domingo, 24 de mayo de 2020

Camarón de la Isla según Federico García Lorca


No ha pasado desapercibido el final del capítulo tercero, en su cuarta temporada, de El ministerio del tiempo. En él, Julián, el reaparecido agente interpretado por Rodolfo Sancho, lleva a Federico García Lorca, interpretado por Ángel Ruíz, hasta el año 1979 a través de una de las puertas del tiempo y asisten ambos, emocionados,  a un concierto de Camarón de la Isla en el que canta La leyenda del tiempo, uno de los poemas del escritor que pertenece a la obra de teatro Así que pasen cinco años, estrenada en 1931. El personaje de Lorca reconoce que es cierto que se puede viajar por el tiempo y descubre que en ese futuro lejano su figura y su obra aún están presentes. «España se acuerda de mí, he ganado yo», dice el autor, más bien el personaje, y de este modo asume su destino fatal, tal vez también esa necesidad de trascendencia que, dicen, todo escritor posee como deseo.

Hubiera sido un ejercicio bonito y muy literario saber qué hubiera dicho García Lorca de Camarón de la Isla. No lo podemos saber: hay cuarenta y tres años por medio entre una muerte que simboliza como ninguna otra el drama de aquella guerra, aunque sin duda ninguna muerte hubiera debido suceder, y una canción, una de las más bellas sin duda del cantaor gaditano, todo ello en un país que, dicen, posee un espíritu demasiado trágico, aunque yo no me acabo de creer mucho eso de que exista un espíritu colectivo que defina a todo un país. El espíritu, de existir, va cambiando con el tiempo, en los pueblos y en las personas.

Es un final que ha llamado más la atención que el mismo capítulo y la nueva temporada de la serie. Se ha escrito sobre ese breve homenaje a García Lorca y a todas luces ha conmovido, emocionado y sobrecogido. También ha creado alguna que otra polémica sobre el autor, la política y su muerte trágica a manos de quienes se levantaron contra la República y cimentaron una dictadura que ocupó casi todos esos años entre la muerte de Lorca y la canción de Camarón. Claro que no veo el interés por definir al poeta en alguno de los bandos políticos de aquel momento, al fin y al cabo él no se definió de un modo claro, no hizo política, al menos una política militante, como entendemos por lo general cuando utilizamos la expresión hacer política. Conoció, es cierto, a políticos en activo y a personas que optaron por militar, en uno u otro campo. Pero su compromiso social estaba en su obra, en su reflexión sobre la realidad y los seres humanos, muchas veces más importante que el compromiso político en sí mismo. A menudo olvidamos que lo político no se circunscribe a lo institucional o al debate ideológico, sino que tiene que ver también con lo comunitario, con las relaciones entre las personas de una comunidad. Pero no es de esto de lo que hablamos.

Sea lo que fuere, también es verdad que un escritor como García Lorca sólo pudo aparecer en un contexto como el que se vivió en España durante esa edad de plata de las artes y de las letras. Hubo además, desde finales del siglo XIX, un interés enorme por elevar el nivel educativo de la población y surgieron iniciativas de todo tipo por articular una población que pudiera salir del analfabetismo. Hay que tener en cuenta que García Lorca nace en 1898, un año ya de por sí emblemático. Cuando él nace, la Institución Libre de Enseñanza llevaba veintidós años funcionando y seguiría presente durante treinta y ocho años más. En paralelo, surgieron ateneos –tanto los ateneos burgueses como los populares–, sociedades culturales y recreativas, asociaciones y sindicatos que potenciaron, muchos de ellos, la alfabetización de una población desprovista de herramientas educativas. Durante la Restauración y bajo la dictadura de Primo de Rivera se empezó a crear tímidamente un sistema escolar público, hasta entonces en manos de la Iglesia Católica, pero fue sobre todo tras la proclamación de la República, el año de la obra de Lorca con el poema La Leyenda del tiempo, cuando se dio un enorme impulso a la educación.

Sin duda fue el mayor y quizá único logro de aquella República, lo que más le caracterizó. Por desgracia, en unos tiempos como estos en que vivimos en los que no parece valorarse mucho lo cultural y la educación está más bien encauzada a integrar a los alumnos en el sistema económico, más que en dotarles de herramientas propias de conocimiento y decisión, ese esfuerzo educacional de la República pasa más y más desapercibido, nadie lo recuerda ni parece ser objeto de estudio. Quizá sea en varias novelas de Josefina Aldecoa donde podamos conocer algo de aquel sistema educativo.

