Cambia el escenario, sitúa los hechos en Aragón, cambia los nombres de las personas, pero la sucesión de acontecimientos sin duda la mantuvo fiel a la realidad. Incorpora también elementos de esa sociedad caciquil característicos de un país todavía agrícola y pobre, en los que no se han estabilizado las reformas institucionales propias de una democracia que no acaba de cuajar.

En 2024 la editorial Contraseña la publica de nuevo y añade un anexo con las crónicas publicadas por el autor en el diario Sol y en La Libertad.

La historia de Osa de la Vega, por lo demás, no se había olvidado en España. En 1964 el escritor Antonio Ferres publica Con las manos vacías, con la que ganó el premio Ciudad de Barcelona. Se aleja un tanto de los hechos e introduce otros temas, pero a todas luces es un eco de uno de los incidentes más graves en eso que llaman la crónica negra de la realidad española. Quince años después, iniciada la transición, Salvador Maldonado publica la novela El crimen de Cuenca, que servirá de base para la película con el mismo título dirigida por Pilar Miró. Esta película tuvo dificultades para exhibirse ya que se consideró que podía ser ofensiva tanto para la Guardia Civil como para la institución judicial. Hubo que acudir a esa misma justicia para al final permitirse que se exhibiera, en un pulso que duró dos años y en el que estaba en juego la libertad de expresión, la credibilidad de una democracia que se estaba construyendo a golpe de pactos y transacciones, pero que estaba claramente en jaque, como lo demostraba el asalto al Congreso por parte de la Guardia Civil.

Aquel incidente de hace un siglo muestra bien a las claras el peligro de consolidar la vida colectiva a base de rumores, prejuicios y falta de rigor a la hora de afrontar los hechos cotidianos, incluso los graves. Cien años después nos hemos librado de ciertos males, como la tortura, y esto hace cuatro días, como quien dice, pero no parece que hayamos ganado en rigor a la hora de analizar la realidad. Al igual que Osa de la Vega en su momento, Torre Pacheco es hoy el símbolo de lo que no debería ocurrir.

martes, 1 de julio de 2025

Cinco metros cuadrados

 


El título de la película, 5 metros cuadrados, alude al tamaño del balcón en el apartamento que Virginia, interpretada por Malena Alterio, y Alex, interpretado por Fernando Tejero, pretenden comprar, a punto de casarse, para su residencia conyugal. Están ilusionados, tienen planes de vida acomodada, se sienten clase media y se ven juntos toda la vida. Se encuadra su hogar futuro en una urbanización que se va a levantar a las afueras de una ciudad mediterránea. Contemplamos ésta al principio de la cinta, con sus rascacielos, sus zonas ajardinadas, las calles rectas y sobre todo las vistas al mar.

A continuación, vemos dos coches atravesar una zona yerma, cerca de la ciudad. Avanzan por un camino de tierra pedregosa. Dos hombres descienden de los respectivos vehículos y continúan a pie, entre risas y camaradería, a contemplar ese mar plácido e imperturbable. Uno es Montañés, empresario inmobiliario, el hombre que proyecta esa urbanización apacible cuyo nombre refleja toda una mentalidad: Señorío del Mar. Lo interpreta Emilio Gutiérrez Caba. El otro es Arganda, concejal del ayuntamiento, interpretado por Manuel Morón.

De su conversación deducimos que se conocen de hace tiempo, que se tienen confianza, seguramente son amigos, pero sobre todo son socios. El empresario habla con claridad de su proyecto. El concejal le plantea algunos obstáculos legales: ley de costas, normas del Ministerio de medio ambiente, cuestiones presupuestarias. Pero, ¿no han superado antes otros obstáculos y han obtenido ambos pingües beneficios? Las sonrisas de ambos nos indican la naturaleza de algunos de esos beneficios. No es necesario que digan mucho. Sabemos lo que hay.

La película, rodada en 2011 y dirigida por Max Lemcke, nos habla de un caso más de especulación en aquella burbuja inmobiliaria que estalló a finales del primer decenio de siglo XXI y que causó tanta miseria en tanta gente. Los efectos fueron terribles, aunque parecen olvidados, casi como poco recordada es esta película que, sin embargo, no fue la única que trató las consecuencias de una crisis inmobiliaria que inspiró no poca ficción. Aunque, como suele decirse, la cita se atribuye a Oscar Wilde, la realidad supera la ficción.

No obstante, más arraigada que la burbuja inmobiliaria, que ha vuelto a nuestra realidad diez años después, es la corrupción política, que nunca se ha marchado del todo, tan cotidiana, y que debería sorprendernos y por ende alarmarnos, pero a estas alturas ya ni sorprende ni alarma.

El último capítulo de la corrupción patria, con las primeras horas en prisión de un político, hasta hace bien poco en un puesto clave de su partido, nos retrotrae a esa conversación inicial de Montañés y de Arganda en 5 metros cuadrados. La naturalidad de la cháchara o la sensación de que todo se puede, quizá porque todo se olvida con rapidez, muestra bien a las claras que el problema real ha superado de largo su reflejo en el cine. Asistimos al espectáculo, sin duda indecoroso, de acusaciones gravísimas sin que se turbe el fustigante por lo realizado por él mismo no hace tanto tiempo, mientras que el fustigado remite al recuerdo de lo que ocurrió, como si lo propio fuera peccata minuta.

Al final, la corrupción se integra en el paisaje como las flores en primavera, es algo natural. Lo hemos interiorizado hasta el punto de no afectarnos. Nos apenamos en la ficción por Virginia y Alex, asistimos a su sufrimiento y a su caída a los infiernos. Entendemos el gesto desesperado de Alex que le lleva a un acto furioso, perturbado. Pero vemos normal ese final de la película en el que intuimos que serán el empresario y el concejal los que se vayan de rositas, pese al mal rato vivido. Las repercusiones caben en apenas cinco metros cuadrados. La vida misma.