miércoles, 13 de junio de 2018

Sobre héroes y sátiras (II)


Hay que volver a hablar de migraciones, heroicidades, sátiras, absurdos y vergüenzas. Otra vez. Porque con frecuencia las noticias concretas, los datos precisos, en estos tiempos ultratecnologizados, parecen durar poco, apenas lo que dura un informativo, y ya nadie se acuerda de Mamoudou Gassama, que se ganó nuestros respetos por salvar de un modo casi épico, heroico, a un niño y obtener así el llegar a ser uno más entre nosotros, los europeos, poder ser reconocido y obtener la vida civil, y de paso, en la medida de los posible, purificarse del osado atrevimiento de traspasar fronteras.

¿A cuántas pruebas tendrán que someterse las 629 personas encerradas en el barco Aquarius para que se les reconozcan?¿Tendremos que buscar nuevos trabajos porque los de Heracles se nos quedan cortos? Parece evidente que si no se someten a pruebas mitológicas no habrá reconocimiento, a lo más sólo serán objeto de cierta piedad, esa piedad que no ha tenido Italia y mucho menos Matteo Salvini, que dice que a los inmigrantes indocumentados, indocumentados como Mamoudou Gassama, «se les ha acabado la buena vida», inmigrantes como los de la foto de la izquierda, que no son africanos, no, sino italianos que viajaron, en un barco más entre muchos, hacia América en 1924.

A finales del siglo XIX y buena parte del XX miles de italianos marcharon a países americanos. Argentina, Uruguay, Brasil, Venezuela, Estados Unidos o Guatemala fueron el destino de buena parte de ellos. El escritor guatemalteco Dante Liano publicó en 2008 la novela Pequeña historia de viajes, amores e italianos, publicada por Roca Editorial, que narra la vida de muchos de ellos en ese país centroamericano. Nos recuerda vagamente a otra novela que se publicó 122 años antes y que también hablaba de emigrantes italianos en América, Marco, de los Apeninos a los Andes, de Edmundo de Amicis, muy presente en varias generaciones que han conocido la historia de Marco a través de series y dibujos animados, historias ambas que nos muestra bien a las claras lo poco de buena vida que tuvieron sus vidas, no muy diferentes de las de los miles de españoles, irlandeses, nórdicos, griegos, portugueses que salieron en la misma época, sin nombrar a los que tuvieron que salir de Europa, además, por motivos políticos.

Habrá quien afirme que no es lo mismo, no se dan las mismas circunstancias, los europeos no salieron de la misma forma, los países de destino no tenían la misma situación que la nuestra, que todo era distinto.

Es evidente que la memoria cambia, se adecúa a las circunstancias, la memoria individual y la colectiva, esta última con unas connotaciones políticas más que notables. De ese modo, la tan cacareada identidad europea se construye no con la memoria completa de lo que pasó realmente en el continente, sus sombras y sus luces, sino con una memoria parcial, con olvidos más que interesados, más bien como si la memoria fuese en realidad un balance contable en el que se mencionan los gastos y los ingresos, pero no los trabajos y los esfuerzos personales de millones de personas. Y mucho menos aceptando las miserias propias, sólo las ajenas.

De este modo es fácil justificar un acto como cerrarle el paso a un barco con 629 personas en plena inanición, solapando las reglas básicas de humanidad que rigen, o deberían de regir, las relaciones en el mar, las de la marinería, y en la tierra. Qué curioso que cuando los discursos se llenan de nuevo de palabras solemnes –patria, identidad, nación, democracia y colectividad- la mentalidad que se impone en realidad es egoísta, insolidaria, ramplona y torpe.

La memoria, al final, es una construcción, un discurso armado con retazos de lo que se quiere contar e imponer, un mito con el que establecer unos ritos estables a los que se adapten los buenos ciudadanos, sin preocupaciones ni angustias, obedientes y, si puede ser, sumisos. Al final, con el reflejo de Europa en el espejo de su historia se busca que eso tan tenue que es la ciudadanía se sienta cómoda con la imagen contemplada, que el propio espejo repita una y otra vez lo hermosa que es Europa, aunque luego aparecen factores que desdibujan el ideal.

Se intenta salvar los muebles dándole a Mamoudou Gassama la condición de héroe a la manera de Heracles o alabando Matteo Salvini el buen corazón de España por acoger a quienes él rechazaba. Por suerte llega el mundial de Moscú en el que participan los superhéroes de verdad, como calificó hace unos días a los deportistas un recién nombrado ministro de duración efímera para justificar que dijera no gustarle el fútbol. El absurdo de nuestros tiempos.

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