La película comienza con
el robo del coche que llevan a cabo Pablo
y Meca. Se muestran chulescos y
amenazantes cuando les descubren en plena faena. Pablo, incluso, enarbola una
pistola mientras que Meca consigue al
fin hacer el puente, arrancar el motor y salir pitando del lugar. Los dos
quinquis acuden a un bar de su barrio, a celebrar su rapiña, apenas una
trastada para ellos, con la caña de rigor, entre jubilados, obreros y empleados.
Es ahí donde aparece ella, Ángela, tras
la barra del bar. Es su trabajo, atender a la parroquia cotidiana, con su
mirada triste y un rostro que puede parecer inexpresivo, pero que en realidad,
nos damos cuenta a medida que transcurre la cinta, es más bien arcano,
insondable, tal vez inescudriñable como aquellos años que le ha tocado vivir,
un rostro que trasluce timidez, introversión, pero que resulta también
magnético.
Pablo
la
contempla alelado. Intuimos que lo suyo viene de antes. Poco después, la invitará
a salir. Así se unirá ella a los dos maleantes e iniciarán juntos, se apuntará
también Sebas, una serie de atracos.
Es una más de las muchas pandillas que en los setenta y los ochenta asolaron
las ciudades españolas, jóvenes de barrios marginales, que no estudian, que
viven en la precariedad, que sólo quieren vivir, aunque sea al día. Claro que Ángela aspira a comprarse un piso, lo
confesará en un momento dado, cuando empiezan a conseguir dinero. Es la
aspiración de las clases populares desde que, unos lustros atrás, el país
comienza a desarrollarse y con que el sistema consiguió apuntalar una
mentalidad de clase media, ser propietario, aparentar no formar parte de la
clase de los desposeídos.
Pablo,
su novio en la película, parece seguirle el juego. De hecho, en algún momento, adoptan
el aspecto de un matrimonio convencional: alquilan un piso en el extrarradio,
ella compagina su faceta de atracadora con la tarea de cuidar el hogar, función
secular y exclusiva de las mujeres en aquel momento, mientras que él lee en la
cama no el periódico, sino un tebeo de Mortadelo y Filemón. No son los
detalles, sino la pose la que simulará que pudieran llegar a ser otra cosa.
Pero la realidad es la que es. No son distintos a otros jóvenes del país de
clase trabajadora, una juventud sin futuro que verá en la marginación un modo
de vida, que consumen heroína con la inconsciencia de la juventud o con el
ansia de una vida distinta, que simularán todo el arrojo del mundo en sus robos.
Aunque ella no tendrá, a diferencia de lo que ocurre en otras historias
similares, el papel subalterno atribuido a las jais, no será sólo la chorba del
quinqui, sino que participa de los robos con convicción. Se prepara para ello,
se coloca un bigote falso, se ensombrece el rostro para simular una barba
incipiente, engola la voz para endurecer su actitud.
Carlos Saura contó la
vida de estos jóvenes en Deprisa, deprisa,
que se convirtió quizá en la película cumbre del cine quinqui. Como ocurrió con
otras cintas de este estilo, acudió no a actores profesionales, sino a los
propios protagonistas de la realidad para interpretarse a sí mismos. Parece ser
que vivió jornadas muy vehementes cuando les acompañó para documentarse y
preparar el guion. Eran mundos muy diferentes que a menudo chocaron y crearon
situaciones malhadadas, como ocurrió con Eloy de la Iglesia y José Luis
Manzanero. No fue así con Carlos Saura. Sus personajes no quedan limitados a
los rasgos habituales. Tampoco lo fueron en la vida cotidiana. De hecho, Berta
Socuéllamos, la actriz que interpreta a Ángela,
se planteó salir del estereotipo de chica de barrio, en su caso el madrileño de
Villaverde, e hizo sus pinitos para ser bailarina o actriz. La realidad va a
menudo más allá de tópicos y clichés.
La vida de la pandilla
continúa entre robo y robo, la armonía del hogar y una visita ocasional al mar,
para que Ángela lo vea por primera
vez. Nos caen simpáticos a pesar de lo que son. Es la magia del cine, conseguir
reconducir los sentimientos que despiertan quienes sabemos mala gente. Sin
embargo, no hay justificaciones ni se intenta dar explicaciones sobre el porqué
de su actividad. Incluso ese deseo de normalidad por parte de Ángela la pone al mismo nivel que su
espectador. Sabemos por lo demás que aquellos fueron unos años difíciles, todo
estaba en el aire. A menudo se cuela en las historias del cine quinqui la
realidad política, económica y social de un país en plena transacción para
adaptarla a los nuevos tiempos, para que todo cambiara sin que nada cambiase, o
al menos para que no cambiase lo esencial.
El final de la pandilla
es trágico. No podía ser de otra manera. Será Ángela la única en salvarse, la vemos en actitud reflexiva en la
habitación, desolada, luego salir del piso alquilado, cruzar el terreno reseco entre
los descampados y los edificios del extrarradio, avanzar hacia una ciudad que intuimos
al fondo. La vemos de espalda, pero conocemos su rostro decaído, su aspecto
lánguido, ese magnetismo que nos ha ido seduciendo a lo largo de la cinta. Suena
Si me das a elegir, de Los
Chunguitos. Lleva una bolsa con sus pocas posesiones y con unos fajos de
billete que no sabemos si le servirán para comprar su ansiado piso, pero sí al
menos para cambiar de vida. No lo sabremos, la película acaba allí. No hay
continuación ni segundas partes. En Deprisa,
deprisa acabó también la carrera cinematográfica de Berta Socuéllamos, no
volvió a trabajar en ninguna película más ni en obra de teatro alguna. Si
alguna vez albergó ilusiones por ser actriz, se terminaron con la cinta de
Carlos Saura. Desapareció para siempre, sin que sepamos nada más de su vida,
salvo su matrimonio con otro de los actores de la película, con José María
Hervás. Ignoramos si su vida fue fructífera o no. Mientras, su compañero en la
ficción, Pablo, interpretado por José
Antonio Valdelomar, corrió peor suerte: murió en la cárcel de Carabanchel por
sobredosis, el año mítico de 1992.
Deprisa,
Deprisa obtuvo el Oso de Oro a la mejor película en el Festival
de Cine de Berlín, días después de que unos Guardias Civiles entraran en el
Congreso con obscuros fines, un acto que sería el final de una etapa y el
inicio de otra en el que el desencanto se volverá el tono dominante del país.