miércoles, 29 de mayo de 2019

La vieja luna de Bilbao


En 1929 Bertolt Brecht escribía la letra y Kurt Weill le daba música a Happy End, un musical al uso, con aquel tono de cabaret tan propio de la época de entreguerras, en el que se incluía una canción, la Canción de Bilbao, con la que se elogiaba el ambiente de esta ciudad, «donde el amor todavía valía la pena» y predominaba la alegría, «de veras te daban cuanto querías» e imperaba la vieja luna de Bilbao, luna simbólica, tan llena de significados y sentidos.

No consta que Bertolt Brecht hubiera estado en Bilbao alguna vez, ni siquiera que existiera la sala de Baile Bil, que cita en la canción. Tal vez fuese un mero recurso estilístico, aunque puede que le llegaran los ecos alegres, bohemios, un tanto canallas de San Francisco y Las Cortes, aun cuando la imagen preponderante en aquel momento fuese la de una ciudad burguesa, conservadora, más liberal que tradicionalista, católica y mercantil.

Claro que en 1929 Bilbao era una villa dual, a ese carácter burgués se añadía otro, más obrero, proletario, marginal, mísero, pero también combativo. A la expansión de la ciudad por la parte llana, al otro lado de la ría, por la zona de Abando, se sumó el crecimiento por el sur, por las zonas escarpadas de los montes, zona de minas –minas de Miribilla y del Morro– y aluvión de casas baratas para el proletariado –mineros y obreros de la metalurgia o de los astilleros, trabajadores portuarios, donde por cierto trabajaron muchas mujeres como cargueras y sirgueras–, casas de goma, porque parecían expandirse para dar cabida en pisos pequeños al mayor número posible de personas, una broma las camas calientes de la actual inmigración con lo que vivieron aquellos inmigrantes que procedían sobre todo de Castilla, Extremadura o Galicia.

No sabemos tampoco si Bertolt Brecht, autor comprometido en lo político, revolucionario y anticapitalista, conoció el auge del movimiento obrero vizcaíno, con figuras como Tomás Meabe, Facundo Perezagua o los hermanos Arenillas, entre otros muchos, que reforzaron las organizaciones obreras de aquel momento, la UGT y la CNT, el PSOE, después el PCE e incluso el POUM, que tuvo un núcleo incipiente en Bilbao. El escritor Ramiro Pinilla nos habla en muchos de los capítulos de su trilogía Verdes valles, colinas rojas de ese movimiento obrero vizcaíno de la margen izquierda del Nervión, confrontado a la burguesía de la margen derecha, la de la plaza Elíptica y Neguri.

Y luego estaba esa zona de «ruido y placer» bajo la vieja luna de Bilbao de la que nos habla Brecht como lugar neutral, compartido por los señoritos bilbaínos y por los proletarios, zona de esparcimiento no sólo para satisfacción inmediata y carnal, también para veladas largas y divertidas en salas de baile y cabarets. Por tanto dos almas de Bilbao, la ordenada, seria y burguesa de Abando, expansión de las Siete Calles, que quedaría como zona mercantil, de tiendas y almacenes, frente a la caótica, menesterosa y reivindicativa de los barrios obreros y las minas, y en medio una zona de esparcimiento, alborozo y libertinaje.

La cosa se degradó: se habla de un final de ciclo, y a la crisis económica, brutal en el País Vasco, se sumó una crisis política intensa, una violencia política que se vivió con intensidad y no poca zozobra en los setenta y los ochenta, con la expansión de la droga, además, que en Bilbao y la Margen Izquierda golpeó con especial crueldad, lo que significó para esa zona de San Francisco y Cortes una absoluta degradación, habida cuenta que las minas se cerraron en aquellos años. Las inundaciones del 83 fueron sin duda un golpe definitivo. No parecía haber motivos para la alegría.

De todo esto nos habla el documental La vieja luna de Bilbao (2011), de José Miguel Azpiroz y Antonio Cristobal, con guion de Mikel Ibai y Carlos Bacigalupe, que nos trae hasta el Bilbao actual, este Bilbao posmoderno del Museo Guggenheim y de una transformación absoluta, pero «transformación desde lo político», se nos recuerda, con todo lo bueno y todo lo malo que esto puede suponer. El documental consigue evitar una de las tentaciones de la posmodernidad, la del olvido de lo que también fue la ciudad, porque hay una tentación muy fuerte en algunos procesos urbanos actuales de no querer reconocer todo lo que se fue, ya ha ocurrido en algunas otras ciudades y no parece que a algunos responsables políticos locales les guste que se muestre lo feo –o lo que consideran feo– de la propia ciudad. Por tanto, tras una mirada de lo posmoderno, el reportaje nos recuerda aquellos otros momentos que han forjado la villa. Historia, al fin y al cabo, que luego están las interpretaciones y sobre todo la voluntad de erigir algunos relatos a gusto de quienes quieren deformar la realidad.

