jueves, 23 de febrero de 2023

Retórica ante una guerra

 


Vuelve la retórica rancia, la de antaño, como si el tiempo volviera atrás y retrocediéramos más de cien años, a esos primeros lustros del siglo pasado, a ese inicio del XX en el que parecía que el sistema burgués triunfaba y se expandía mal que bien, y se expandió, en efecto, la gran burguesía reflejada en las novelas del XIX salía triunfante, aunque se fuera diluyendo poco a poco hacia una vaga idea vaporosa y etérea de la actual clase media y mediocre, aunque todo apunta a que persiste la gran burguesía y tiene aún la sartén por el mango, tenemos la ventaja, la perspectiva, de vivir en el siglo siguiente, aunque en un ahora que lo resitúa todo bajo la pátina del tiempo, conocemos el final de aquella historia, o la reescribimos a nuestro gusto, o al gusto imperante, más bien, todo un clásico esto de los valores dominantes, siempre tan distorsionadores, pese a lo cual es imposible no tener en cuenta los ecos de un movimiento obrero entonces en ascenso, amenazante, aun cuando roto ya entre moderados o etapistas y radicales o revolucionarios, frente al cual se removía una nobleza de estética imperial que se adaptaba, a pesar de sus galas palaciegas, a la economía liberal, quien no se adapta muere, puro darwinismo social.

Vuelven hogaño las retóricas de antaño. Putin habla de una Rusia invencible, gloriosa y eterna, se dirige a todas las capas de la Gran Rusia, Patriarca inclusive que escucha entusiasmado la defensa de las buenas costumbres y de las esencias patrias, oriente frente a occidente, como si estuviéramos en alguno de los escenarios de la novela rusa de la época, o mejor dicho de los líbelos de exaltación de la patria. Por su parte, Biden acude a la defensa de nuestro modo de vida, de nuestra libertad, libertad a consumir, entiéndase, el mismo concepto defendido por otra política de nuestros lares, y defensa de la democracia que merecen los ucranianos, aunque sea una democracia de encuadre difícil, más limitado, pero democracia al fin, algo que no merecieron los iraquíes, a los que se invadió bajo la excusa de armas tremendas de destrucción masiva que luego resultó, por arte de birlibirloque, que no existían, ni la merecen hoy los yemeníes, atacados con armas, cosas del mercado, construidas bien cerquita, por nuestras empresas armamentísticas, ni tampoco la merecen los palestinos o los saharauis, entre otros muchos pueblos. Mencionarlo tal vez sea demagógico o idealista o inepto para entender los mecanismos de la realidad.

Retórica añeja otra vez, en todo caso, que evalúa las situaciones según convenga, según beneficie a los poderosos de la tierra, Venezuela deja de ser un régimen opresivo para convertirse en un aliado, importa poco que su población siga o no en condiciones paupérrimas o peligren sus libertades como parecían peligrar hasta hace un año. Y lo que pasa en Perú queda en alguna columna mínima, cuando hay sitio en el diario o apenas unos segundos, como mucho, en los informativos de la radio.

Cosa en definitiva de esos discursos solemnes, legitimadores de las más sucias barrabasadas. En 1957 Stanley Kubrick saltaba a la fama con una película polémica, Paths of Glory (“Senderos de gloria”), que contaba un capítulo vergonzante de la primera guerra mundial, la de unos soldados franceses a los que se envía a una acción suicida, la toma de una posición imposible, ante lo cual el regimiento opta por la retirada y se inicia así un juicio incoado por el alto mando militar, que disimula su incompetencia con una retórica de honor y valentía, de exaltación patriótica y defensa de las sacras instituciones. La acogida de la película no fue pacífica, molestó a muchos de los gestores del (des)orden establecido, se prohibió en algunos lugares y en Francia no se proyectó la cinta hasta 1972. Las retóricas y la pompa ceremonial son cosas serias, al fin. Y se siguieron utilizando, mal que bien, un 23 de febrero de hace poco más de cuarenta años, por un teniente coronel que intentó salvar España. Queda incluso coherente como día previo al otro aniversario, el de la invasión de Ucrania para mayor gloria de los sueños imperiales y muerte cruenta para población civil y militar.

