lunes, 19 de mayo de 2025

Berta Socuéllamos


 

La película comienza con el robo del coche que llevan a cabo Pablo y Meca. Se muestran chulescos y amenazantes cuando les descubren en plena faena. Pablo, incluso, enarbola una pistola mientras que Meca consigue al fin hacer el puente, arrancar el motor y salir pitando del lugar. Los dos quinquis acuden a un bar de su barrio, a celebrar su rapiña, apenas una trastada para ellos, con la caña de rigor, entre jubilados, obreros y empleados. Es ahí donde aparece ella, Ángela, tras la barra del bar. Es su trabajo, atender a la parroquia cotidiana, con su mirada triste y un rostro que puede parecer inexpresivo, pero que en realidad, nos damos cuenta a medida que transcurre la cinta, es más bien arcano, insondable, tal vez inescudriñable como aquellos años que le ha tocado vivir, un rostro que trasluce timidez, introversión, pero que resulta también magnético.

Pablo la contempla alelado. Intuimos que lo suyo viene de antes. Poco después, la invitará a salir. Así se unirá ella a los dos maleantes e iniciarán juntos, se apuntará también Sebas, una serie de atracos. Es una más de las muchas pandillas que en los setenta y los ochenta asolaron las ciudades españolas, jóvenes de barrios marginales, que no estudian, que viven en la precariedad, que sólo quieren vivir, aunque sea al día. Claro que Ángela aspira a comprarse un piso, lo confesará en un momento dado, cuando empiezan a conseguir dinero. Es la aspiración de las clases populares desde que, unos lustros atrás, el país comienza a desarrollarse y con que el sistema consiguió apuntalar una mentalidad de clase media, ser propietario, aparentar no formar parte de la clase de los desposeídos.

Pablo, su novio en la película, parece seguirle el juego. De hecho, en algún momento, adoptan el aspecto de un matrimonio convencional: alquilan un piso en el extrarradio, ella compagina su faceta de atracadora con la tarea de cuidar el hogar, función secular y exclusiva de las mujeres en aquel momento, mientras que él lee en la cama no el periódico, sino un tebeo de Mortadelo y Filemón. No son los detalles, sino la pose la que simulará que pudieran llegar a ser otra cosa. Pero la realidad es la que es. No son distintos a otros jóvenes del país de clase trabajadora, una juventud sin futuro que verá en la marginación un modo de vida, que consumen heroína con la inconsciencia de la juventud o con el ansia de una vida distinta, que simularán todo el arrojo del mundo en sus robos. Aunque ella no tendrá, a diferencia de lo que ocurre en otras historias similares, el papel subalterno atribuido a las jais, no será sólo la chorba del quinqui, sino que participa de los robos con convicción. Se prepara para ello, se coloca un bigote falso, se ensombrece el rostro para simular una barba incipiente, engola la voz para endurecer su actitud.

Carlos Saura contó la vida de estos jóvenes en Deprisa, deprisa, que se convirtió quizá en la película cumbre del cine quinqui. Como ocurrió con otras cintas de este estilo, acudió no a actores profesionales, sino a los propios protagonistas de la realidad para interpretarse a sí mismos. Parece ser que vivió jornadas muy vehementes cuando les acompañó para documentarse y preparar el guion. Eran mundos muy diferentes que a menudo chocaron y crearon situaciones malhadadas, como ocurrió con Eloy de la Iglesia y José Luis Manzanero. No fue así con Carlos Saura. Sus personajes no quedan limitados a los rasgos habituales. Tampoco lo fueron en la vida cotidiana. De hecho, Berta Socuéllamos, la actriz que interpreta a Ángela, se planteó salir del estereotipo de chica de barrio, en su caso el madrileño de Villaverde, e hizo sus pinitos para ser bailarina o actriz. La realidad va a menudo más allá de tópicos y clichés.



La vida de la pandilla continúa entre robo y robo, la armonía del hogar y una visita ocasional al mar, para que Ángela lo vea por primera vez. Nos caen simpáticos a pesar de lo que son. Es la magia del cine, conseguir reconducir los sentimientos que despiertan quienes sabemos mala gente. Sin embargo, no hay justificaciones ni se intenta dar explicaciones sobre el porqué de su actividad. Incluso ese deseo de normalidad por parte de Ángela la pone al mismo nivel que su espectador. Sabemos por lo demás que aquellos fueron unos años difíciles, todo estaba en el aire. A menudo se cuela en las historias del cine quinqui la realidad política, económica y social de un país en plena transacción para adaptarla a los nuevos tiempos, para que todo cambiara sin que nada cambiase, o al menos para que no cambiase lo esencial.

El final de la pandilla es trágico. No podía ser de otra manera. Será Ángela la única en salvarse, la vemos en actitud reflexiva en la habitación, desolada, luego salir del piso alquilado, cruzar el terreno reseco entre los descampados y los edificios del extrarradio, avanzar hacia una ciudad que intuimos al fondo. La vemos de espalda, pero conocemos su rostro decaído, su aspecto lánguido, ese magnetismo que nos ha ido seduciendo a lo largo de la cinta. Suena Si me das a elegir, de Los Chunguitos. Lleva una bolsa con sus pocas posesiones y con unos fajos de billete que no sabemos si le servirán para comprar su ansiado piso, pero sí al menos para cambiar de vida. No lo sabremos, la película acaba allí. No hay continuación ni segundas partes. En Deprisa, deprisa acabó también la carrera cinematográfica de Berta Socuéllamos, no volvió a trabajar en ninguna película más ni en obra de teatro alguna. Si alguna vez albergó ilusiones por ser actriz, se terminaron con la cinta de Carlos Saura. Desapareció para siempre, sin que sepamos nada más de su vida, salvo su matrimonio con otro de los actores de la película, con José María Hervás. Ignoramos si su vida fue fructífera o no. Mientras, su compañero en la ficción, Pablo, interpretado por José Antonio Valdelomar, corrió peor suerte: murió en la cárcel de Carabanchel por sobredosis, el año mítico de 1992.

Deprisa, Deprisa obtuvo el Oso de Oro a la mejor película en el Festival de Cine de Berlín, días después de que unos Guardias Civiles entraran en el Congreso con obscuros fines, un acto que sería el final de una etapa y el inicio de otra en el que el desencanto se volverá el tono dominante del país.