miércoles, 27 de febrero de 2019

Cultura y tiempos modernos


En una entrevista realizada estos días en el programa Iflandia, de Radio Euskadi, el escritor Juan Manuel de Prada mostraba su pesimismo ante el panorama cultural actual. El cine, afirmaba, carece de calidad, la literatura es una actividad más y más marginalizada, y lo mismo se podría decir de las demás actividades culturales. No sé si es por mi parte cosa de la edad esto de sentirse fatalista ante lo que nos envuelve, pero me he sentido identificado con esas palabras. También es cierto que cada generación que va dejando tras de sí una mayor amplitud de tiempo, es decir, que empieza a tener una historia y una biografía a sus espaldas, tiende de forma inevitable a sentirse desolada, ocurría ya en la Grecia clásica. Puede que sea así por propia frustración, por un sentimiento íntimo de fracaso porque las cosas no han ido como se deseaba o por la insuficiencia o relatividad de los éxitos, ante lo cual lo que se intenta es disimular tales deficiencias con cantos de sirena sobre la fatalidad del mundo o, también ocurre, sobre las carencias de las generaciones más jóvenes.

Claro que hay síntomas, síntomas objetivos, que denotan que todo ese pesimismo tiene tal vez una base, un fundamento que decían antaño. Lo cultural ocupa cada vez menos espacio en nuestras sociedades. No hay más que ver, ahora que estamos en vorágine electoral, lo poco que se habla de planes culturales, en los programas y promesas partidistas lo cultural es apenas una línea más ornamental que real cuando aparece, cada vez menos. Se confunde ya de un modo absoluta ocio y cultura, y así lo encuadran muchos medios de comunicación que no lo separan, denotando un criterio más que lamentable de que la cultura es en gran medida un entretenimiento más. Y cuando se plantea alguna cuestión cultural es en forma de grandes infraestructuras que busca más la rentabilidad inmediata, vía atractivo turístico.

Pero además, como estamos en un modelo social donde se prima lo inmediato y lo superficial, la imagen que se proyecta de la creación es algo fútil, incluso frívolo. Abundan los concursos de cantantes o de cocineros –démosle a la cocina también una faceta artística o cultural– en los que se muestra una actividad artística como algo entretenido, mientras se concursa, siempre entre risas y pasatiempos, sin hablar nunca del estudio que hay en cualquier actividad de estas, un estudio rutinario, paciente y esforzado que da algún fruto a veces, pero a lo mejor no siempre desemboca, ni tiene por qué, en un éxito social.

Lo cultural como un decorado más o menos bonito. La cultura como un entretenimiento del que podemos desentendernos con facilidad. Pero al mismo tiempo, cuando más se ignora la importancia de la cultura, más allá de lo referido, un pasatiempo o las infraestructuras faraónicas, más personas parecen dedicarse a esto de la escritura, de la música, del cine, de las artes en general. No sé si es por la expansión de la educación o por esa sensación de que cualquier actividad cultural es fácil, según se aprecia en las pantallas televisivas. Tal vez, como nos recordaba un profesor, hay mucha gente que va de artista sin serlo. Claro que no es un fenómeno tan nuevo: en su momento hubo los intelectuales a la violeta.

Tampoco es que uno defienda un criterio trascendente de la cultura en el que se deba ante todo sufrir para elevarse a los grados más altos de sapiencia y sabiduría. Pero sí que hay que saber para dedicarse a ello. Por tanto, como en cualquier labor u ocupación, hay un trabajo, un esfuerzo para avanzar en cualquiera de estas actividades. Lo de las musas no suele funcionar. Si alguna vez llegan, su influencia es inocua si antes no ha habido un esfuerzo detrás. Algo que no parece muy viable en una sociedad en que todo se debe realizar sin apenas esforzarse.

Sea lo que fuere, en la cultura siempre hay un elemento de análisis de la realidad, un elemento que permite la crítica. No siempre van ligadas, cultura y crítica, pero qué duda cabe de que la crítica es posible si se poseen elementos de análisis, y tales elementos los suele aportar la cultura, aunque sea en forma de mirada disonante. Y esto es lo que siempre teme el poder, cualquier tipo de poder, incluido el que adopta las formas más democráticas. De allí que las distopías hayan contemplado siempre que la cultura se convierta en el principal enemigo de la tiranía o de la manipulación política, se detesta por tanto esa manía molesta de pensar que pone en peligro el orden establecido. Por eso los artistas se convierten en los enemigos de las dictaduras reales. Ray Bradbury contempló una sociedad, en Fahrenheit 451, en la que los libros estaban prohibidos y se quemaban aquellos volúmenes que existiesen aún.