Tal vez por ello el personaje de García Lorca, en la serie, se emociona al ver a un cantaor gitano convertir en canto su poema. Puede que vea una continuidad de su grupo de teatro, La Barraca, en ese concierto de 1979, un año complicado también, no exento de tensión y de muerte, la transición no fue al fin y al cabo tan modélica como nos dijeron que fue. Y sí, no hubiera estado mal que García Lorca escribiera sobre Camarón de la Isla, sobre su música que rompió moldes y que tuvo mucho de inconformista y deshizo moldes. No sería descabellado pensar que le gustase ese cantaor de voz ruda y fuerte. Quiero creer, a diferencia de lo que ocurre en el capítulo, que no hubiese pensado tanto en que le seguían recordando cuarenta y tres años después de su muerte, sino en que se pudiera recuperar esa edad de plata cuyo hilo se rompió con la guerra y la dictadura, un hilo que, sin saberlo, retomaba Camarón de la Isla.

viernes, 15 de mayo de 2020

15M


No creo que se vaya hoy a recordar aquel 15 de mayo de hace nueve años que llenó muchas plazas de capitales, ciudades e incluso pueblos de toda España. Inmersos como estamos en los efectos de una pandemia, el pasado se diluye a pasos forzados hasta desaparecer en la neblina del olvido. Puede que sea algo cursi decirlo así, pero al final sólo nos queda la cursilería para expresar este nuevo escalón hacia la nada y que algunos rellenan de épica, pero una épica de cartón piedra. 

Tampoco me parece, por otro lado, que haya muchas ganas de recordarlo, ni siquiera entre sus protagonistas. La nostalgia es casi siempre fruto de una cierta decepción y choca con la necesidad de épica, incluida la épica cartón piedra mencionada. Pero además el pasado, incluso cuando es reciente, no parece interesar mucho entre nosotros, aunque sea para entender algo de lo que pasa en el presente.

Ni qué decir tiene que aquel 15M tuvo bastante de grito desesperado, por mucho que la prensa recogiera las frases ingeniosas escritas en cartones, estética precaria, por supuesto, y que colgaban de farolas o se llevaban a las asambleas y concentraciones, alzándolos con los brazos sobre la cabeza para que se leyeran los lemas y así mostrar tal vez que la rabia no estaba reñida con la poesía. Pero al final sólo quedó el acto en apariencia poético, una y mil veces ensalzado, también se habló del protagonismo de una juventud, la más preparada de la historia, decían, que estaba condenada a la precariedad y a vivir peor que la generación de sus padres, por tanto sin progreso ni prosperidad y con altas dosis de frustración porque dominaba la idea de que, si esto era así, era más bien por ineptitud personal. Lo comunitario parecía haber perdido la partida en los debates.

Olvidaban muchos intérpretes de la realidad que el progreso se había diluido como idea tras las distopías autoritarias del siglo XX, el horror del nazismo, la crisis medioambiental, la globalización, una posmodernidad que ensalzaba el presente, el consumismo, la superficialidad material, el mero discurseo vacuo, todo lo cual se concretaba en la corrupción  cotidiana, una única soflama en las instituciones, unas ciudades que no se constituían ya en centros de sociabilidad y cultura, sino en meros decorados para el disfrute a veces casi único del turismo y de las élites.

En cuanto a la prosperidad, seguía existiendo, pero cada vez más en manos de una minoría que no era en absoluto comedida, muy al contrario, resultaba de un exhibicionismo un tanto insultante, pecaminoso incluso, y a partir del 2008, tras los gloriosos años de expansión económica, ya no hacían ninguna gracia ni los buenos tiempos ni sus gestores, como no la hacía recordar a un ministro socialista que unos años antes afirmaba orgulloso que España era el país de la UE donde más fácil resultaba hacerse rico o veíamos la foto de una alcaldesa de Valencia y un presidente de la Comunidad Valenciana, de signo contrario al ministro, subidos sonrientes en un Ferrari. Los años de gloria se habían difuminado, Marina d´Or se volvía un decorado fantasma frente al mar y los sanitarios, hoy heroicos y aplaudidos, padecían en primera línea las consecuencias de los recortes y las privatizaciones. Había que adaptarse a los tiempos, decían, es lo que hay.

