viernes, 6 de enero de 2017

«El triangulito»

Pero, ¿qué es eso de la familia?¿Es algo tan convencional que se rompe o ha existido alguna vez?¿Convencionalismo o institución asentada?¿Es cierto, como afirman con alarma, a veces rimbombante, algunas instituciones entre otras religiosas, que está en peligro, amenazada por nuevas formas de relacionarse, lo que, según ellos, entrañaría serios peligros para toda la sociedad?¿Acaso esas otras formas de relacionarse no han existido siempre, lo único que no salían a la luz, lastradas por la sociedad bien pensante?

Durante decenios el paradigma del asunto parecía ser el reflejado en la película La gran familia, del director Fernando Palacios, un núcleo familiar con muchos hijos cuyo jefe de familia, cómo no el padre, es el que trabaja y aporta los ingresos, los medios de vida, a veces con pluriempleo, y la madre se convierte en la gestora de la casa, también pluriempleada pero sin salario ni a menudo reconocimiento, “sus labores” decían que era su ocupación, sonaría a chiste si no fuera mucha la frustración reinante; por lo demás, un núcleo familiar que estaba bien insertado en una familia extensa, los abuelos, los tíos y los primos, todo un clan al tiempo que, según la propaganda al uso, pilar fundamental de la sociedad.

A partir de los sesenta la carestía de la vida, los precios cada vez más altos y un aumento del consumo, lo que obligaba a ciertas prioridades, al tiempo que una mejor sanidad y un nuevo concepto de ocio incidió en reducir, primero, el número de hijos; luego, una mayor movilidad geográfica de las personas -migraciones interiores y exteriores, cambios de ciudad de los individuos por razones de estudio, de mejoras laborales o simple y llanamente por voluntad de cambiar de aires- redujo en gran medida los lazos de las familias extendidas, el clan. Con la transición llegó el divorcio a España, al principio con un pesado formulismo y plazos un tanto plúmbeos, como si los cónyuges tuvieran que poner a prueba su voluntad de romper el sagrado vínculo, más tarde con una notable mejora jurídica que facilitaba el trámite en cuestión sobre la base de la voluntad. Aparecen las familias monoparentales, un solo progenitor, y luego las parejas homosexuales reconocidas como matrimonio con posibilidad de cuidar a hijos, ya sean de un miembro de la pareja o adoptados. Los guardianes de la moral afirman rotundos que este último modelo, además de poner en peligro la sagrada institución, dañaría a todas luces a los niños y niñas bajo su tutela. Vistos los efectos que se dan en no pocas familias convencionales, las de toda la vida, muchas veces nocivos, frustrantes o limitadores, a uno como que le da igual los peligros de corrupción de aquellos, peor no podrían salir, desde luego.

Pero hete aquí que hablamos de parejas, el amor es cosa de dos, ya sean en su forma convencional, mayoritaria, un hombre y una mujer, ya sea en nuevas fórmulas: dos mujeres, dos hombres. Pero siempre dos.

En 1970 -la fecha es importante: aún estaba España bajo la tutela de una dictadura moralista en cuestiones de vida cotidiana que contaba con la alianza, aunque cada vez más crítica, de la Iglesia Católica- el director José María Forqué y el guionista Jaime Silas realizan una película, El triangulito, en la que, no sin ironía, a modo de chufla, como se podían presentar estas cosas y no ser censurado en el intento, se plantea una relación a tres, consentida y aceptada por los tres, lo que hoy recibe incluso un nombre: poliamor.

Una bella señorita, Laura, interpretada por Dianyk Zurakowska -y según los cánones de la época, rubia y ojos claros-, entra a trabajar en una céntrica e importante tienda de muebles de una gran ciudad. El director de la tienda en cuestión, al ser ella hija de un ejecutivo de la empresa, la pone a trabajar bajo la protección de dos de sus mejores empleados, Sabino (interpretado por Gérard Barray) y Lázaro (interpretado por Fernando Fernán Gómez), ambos casados no muy felizmente, no porque las respectivas relaciones sean broncas, sino porque resultan convencionalmente aburridas, rutinarias y previsibles. Los dos empleados no sólo se dedican a formar a la señorita en las artes de las ventas, sino que empiezan a mostrar su interés por ella más allá de lo profesional. En vez de una competición entre ambos hombres, como sería de prever, por ver quién gana los favores de la dama, se produce una relación voluntaria y consentida en la que los dos se convierten en “maridos” de la mujer, eso sí, a espaldas de las respectivas esposas legales. El triángulo se lleva con relativa discreción, pero tampoco se oculta por completo. Alquilan un piso donde vive Laura y al que acuden ambos hombres, siempre al mismo tiempo, después del trabajo.

La relación entre los tres es absolutamente feliz y pasional, siempre con la suficiente castidad que evitase sin duda problemas a la cinta más allá de lo aceptable, aunque ya a finales de los sesenta y comienzos de los setenta hay el suficiente relajo en las costumbres que comienza a permitir ciertos planteamientos. Cuando la relación sale a la luz se produce el correspondiente escándalo y peligran ambos matrimonios, aunque se aplica por recomendación de la esposa del director un medio muy utilizado por los convencionalismos sociales: el olvido voluntario, a todas luces un oxímoron, aunque tan real como las convenciones. Salta a la vista al final que tales convenciones salen ganando, pero a todas luces se aceptaría la inadmisible relación ya sea porque viene bien comercialmente ya sea porque al final a quien le importa lo que se haga, parafraseando una famosa canción.


Hoy el planteamiento de la película nos puede resultar algo inocente. La familia está cambiando, en efecto, aunque más lentamente de lo que se cree (a lo mejor es una sensación provocada por las entrañables Navidades que ahora terminan). Más bien se han relajado ciertos hábitos, aunque dudo mucho que se den hoy más casos de poliamor que hace unas décadas, igual que no hay más homosexuales ahora que hace unos años, tan sólo se habla más de ello y se disimula menos. Lo que sí ha aumentado seguramente es el número de personas que optan por no establecer ningún tipo de relación estable. Sea lo que fuere, no parece tan fácil el cambio de convenciones, de paradigmas y clichés, tal vez la fuerza de la costumbre sea demasiado fuerte siempre. O como afirmaba Gramsci, siempre es difícil asentar nuevos valores.

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