Pero hay otras formas sutiles de acabar con la cultura o de neutralizarla y que algunas distopías han recogido. Georges Orwell hablaba en 1984 de la neolengua, con la que se simplificaba el idioma y se denominaba las cosas de otra forma para darle otro sentido a la realidad. Aldous Huxley, por su parte, planteaba en Un mundo feliz el manejo de las emociones para que el ciudadano sintiera de forma acorde al conjunto de la sociedad. Hoy tenemos la corrección política, sobre todo en el lenguaje, y también vemos un cine y en menor medida una literatura –será porque se lee menos– basada solamente en sentimientos, una narrativa emocional que se queda a flor de piel.

Parece que los poderes van optando por esto último. Lo de la represión es costoso y sucio, resulta mucho más viable que la cultura sea algo banal, inane, algo que se practica en los ratos libres, a lo sumo un mero pasatiempo para los domingos por la mañana.  

domingo, 17 de febrero de 2019

«Muchos años después»

En la película «Selfie» Víctor García León nos habla de la nadería política y social de nuestro tiempo, de cómo el debate público se ha convertido en un mero espectáculo sin sentido, una mera foto para el consumo rápido e insustancial, para que echemos unas risas, nada más, entre colegas, aunque el espectáculo lo podrá ver, eso sí, redes sociales mediante, todo el mundo, verán nuestras carcajadas y sonrisas en los selfies continuos, porque en gran medida es a todo el mundo a quien acabamos dirigiéndonos, fijando así la regla general de la alegría que hemos de mostrar de un modo acrítico y siguiendo unas normas creadas quién sabe por quien y que nos inducen a que tengamos que sonreír en todo momento, en todas las fotos, siempre, porque lo que importa es la apariencia, aparentar una actitud ante el mundo, ante los demás, ante nosotros mismos. 

Nada se fija entonces en esta realidad tan aparente y ornamentada. No olvidemos, como indica la expresión de moda, tan recurrente ahora, que estamos construyendo un relato. Ya no se trata por tanto de entender el mundo, interpretarlo, articular una opinión, dialogar, convencer mediante el discurso y el debate, por medio de un sentido del raciocinio todo lo vago que se quiera, o dejarnos convencer por las apreciaciones ajenas, si es que lo consideramos oportuno, sino de elaborar un relato a medida sobre la realidad, convencernos de su verosimilitud, coincida o no con lo real, porque de lo que se trata es de mantener el espectáculo vivo, un espectáculo que, por propia lógica con los relatos establecidos, se compone de monólogos que lanzamos en múltiples formatos, aunque siempre como mensajes en botellas lanzadas a la mar. No esperamos ninguna réplica, en parte porque en internet los mensajes se han multiplicado hasta el infinito, como infinitos son los selfies que se envían por doquier. 

No es de extrañar por consiguiente que los conceptos duren bien poco, apenas unos pocos telediarios, y aquello de las nuevas políticas se diluya con rapidez, ya nadie se acuerda, sólo cambian los protagonistas políticos, pero luego todo sigue más o menos igual. En apenas unos pocos años hemos visto cambiar por completo la clase política, calificada durante unos meses como casta, pero hablo sólo de los protagonistas, no de las políticas, dominadas éstas por el mero posibilismo, mientras los viejos dinosaurios aparecen para opinar, tal vez con la intención de que no los olvidemos del todo, tan rápido pasan las imágenes en las pantallas televisivas.   

Puede sin embargo que nada sea nuevo, que siempre haya sido así, un mero absurdo, una nadería. Claro que hubo momentos más sesudos, más profundos en los análisis, tal vez más trascendentes o por lo menos con más sentido de la trascendencia que se andaba buscando con ahínco, aunque eso no quita a que al final todo resulte cuando menos ridículo. No es de extrañar, apenas es un detalle, que haya quien hable en este cuasi decenio tan intenso de una segunda transición, iniciada aquel 15 de Marzo de 2011, qué lejos queda, con la que se rememora aquella primera transición, o la Transición, con mayúscula, en la que todo parecía posible, o al menos tan posible como permitían las circunstancias.  


