miércoles, 1 de enero de 2025

Murales

 


En 2010 el director de cine Héctor Olivero presentaba su película El Mural en la que narra el paso del pintor y muralista mexicano David A. Siqueiros por Argentina. Ahí recibió el encargo de pintar un mural en el sótano de la mansión del empresario periodístico Natalio Botana, todo ello en medio de una crisis generalizada y un acentuado conflicto social.

La película recoge a la perfección el ambiente del país en aquel año de 1933. Crisis, movimiento obrero en alza, un cada vez mayor activismo fascista que ensalza a Mussolini y a un Hitler recién llegado al poder en Alemania, una división en la burguesía entre un sector muy derechizado, nacionalista, y una burguesía liberal más cultivada y cosmopolita, todo ello en un ambiente que no distaba de lo que ocurría en Europa. No en vano, como ejemplo de la comunicación entre las dos orillas, el arte y la literatura latinoamericanos estaban muy ligados a lo que estaba pasando al otro lado del Atlántico. Las vanguardias atrajeron a los artistas latinoamericanos que a su vez, con sus obras, impactaron entre sus colegas europeos. Los murales de Siqueiros, como los de Diego Rivera o José Clemente, embelesaron a los surrealistas en una admiración que fue creciendo.

Los escritores latinoamericanos, por su parte, conocían Europa, París era ya un foco de atracción internacional, pero a su vez, comenzó a establecerse, después de lustros dándose la espalda, el contacto entre escritores latinoamericanos y españoles, vínculo que se siguió manteniendo con los escritores españoles del exilio, tras la desgraciada guerra de España, muchos de ellos refugiados en los países sudamericanos.

Pero además la película refleja un momento álgido en el compromiso político no sólo de los cenáculos artísticos o literarios, también de numerosos núcleos obreros que comenzaban a cuestionar con fuerza el (des)orden del mundo. Siqueiros, al igual que Pablo Neruda, que también aparece en la película, eran comunistas convencidos, partidarios acérrimos de la Unión Soviética, lo que no les impedía ciertos tics que hoy censuramos como machistas. Además, la cinta sugiere también el fraccionamiento que sufrió el movimiento comunista internacional, con corrientes que se desmarcaron del estalinismo, incluso antes de que comenzaran los procesos de Moscú, que reflejaron el lado más terrible de lo que había acabado siendo el país de los Soviets. De hecho, tales divisiones fueron el motivo que enfrentó a Siqueiros con Diego Rivera, afín a Trotsky, quien contribuyó a que el revolucionario ruso fuera acogido en México, el profeta desterrado.

En gran medida, el exilio de Trotsky simbolizó las expectativas pero también la tragedia de los primeros decenios del siglo XX. Su asesinato, junto con la IIª guerra mundial, supuso el final de una etapa de esperanza y creatividad. Aunque ya había visos del desencanto que empezó a bullir en aquellos años. La escritora Ana Rodríguez Fisher lo ha mostrado con enorme delicadeza en su última novela, Antes de que llegue el olvido, publicada el año recién acabado por la editorial Siruela, la manera como la desesperanza se apodera de la realidad, se convierte en desencanto, en decepción y pesimismo.



Pensar en ese periodo de entreguerras, cuando estamos conmemorando año tras año el centenario de muchos de sus lances, nos lleva a plantearnos el periodo actual. Pese a todo, y sobre todo pese al desastre final, no podemos dejar de contemplar, a menudo con no poca envidia, la enorme libertad creativa, la imaginación vigorosa y el anhelo de libertad con que se vivió en aquel tiempo. Hubo sombras, no cabe ninguna duda, pero también muchas luces. Los desfavorecidos de Europa y América elevaron su voz reclamando una dignidad que el sistema capitalista no les proporcionaba. Los desfavorecidos de África y de Asia se levantarían después, pero sus victorias y sus utopías duraron bien poco, mucho menos que las de los primeros cuarenta años del siglo XX. Pero hoy ni siquiera contamos con muchas expectativas emancipatorias, el panorama es tan desolador que a veces parece mejor mantener las pequeñas parcelas conseguidas. El auge del racismo es pavoroso, ya ni siquiera se oculta por vergonzante la jeringonza racista, se defiende un neoliberalismo extremo que crea miseria imposible de tapar por los datos triunfalistas de la macroeconomía. La cultura, incluso la educación, se arrincona, incluso se repudia abiertamente. Hay una exaltación de la incultura, de la brutalidad, del egoísmo. Da miedo lo que a veces intuimos que puede llegar a ser el mundo de los próximos años.

En El Mural contemplamos como ese mundo libre, creativo y sugerente del periodo de entreguerras tiene muchos claroscuros, el paraíso apenas logra esconder sus malandanzas. Pero lo fue, un atisbo de libertad y de creación. No obstante, el mundo se empeñó una vez más en mostrarnos siempre su lado más siniestro. El gigante que fue aquel periodo tal vez tuviese los pies del barro, lo que nos ha conducido a esta nadería de ahora, cien años después. Claro que, dicen, nada es para siempre, ni lo de entonces ni lo de ahora.