 No, pese a los lemas y a las frases bonitas y ocurrentes, aquellas acampadas no eran poéticas, aun cuando se buscara el sentido real de las palabras. El campo de batalla en que se había convertido el lenguaje las había desvirtuado por completo y por tanto también todo discurso lo estaba, y cuando se ocuparon las plazas se intentó recuperar el sentido de las mismas, pero puede que ya fuese tarde. Lo del lenguaje ha ido a peor, por cierto. Hoy se emplea con total impudor lo de distancia social o inmunidad de rebaño sin que nadie parezca caer en la cuenta de la ambigüedad que entrañan y lo impreciso que resultan en cuanto a su significado. Quizá no sea del todo involuntario.

El hoy olvidado 15M no fue desde luego un acto poético, aun cuando hubiera lemas y frases ocurrentes, pero tampoco fue revolucionario, aun cuando se plantearan dialécticas varias y se discutieran programas y proyectos. Tuvo mucho más de grito por la supervivencia ante una insostenibilidad brutal de toda aquella realidad imperante. Hubo momentos de enorme envergadura, incluso intensos, tan necesitados como estamos, repito, de épicas en esta realidad tan insustancial, en este continente que vive más de viejas glorias que de concreciones presente, en una España más de fachada que de interiores. Pero en gran medida fue una expresión desesperada y de impotencia que ha acabado siendo un mero mensaje en una botella lanzada al proceloso mar del tiempo. Aun así, hay que lanzar más botellas al mar, me temo, con mensajes que tal vez no lleguen a ninguna parte. Nueve años después no parece que estemos mejor, es más, lo que se nos viene encima resulta tremendo.

Para colmo, como si de una broma se tratara, vemos hoy a los patricios salir en Madrid a protestar con énfasis y vehemencia, la revuelta de los cayetanos, la llaman, con gritos épicos (de la épica cartón piedra) que reclaman libertad, con imágenes ridículas. Símbolos de los tiempos, me temo. Un hombre golpea una señal de tráfico con un palo de golf. No hay desde luego ni un ápice del intento de poética de hace nueve años. Verlo nos traslada más bien a Jon Manteca, el cojo manteca, que con sus muletas golpeaba en 1987 otra señal de tráfico, también en Madrid, la misma ciudad donde se inició el 15M, desde una situación diametralmente opuesta, de ahí lo ridículo de la imagen actual. En 1987, por cierto, fue cuando se empezó a hablar de desencanto.

sábado, 9 de mayo de 2020

Pasados


La sociedad que se reanude tras la epidemia, nos dicen, será diferente, incluso la incluyen en una nueva normalidad, una fórmula que inquieta por lo extraña que resulta, influidos como estamos, sin duda, por tantas distopías, el siglo XX estuvo repleto de ellas. Claro que el futuro no lo conocemos, tal vez ni siquiera lo tengamos delante, a la vista, sino detrás, a nuestras espaldas, no lo podemos contemplar, lo ignoramos todo sobre él, como apunta la poeta brasileña Marília Garcia: «(…) o pasado fica diante de nós  à nossa frente: / afinal podemos ver o que lá aconteceu / e o futuro ainda desconochecido / fica atrás às nossas costas / pois não o vemos»; estamos acostumbrados a esa línea trazada por la idea de progreso que va surgiendo sobre todo a partir de la Ilustración, partimos de un pasado en el que fuimos débiles y atrasados; avanzamos hacia la plenitud y la prosperidad, y el futuro, creíamos, estaba ante nosotros, a la espera de convertirnos en mejores. Incluso nuestras vidas individuales estaban imbuidas por esta idea de prosperidad y progreso.

Pero no es así, no parece que sea cierto que toda etapa posterior resulte, por una cuestión de temporalidad, mejor que cualquier etapa anterior. El nazismo, hoy estamos a setenta y cinco años de su derrota, fue a todas luces un retroceso brutal en una nación que destacaba por su cultura y su desarrollo, pero que avanzó hacia la barbarie y la brutalidad. Quizá sea el ejemplo más evidente. La historia no es lineal, sino que va dando curvas, alternando avances y retrocesos. Claro que deberíamos también cuestionar el concepto de progreso, no lo es en todos los casos que así lo considerábamos.