José Antonio Gabriel y Galán termina en 1990 la que será ya su última novela, Muchos años después, un retrato de época, de esa transición cuyo eje es la muerte del dictador y que abrirá un periodo de grandes expectativas, pero también de enormes decepciones, las mismas decepciones que irán dominando a los dos protagonistas, Silverio y Julián, los irán forjando hasta transformarlos en personajes tétricos, absurdos, aunque puede que siempre lo hayan sido, tétricos y absurdos, por mucho que en un primer momento se tomen muy en serio a sí mismos. Sea lo que fuere, los autores acaban adoptando la misma actitud que la sociedad en general, una actitud basada en la decepción y en la extrañeza, en ese desencanto que sirvió a Jaime Chávarri para titular su reportaje sobre los Panero, los tres hermanos hablando de su padre y convertidos ellos mismos en un símbolo generacional. Ese desencanto que vivió también el propio Gabriel y Galán, que confesaba ser «lo contrario de un triunfador», según cuenta Juan Cruz en un artículo de 1994, al poco de morir el escritor. 


Porque estamos hablando de una generación que se pretendió heroica, y lo fue de algún modo, pero que tuvo que tragar con las decepciones y las renuncias, o del absurdo de su trascendencia, en el caso de los dos protagonistas de la novela. La generación de una época que construyó verdaderos antihéroes al convertir el desencanto en puro pasotismo, que es lo que vivieron muchas personas ante aquellos nuevos tiempos que al final no fueron ni de lejos lo que esperaban. Si el desencanto de los escritores, de los activistas, de los pensadores, de los artistas de aquel momento se reflejó en los hermanos Panero, el pasotismo quedó r
eflejado en el Cojo Manteca, un ser que vivía en los arrabales de la realidad y que fue blanco de las cámaras y de los telediarios durante las protestas universitarias de los ochenta, verdadero protagonista del momento, quedando en un segundo plano los motivos de las protestas, aquellas primeras reformas universitarias, de la enseñanza y laborales. 


Es un desencuentro con la realidad que nos saca de la propia realidad. En 1978 José Antonio Gabriel y Galán publica un libro de poemas con el título Un país como éste no es el mío, un título muy expresivo, el de una sensación de extrañeza, de extrañamiento intenso que aleja de la pertenencia a un país, a una sociedad. Unos años antes Max Aub tuvo la misma sensación, la de no pertenecer a un país que había considerado el suyo pero con el que se dio de bruces al regresar. Sin duda, si nos retrotrajéramos en el tiempo, encontraríamos el mismo sentimiento en muchas personas, señal inequívoca de que nada ha cambiado en realidad, y que el sentimiento descrito al principio, el de la extrañeza ante este tiempo de selfies y sonrisas, no es nada nuevo, se repite una y otra vez ante la decepción por la imposibilidad de cambiar nada. 

domingo, 10 de febrero de 2019

«Selfie»


Del daguerrotipo al selfie hay una larga senda que refleja un cambio en la percepción colectiva e individual. Es como si cada fotografía particular, según su formato y estilo, nos indicara información de la sociedad que la envuelve, por lo menos tanta información como sobre las personas o los objetos fotografiados. En este sentido, los daguerrotipos nos muestran una sociedad sobria, adusta, seria, lo que indica que da mucho valor a la responsabilidad, a asentar la propia imagen de un modo incluso solemne y, en gran medida, a dar un paso más por medio de una nueva tecnología en esa pulsión de trascendencia que nace de la conciencia de la propia muerte: la persona que aparece en un daguerrotipo pretende a todas luces que se le recuerde con una actitud hierática y digna.

Qué distinto a los selfies, tan banales e intrascendentes, tan anclados en una necesidad de mostrarse a los demás felices y ocurrentes, pero siempre sin gravedad y trascendencia. Nadie se hace un selfie en un momento importante y serio, porque se huye de cualquier mensaje profundo y de cualquier comunicación que vaya más allá de la mera expresión alegre o narcisista. El selfie es la expresión idónea en una sociedad que se pretende opulenta, rica, competitiva e individualista/individualizadora. El mensaje de quien se hace un selfie es palpable: aquí estoy yo y qué feliz que soy. Y el receptor del selfie asume que allí está el modelo a seguir, la actitud más idónea, lo que se ha de ser y cómo se ha de vivir. Poco importa que refleje o no la pura realidad. Es incluso capaz de morir por un buen ángulo.

