Hay que volver a hablar
de migraciones, heroicidades, sátiras, absurdos y vergüenzas. Otra vez. Porque
con frecuencia las noticias concretas, los datos precisos, en estos tiempos
ultratecnologizados, parecen durar poco, apenas lo que dura un informativo, y
ya nadie se acuerda de Mamoudou Gassama, que se ganó nuestros respetos por
salvar de un modo casi épico, heroico, a un niño y obtener así el llegar a ser
uno más entre nosotros, los europeos, poder ser reconocido y obtener la vida
civil, y de paso, en la medida de los posible, purificarse del osado atrevimiento de traspasar fronteras.
¿A cuántas pruebas
tendrán que someterse las 629 personas encerradas en el barco Aquarius para que
se les reconozcan?¿Tendremos que buscar nuevos trabajos porque los de Heracles
se nos quedan cortos? Parece evidente que si no se someten a pruebas
mitológicas no habrá reconocimiento, a lo más sólo serán objeto de cierta
piedad, esa piedad que no ha tenido Italia y mucho menos Matteo Salvini, que
dice que a los inmigrantes indocumentados, indocumentados como Mamoudou
Gassama, «se les ha acabado la buena vida»,
inmigrantes como los de la foto de la izquierda, que no son africanos, no, sino italianos que
viajaron, en un barco más entre muchos, hacia América en 1924.
A finales del siglo XIX y
buena parte del XX miles de italianos marcharon a países americanos. Argentina,
Uruguay, Brasil, Venezuela, Estados Unidos o Guatemala fueron el destino de
buena parte de ellos. El escritor guatemalteco Dante Liano publicó en 2008 la
novela Pequeña historia de viajes, amores
e italianos, publicada por Roca Editorial, que narra la vida de muchos de
ellos en ese país centroamericano. Nos recuerda vagamente a otra novela que se
publicó 122 años antes y que también hablaba de emigrantes italianos en
América, Marco, de los Apeninos a los
Andes, de Edmundo de Amicis, muy presente en varias generaciones que han
conocido la historia de Marco a través de series y dibujos animados, historias
ambas que nos muestra bien a las claras lo poco de buena vida que tuvieron sus vidas, no muy diferentes de las de los
miles de españoles, irlandeses, nórdicos, griegos, portugueses que salieron en
la misma época, sin nombrar a los que tuvieron que salir de Europa, además, por
motivos políticos.
Habrá quien afirme que no
es lo mismo, no se dan las mismas circunstancias, los europeos no salieron de
la misma forma, los países de destino no tenían la misma situación que la
nuestra, que todo era distinto.
Es evidente que la
memoria cambia, se adecúa a las circunstancias, la memoria individual y la
colectiva, esta última con unas connotaciones políticas más que notables. De
ese modo, la tan cacareada identidad europea se construye no con la memoria
completa de lo que pasó realmente en el continente, sus sombras y sus luces,
sino con una memoria parcial, con olvidos más que interesados, más bien como si
la memoria fuese en realidad un balance contable en el que se mencionan los
gastos y los ingresos, pero no los trabajos y los esfuerzos personales de
millones de personas. Y mucho menos aceptando las miserias propias, sólo las
ajenas.
De este modo es fácil
justificar un acto como cerrarle el paso a un barco con 629 personas en plena
inanición, solapando las reglas básicas de humanidad que rigen, o deberían de
regir, las relaciones en el mar, las de la marinería, y en la tierra. Qué
curioso que cuando los discursos se llenan de nuevo de palabras solemnes
–patria, identidad, nación, democracia y colectividad- la mentalidad que se
impone en realidad es egoísta, insolidaria, ramplona y torpe.
La memoria, al final, es
una construcción, un discurso armado con retazos de lo que se quiere contar e
imponer, un mito con el que establecer unos ritos estables a los que se adapten
los buenos ciudadanos, sin preocupaciones ni angustias, obedientes y, si puede
ser, sumisos. Al final, con el reflejo de Europa en el espejo de su historia se
busca que eso tan tenue que es la ciudadanía se sienta cómoda con la imagen
contemplada, que el propio espejo repita una y otra vez lo hermosa que es
Europa, aunque luego aparecen factores que desdibujan el ideal.
Se intenta salvar los
muebles dándole a Mamoudou Gassama la condición de héroe a la manera de
Heracles o alabando Matteo Salvini el buen corazón de España por acoger a
quienes él rechazaba. Por suerte llega el mundial de Moscú en el que participan
los superhéroes de verdad, como calificó hace unos días a los deportistas un
recién nombrado ministro de duración efímera para justificar que dijera no gustarle el fútbol. El
absurdo de nuestros tiempos.
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