Tan serias son las retóricas y la pompas que no dejan lugar a voces disonantes, el pacifista responsable de nuestros días ha de ser, nos dicen, partidario del envío de armas al ejército de Ucrania y el ciudadano ruso de orden ha de estar presto a entrar en filas si así se lo requieren, ya nos hablarán otro día de los beneficios a esa industria armamentística o el negocio que será en su momento reconstruir un país desolado, buen negocio sobre todo para quien resulte vencedor, o para ambos. Entiéndase para sus empresas. Eso sí, quienes claman fervorosamente por la guerra, sea por la patria o para conseguir una extraña paz, difícilmente se les verá en los campos de batalla, salvo visita cordial y televisiva. Que se maten los de siempre, los que no tengan más remedio.

domingo, 19 de febrero de 2023

Memento mori

 


En Soylent Green uno de los temas es la muerte. No es un asunto tangencial en la película, sino central, y en su trama se nos presenta toda una industria de la muerte, no sólo la de los cadáveres como material fabril, sino además la de la muerte programada. Cuando los individuos se hallan ya cansados, sin fuerzas, pueden acudir a una empresa pública, El Hogar, para morir, siempre a gusto del cliente, con música clásica e imágenes de la naturaleza de antaño, por ejemplo, tal es la opción de uno de los personajes principales, Sol Roth, que ha vivido una época mejor, que recuerda y añora el mundo habitable en el que había comida fresca y paisajes hermosos.

Hoy existe esa industria de la muerte, aunque no coincide con la que refleja la película, y se acude a eufemismos porque la muerte no goza hoy de buena prensa, se esconde, parece que rehuyamos de ella, de allí que se exalte una medicina que alargue las perspectivas de vida, aunque muchas veces se trata más de existir que de vivir, siempre evitando citar la finitud inevitable, y aumentan las residencias y las empresas dedicadas a los cuidados, mientras que por otro lado se potencia la juventud, más bien una apariencia juvenil, lo más superficial. No es que la alternativa de Soylent Green sea mejor, más ética, tampoco se trata de eliminar de modo voluntario o forzado a los individuos menos útiles o productivos, ni mucho menos, pero sí de saber qué significa el hecho de vivir, la experiencia que comporta, su importancia real para el conjunto de la sociedad y el hecho de ser consciente de que la vida es perecedera. Hoy se ha optado por una exaltación vacía de la juventud y se desdeña la experiencia como parte del conocimiento, la experiencia que sólo viene de la mano de una existencia intensa y reflexiva, se alarga la vida de las personas, pero se esconde la decrepitud a la que se dirige aquella, rememorando inevitablemente y sin buscarlo, una y otra vez, la afirmación de Luciano, tantas veces repetida, «peor que la muerte es la vejez». Pero aun cuando en la actualidad haya una industria en torno a la vejez, a la muerte, se esconde porque lo que se exalta hoy es la juventud, sin más, a la que se atribuye una serie de características a las que todos han de aproximarse y que muchas veces están más adecuadas a usos y consumos tan propios del sistema social actual, de este capitalismo consumista desenfrenado.

No se habla de la muerte, se esconde de un modo vergonzante, pero está allí. No es casual que la industria armamentística sea hoy una de las más fructíferas, una industria que construye materiales para matar, aunque su venta se disfraza entre cuentas de resultados empresariales y objetivos estratégicos en apariencia encomiables. Pero no se habla de ello, de esta empresa mortuoria, como tampoco se habla ya de la muerte cotidiana, la que tenemos más cerca, la que nos recuerda día a día lo efímero de todo. En este sentido, la muerte ha estado siempre muy presente en la literatura como elemento de reflexión o como escenario cotidiano, no se ha ocultado, su normalidad literaria procedía de la normalidad con que la muerte se asumía en la vida. Habría que mirarlo, tal vez sea exagerado afirmarlo, pero parece que la literatura actual tiende a abandonar la muerte, como reflejo de esa realidad social, tal como la ha abandonada la sociedad del espectáculo en la que somos espectadores felices.