Entre el daguerrotipo y el selfie, las fotografías han ido cambiando, han ido dejando atrás la sobriedad adusta que reflejaba la normatividad de las costumbres y se han mostrado más y más alborozadas a medida que se despojaban de reflexión y acudían a la mera satisfacción del instante vivido. De las fotografías grupales –las de la familia, la clase del colegio, las orlas universitarias– hemos visto como disminuían poco a poco el número de los fotografiados –el grupo de amigos, las parejas, los hijos– hasta llegar al selfie, donde sólo hay un protagonista, el yo absoluto –yo en un paisaje, yo ante un plato delicioso, yo en un acto político, festivo, musical, yo con un famoso–,un yo que es además el eje central de la fotografía. Y resalta ese yo porque sin duda está enmarcado en la más absoluta nadería, a la que pertenece también porque en el fondo no hay nada que contar ni que trascender, en consecuencia gana la mera presencia del yo, aun cuando ese yo acentúe esa nada e incluso asuma que esa imagen suya ni siquiera vaya a durar en el recuerdo tras una primera percepción. Durará lo que dure la sonrisa.

Es curioso, tanto en el daguerrotipo como en el selfie suele haber sólo una persona en primer plano, pero qué diferente que resulta el mensaje, la actitud, nuestra propia visión de lo que vemos. Ante el daguerrotipo reflexionamos. Ante el selfie sonreímos. No es lo mismo, en absoluto.

Puede que algo de todo esto tuviera presente Víctor García León cuando dirigió su película «Selfie», presentada en 2017 y que nos habla de la caída a los infiernos de un joven de familia bien, Borja, interpretado por Santiago Alverú, un pijo al uso, a cuyo padre, exministro, se le detiene y se le envía a prisión por múltiples causas relacionadas con la corrupción. Embargados sus bienes, el joven Borja ve entonces como se le rompe el orden en el que vivía, de bases efímeras bien a las claras: encuentra el vacío de los suyos, de su propia madre que parece seguir viviendo en la inopia, de su hermana que va a lo suyo, de su novia con quien ya no mantiene tal noviazgo, de su mundo de máster en el que de repente ya no tiene cabida. Acude al otro lado de la balanza político-social, a ese mundo reivindicativo de los movimientos emergentes tras el mítico 15M (hoy tan olvidado), el del «no nos representan» y la rabia álgida por una realidad que sigue haciendo aguas por todas partes. Parece que encuentra allí una acogida que no ha tenido entre los suyos. Borja pretende integrarse en ese magma social alternativo, procura mantener la alegría ante la pantalla, el selfie debe continuar, como el espectáculo que es, aunque tampoco ese mundillo alterno es lo que parece, no en vano ese pequeño grupo en que se integra está liderado por una ciega, Macarena, interpretada por Macarena Sanz, todo un símbolo del desconcierto en que se mueve toda esa nueva política.

 En la película ambos mundos se mueven como si no fueran en realidad conscientes de la situación. El mundo del que proviene Borja continúa con sus reuniones, sus mítines, sus gestos enaltecidos, un tanto artificiosos, como si todo ese episodio de corrupción y mala praxis no fuera con ellos, mientras que el mundo al que acude Borja actúa como si el lema otro mundo es posible tuviera un significado real, no fuera un mero gesto muy propio del selfie que se hacen sus partidarios en los mítines y encuentros, la más pura nadería de quien en el fondo sabe que nada se puede hacer ya, que la tesitura está entre destruir ese sistema putrefacto o integrarse en él, pese al mal olor. Todo apunta a que los de la nueva política han optado por esto último, puede que hasta con la razón que les da la imposibilidad de cualquier alternativa y la falta de valor de los sujetos políticos para poner toda la carne en el asador de la revolución. La realidad, cómo no, supera la ficción, y lo que hemos visto después del año de presentación de la película podría ser a la perfección una continuación de la misma, con un Borja y una Macarena que siguen sonriendo ante la cámara, aunque ya son más los instantes en que se sientan en las escaleras de cualquier rincón de Lavapiés en la más absoluta desolación.