Ahora hay nuevos planes urbanísticos que tienen a la vista transformar San Francisco a partir del cubrimiento de las vías del tren, pero que van más allá, la idea no es sólo acabar con esa frontera física de las vías que separan dos zonas de la ciudad, sino también, sobre todo, homogenizar la ciudad. San Francisco es hoy la zona de la inmigración, de la comunidades extranjeras que trabajan, comercian, trapichean y residen, con todos los peros que quieran, pero realidad que acompaña y forma parte de la ciudad, tal como lo refleja Jon Arretxe en esa serie de novelas que tienen a Touré como protagonista. Para algunos bienpensantes esta realidad hace feo a esa imagen idílica de la ciudad señoritil, tampoco es que haya que hacer elogio a la marginación, claro que la inmigración no se debe asociar a lo marginal ni es patrimonio del extranjero serlo, el lenguaje es a veces una trampa para marcar territorios.

Del dinamismo social depende que Bilbao, como cualquier ciudad, se transforme en una dirección u otra, aunque de momento todo indica que tal transformación siga siéndolo desde lo político. Y esto va a suponer olvidar ese Bilbao que, según Joseba Zulaika, encarnaba el poeta Gabriel Aresti y que contenía «todo el dolor obrero, vasquista, ecológico, existencial», por mucho que mantengan hoy las loas al poeta sin hacerle mucho caso.

martes, 21 de mayo de 2019

Relatos, discursos y otras carencias


«Ahora hay que establecer el relato», afirma uno de los tertulianos sempiternos de los medios de comunicación a raíz del primer pleno parlamentario de la legislatura. Una vez más se confirma lo que ya sabemos, no sólo que el lenguaje es campo de batalla, sino que ya hemos dejado atrás la etapa de las interpretaciones de los hechos, pero hechos al fin y al cabo, objetivos y reales, y por tanto analizados y evaluados, pero también de las valoraciones más o menos acertadas, oportunas o válidas. Ahora se trata del relato, o sea, de responder a la lógica interna de lo que se cuenta, sin importar que lo que se cuente se adecúe o no a la realidad, porque un relato tiene siempre sus reglas internas, su verosimilitud, pero no tiene por qué responde a lo real.

Tal vez sea buena noticia para los que gustamos de lo literario: cuando la literatura ya es una actividad periférica en nuestra sociedad, algo que sólo atañe a los amantes del lenguaje, de la narrativa o de la poética que aún quedamos, pocos tal vez, nos encontramos con que el arte del relato se extiende por doquier y periodistas, historiadores, cronistas políticos, los propios políticos, todos ellos han de tener como prioritario el establecimiento de un relato.

Sólo así se entiende que unos remonten a Covadonga la creación de la Patria, que otros establezcan la guerra (in)civil de hace ochenta años como invasión de la propia, sin que nadie entre los suyos, al parecer, hubiese participado, económica o físicamente, en el alzamiento militar, hay quien reprocha a los oponentes traicioneras negociaciones con independentistas, como si nunca los propios hubieran negociado e incluso pactado con tales, mientras que otros reclaman derechos sociales, sobre todo cuando están en la oposición, derechos que ellos mismos menguaron en su momento con leyes que llamaron liberalizadoras (que no emancipatorias). El no nos representan se modifica ahora por la necesidad de formar un gobierno de coalición, sin haber variado antes ni un ápice la naturaleza del Estado, y la crítica al régimen del 78 pasa a ser defensa acérrima de la constitución del 78, al menos de su parte más social, inexistente para quienes son defensores acérrimos de tal texto central. Todos son relatos, al fin y al cabo, poco importa lo real.

Mera ficción todo, hemos superado las interpretaciones y las opiniones, los sustituimos por relatos y campañas electorales cada vez más ñoñas y con más globitos, quizá porque se asume ya a estas alturas que nada se puede cambiar, que los mecanismos de la política y de la economía están bien fijados, sus cimientos son inamovibles y como compensación se nos permite establecer relatos que apacigüen en parte el desasosiego que nos produce una impotencia profunda por tener que aguantar las consecuencias de esa misma política y esa misma economía. Al final, el discurso político se vuelve un subgénero literario, nada menos.