Por eso llama la atención un libro como el que nos propuso en 2021 Alex Oviedo. Ya el título es llamativo, Memento mori, apela a toda una tradición reflexiva y literaria. Reúne en él trece relatos en el que la muerte es el tema, mejor dicho, el acto de morir. No hay en ellos tremendismo, bien al contrario, el acto de la muerte se incorpora sin dramatismo, como un gesto cotidiano inapelable. Se cruza con nosotros con la absoluta naturalidad de lo habitual, aun cuando la hayamos olvidado, la extirpemos de nuestras conversaciones, empleemos eufemismos o nos forcemos a no tener en cuenta su cercanía.

Resulta a todas luces un libro recomendable, no porque nos ofrezca un tema novedoso sino, por el contrario, porque nos devuelve a una tradición literaria bien enraizada en lo vital, donde la muerte es parte básica. La literatura, recuérdese, forma parte fundamental de esa mirada tan necesaria como útil.

miércoles, 8 de febrero de 2023

Soylent Green

 


Cincuenta años han pasado desde la realización y estreno de Soylent Green y aterra pensar que la cinta, dirigida por Richard Fleischer, con guion de Stanley Greenberg basado en una novela de Harry Harrison, apunte a que su vaticinio se esté cumpliendo en la realidad de forma estricta, en algunos aspectos incluso de un modo cuasi preciso. Quizá no veamos en nuestro presente escenas como las que describe la cinta, aunque hayamos llegado al tiempo de la película, Nueva York no ha alcanzado los cuarenta millones de habitantes ni parece, al menos a primera vista, que la cotidianidad se muestre tal cual vemos en los sucesivos fotogramas. Pero esto apenas es una minucia si tenemos en cuenta que sí es real el calentamiento global del que se habla, sí que existe una crisis medioambiental de envergadura y sí que hay millones de hombres y mujeres atisbando la posibilidad de cruzar fallas que ejercen de fronteras, en nuestro caso no entre barrios, pero sí entre países.

Aterra pensar que avancemos hacia un escenario de crisis alimentaria que deje a una mayoría sin alimentación, que lo que ahora comemos con cierta normalidad se convierta en los próximos años en manjares para unos pocos, los más ricos, cada vez más ricos. Pero aterra todavía más que el desenlace de la película, el resultado de esa investigación del detective Robert Thorn, interpretado por Charlton Heston, ayudado por Sol Roth, encarnado por Edward G. Robinson, ya no suene como un despropósito, algo lejano si no imposible, ni siquiera como un argumento estrafalario, estrambótico, sino que, aun cuando ficticio, no nos extrañaría lo más mínimo que llegara a pasar.

La realidad supera la ficción, afirmó Oscar Wilde con razón, al fin y al cabo hay aspectos que aparecen en las novelas 1984, de Georges Orwell, o Un mundo feliz, de Aldous Huxley, que son de una rabiosa actualidad. Así que cómo no vamos a pensar en la posibilidad de un escenario no muy distante al que se plantea en Soylent Green, sin necesidad de alcanzar las anécdotas más escabrosas, vistas como metáforas de lo que está por venir. Tampoco hubiéramos imaginado vivir lo que se cuenta en ficciones de pandemias y lo hemos visto, nos hemos asomado a las ventanas de nuestras casas para contemplar la desolación de las calles, aunque sea unas imágenes que se van diluyendo a pasos agigantados, como se olvidan en estos tiempos sinuosos, líquidos o lo que fueren todo hecho real, ni dos telediarios que se suele decir. Curioso: recordamos las películas, olvidamos la realidad.

Volver a ver Soylent Green ahora, en el tiempo de la película, pero mucho después de su estreno, o años después de haberla visto por primera vez hace tanto tiempo que ya apenas se la recuerda, una más de tantas películas que indujo a pensar en el mundo que estaba por venir, estremece porque ahora no es una posibilidad lejana, sino algo que empieza a sonar más de lo que sería oportuno, conveniente y aconsejable. Existen las grandes corporaciones. Se dan los síntomas. Acaecen las catástrofes. Las advertencias, aunque vengan por medio de la ficción, caen en saco roto. Volvemos a lo mismo si no peor, al mismo sistema prolífico, a una productividad desaforada, al exceso lucrativo, el crucero o la devastación de los pocos espacios verdes mientras nos venden parches ecourbanos que apenas ocultan que la fiesta continúa, aunque la resaca, esta vez, pudiera ser mortal.

En la versión española, por cierto, recibió otro título: Cuando el destino nos alcance. Tampoco estuvo tan desencaminado el cambio.