Y es que todo pasa con una rapidez estrepitosa y, como la sonrisa o el recuerdo de un selfie, lo olvidamos en un plisplás. En apenas unos años las nuevas políticas se han vuelto añejas. La fiesta ha durado bien poco y apenas ha asomado más allá de las terrazas propias, aun cuando algunos insistan en mantener la música bien alta, para que la oigamos y se nos mantenga el ánimo bailongo, aunque lo que muchos ansiamos sobre todo es un poco más de silencio. Más silencio por favor, aunque no para pensar, sino para descansar de tanto esfuerzo por sonreír ante el selfie recién olvidado y olvidarnos de paso de nosotros mismos.

martes, 5 de febrero de 2019

Cibernética Esperanza


Cecilio Olivero Muñoz
Cibernética Esperanza
Senzala Colectivo Editorial

«Todo ocurre por una razón que no entendemos», afirma el narrador del relato en un momento dado, cuando ya tenemos una idea clara del camino recorrido por el protagonista, Casimiro Oquendo Medrado. Tal vez por ello, porque se nos escapa el porqué de las cosas, lo que motiva los hechos y quizá el sentido de la vida, no hay excusas o voluntad de justificarse, simple y llanamente hay una descripción de escenas que componen una vida, unos retazos que se van sucediendo de un modo aleatorio.

Tampoco hay por parte del protagonista un acto desesperado de rebeldía, no se rebela, no lanza una diatriba contra su vida ni por los hechos que se producen en ella, no hay un grito de angustia por todo ese sinsentido que le envuelve a él, a su narrador, pero también a su autor y en definitiva a todos nosotros, lectores y no lectores. Si le encierran en un centro psiquiátrico, vale; si le dan el alta y lo sacan de ahí, también vale. Así es la vida, al fin y al cabo. La vida de ahora, hay que precisar. A veces somos meras piezas de un rompecabezas que desconocemos y el componedor del rompecabezas va ensamblando las piezas que tampoco tienen un lugar único en el conjunto.

Por ello quizá haya que leer este libro -¿Novela?¿Colección de relatos o de retazos que tienen sus independencia narrativa respecto al conjunto?¿Biografía?¿Confesión?¿Tratado de la realidad? Hay que recordar que estamos en el tiempo de la no definición–, porque muestra una nueva actitud ante la vida, ya no es el grito ante Dios o ante la Historia, es simple y llanamente la descripción de lo que ocurre sin más, ni siquiera hay un objetivo, o puede que el objetivo sea la propia escritura. Ya que no podemos entender la razón de las cosas, escribimos y leemos porque sí, sin más, sin ni siquiera la intención de buscar un cierto orden.

Estamos ante un nuevo modo de entender la realidad y por ende la escritura. La tecnología, sin duda, ha cambiado la forma de mirar y de sentir, nos ha individualizado aún más, pero no para ayudarnos a determinar más el yo, sea esto lo que fuere, sino para aumentar más nuestra soledad, la desnudez de nuestras vidas, la impotencia ante tanto caos. Sí, nos seguimos relacionando, es verdad que nos reunimos con otras personas para hablar de libros, de política o de fútbol, nos casamos, nos liamos, nos divorciamos, formamos familias u otras formas de relación o acabamos buscando salidas terapéuticos –psiquiatras, psicólogos, escritura, reflexión, arte–, como se ha hecho toda la vida, pero ahora todo es de forma diferente. Tal vez lo que nos falta es lo antes referido, el acto de rebeldía, ese acto de miedo o de revuelta de Caín ante su destino que, sin embargo, asume. Ya no creemos ni en la revolución, ni en la democracia, ni en la tribu, ni en nada. Estamos solos con nuestra propia soledad. Quizá nunca la soledad fue tan evidente como en nuestra época, cuando vivimos en grandes ciudades y tomamos el metro junto a miles de personas, pero cada cual atiende sólo a su teléfono multifunciones. Cibernética soledad.

Tal vez por ello hay que leer este libro, el personaje que deambula por sus páginas es un reflejo de lo que somos, y esto es lo que une el relato a una luenga tradición, la de la literatura como espejo. Mientras, no es baladí, el título nos brinda la existencia de alguna esperanza pese a todo, aunque sea una esperanza cibernética.