Por tanto, la sociedad que surja de la pandemia puede ser mejor, quizá aprenda de lo ocurrido, se cuestione muchas de las bases que la sustentaron antes que se expandiera la enfermedad, hablan por ejemplo del aspecto medioambiental, de la relación con la naturaleza, pero también de otros valores que, se ha comprobado, no han funcionado; pero también puede ser peor, puede que se reafirmen los nacionalismos más cerriles, se asuma el autoritarismo como forma de gobierno, legitimado además por razones ajenas a la política, se refuercen las fronteras y se diluyan los principios de la cooperación y de la solidaridad. No podemos saber lo que tenemos, como sugiere Marília García, a nuestra espalda, ni siquiera ese futuro a punto de iniciarse.

La pregunta clave es entonces, no lo que nos deparará el futuro, sino qué recordaremos de este presente cuando sea pasado.

La memoria sirva tal vez para aprender, sacar conclusiones y, en la medida de lo posible, determinar nuestras decisiones, las colectivas y las individuales. Pero a menudo optamos por el olvido o por no plantear ni cuestionar nada. Se lanzan discursos que pretenden recoger la historia, pero son sólo palabras muchas veces huecas que sirven nada más que para aplanar debates. Ahora incluso se habla abiertamente de establecer relatos sobre lo ocurrido, no interpretaciones ni puntos de vista, sino relatos que tienen sus lógicas internas, pero no tienen por qué vincularse a la realidad, a lo que fue.

Puede que esto sea así porque en algunos casos es desde la literatura donde realmente se establece el análisis de la historia, sobre todo de la historia más reciente. El conflicto vasco es, sin duda, uno de los ejemplos más evidentes. Ha pasado un decenio desde que la lucha armada dejó de ser una realidad, el conflicto daba sus últimos coletazos después de lustros de enfrentamientos violentos, los años de plomo lo llamaban. Hoy todo aquello parece no haber existido, uno atraviesa las calles vascas y sólo un observador atento puede darse cuenta de algunas fallas, no son palpables, sino que las aprecian los ojos más dispuestos. No se habla de ello, nadie rememora nada, se pasa a lo sumo de perfil, aun cuando haya incluso instituciones varias que pretendan el análisis con el fin de sacar las conclusiones que sirvan para ir cerrando heridas. Pero lo que se busca, se reconoce incluso, es un relato. Para colmo, quien rompe el consenso y saca el tema lo hace más bien para obtener réditos políticos o desacreditar a oponentes políticos o acuerdos con tal o cual organización. No es en la política, en la prensa o en las referidas instituciones donde se plantea ese pasado, sino en la literatura, son varios autores quienes han comenzado a escribir sobre el conflicto, bien como tema central bien como elemento de fondo. Estoy leyendo La Carretera de la costa, de Kepa Murua, una novela que combina el relato de una historia con la reflexión sobre la Euskal Herria que fue. A partir de una acción terrorista cuyos autores se confundieron de objetivo –de víctima, recuérdese, por muchas matizaciones que se hagan–, este escritor da unas pinceladas de la realidad a todas luces clarividentes. No parece que los analistas más académicos describan tan bien lo que fue. No se equivocó Marx al buscar claves sociales más en las novelas –en su caso de Balzac– que en los sesudos estudios académicos de su época.

Pero no sólo ocurre aquí, en este rincón de un Estado que tampoco ha acabado de asumir su pasado reciente, aun cuando el tema de la memoria haya saltado durante un tiempo a un primer plano y se exija la restitución de las muchas víctimas abandonadas en cunetas y fosas comunes, desaparecidas o torturadas en comisarías. Durante años el pacto de la transición, con el correspondiente establecimiento de la democracia, pareció estar basado en el olvido, en el no recordar, incluso en obviar ciertos privilegios de algunos. No se habla, sólo los familiares directos de las víctimas parecen querer el recuerdo. Por tanto, no son sólo los vascos quienes olvidan, es algo común en España. En Francia, por su parte, ocurrió otro tanto con su historia reciente, la de la guerra y el periodo del Gobierno de Vichy, e incluso el verbo collaborer ha sido durante mucho tiempo evitado por no rememorar aquella etapa.

Una vez más la literatura parece más presta a servir de vanguardia en una reflexión que cuesta desarrollar ante tanto discurso patriótico y una historia que a veces parece escribirse para reafirmar posiciones. Por eso preocupa tanto que la literatura se esté colocando en la parte más periférica de la sociedad y que quede arrinconada entre todas las otras actividades de unas sociedades que están prefiriendo el olvido. A veces resulta molesta por ese afán de sustentar la memoria.