De este modo el lenguaje se va modificando, sin darle importancia. Ya no buscamos, por ejemplo, la emancipación, sino el empoderamiento, sin darnos cuenta que no siempre lo segundo entraña lo primero. Pero sobre todo que con esa forma de hablar estamos modificando nuestras claves de actuación y tal vez al querer empoderarnos lo que hacemos es renunciar a emanciparnos. Por eso es importante que el lenguaje se mantenga firme, que las palabras tengan significados estables, que no fijos, porque es verdad que el lenguaje cambia con el tiempo, pero tener claro el significado de los conceptos nos ayuda a afrontar lo real. De este modo, no se usaría con tanta delicadeza el término fascista. ¡Dio grima, si no asco, que se tachara de fascistas a quienes acudieron a Colliure a homenajear a Antonio Machado! Ni se hablaría de golpes de Estado ni rebeliones con tanto desatino (al fin y al cabo, si todo es un relato, qué más da que los hubiese o no, se establece la verosimilitud y allá la realidad con sus contratiempos). Ni se afirmaría de forma tan gratuita que las consecuencias de ciertos actos, por ejemplo el desacato a decisiones judiciales, fueran por otros motivos, votar por ejemplo, porque el lenguaje, recuérdese, es la base de toda lógica y mantenerla no daría lugar a manipulaciones tan evidentes.

El empobrecimiento del lenguaje es cada vez más y más grave. De allí que no sea extraño de pronto todo este desaguisado. Aunque quizá lo que ocurre en el fondo sea peor: puede que el problema es que no tengamos ya ideas.

domingo, 12 de mayo de 2019

«Vitoria: 3 de marzo»


A la entrada de Sestao, cuando se circula desde Barakaldo por la carretera vieja, la que bordea la ría, en una pared junto a una fábrica, en el lado derecho de la ruta, hay una pintada solitaria de un grupo político de izquierdas que reza: «Euskadi, ejemplo de lucha obrera». La carretera continúa en paralelo al Nervión. Aún hay algunas empresas ubicadas en la Margen Izquierda, aunque apenas es lo que fue hace ya varios lustros, cuando a ambos lados de la ría se concentraba parte importante de la industria del hierro vasca: los Altos Hornos, algún que otro astillero y varias empresas que prestaban servicio a esa potente industria.

Todo aquello se desbarató durante los ochenta, tras unos años de crisis profunda, despidos masivos y reconversión. Afectó a todo el País Vasco, en unos momentos de tensión política y coincidiendo con la transición española. No fueron tiempos fáciles en el norte. La crisis pegó fuerte, la clase trabajadora sufría condiciones de vida cada vez más nefastas, con sueldos que no alcanzaban para soportar la alta inflación, tras años de relativa bonanza en los cincuenta y sesenta, de recuperación tras una posguerra complicada y con un Estado paternalista en lo social, aunque desde luego del lado del empresariado. Y sí, la respuesta obrera a aquel estado de cosas fue amplio y combativo, como estaba ocurriendo en otras partes del Estado, aunque la coincidencia con el conflicto nacional, con lucha armada de por medio, añadía altas dosis de nerviosismo a una transición que no fue ni de lejos pacífica, ni tan modélica como a veces nos han querido mostrar.

Hoy se cuestiona en gran medida esta interpretación ejemplarizante de aquellos años setenta y ochenta, al terrorismo de ETA hubo que añadir la acción de la extrema derecha que golpeó con dureza –abogados de Atocha, el asesinato de Yolanda González, entre otros- y a una actuación policial que a veces fue excesiva y cuyo resultado estuvo y está cuanto menos cuestionada. Lo sucesos de Vitoria, a principios de marzo de 1976, fue en gran medida uno de los principales puntos álgidos de un momento de enorme tensión. Las huelgas masivas en las industrias alavesas, a las que se unieron el comercio y la enseñanza, puso incluso en entredicho un modelo sindical que empezaba a despuntar: pactista, de representación y de sometimiento a directrices políticas más interesadas en afianzar la transición que en defender los intereses obreros.

El 3 de marzo de aquel año una asamblea en la Iglesia de San Francisco de Vitoria, en la que se tenía que decidir la continuidad de las huelgas y los procesos de lucha, fue disuelta por la policía que introdujo gases de humos en el edificio mientras disparaba a los manifestantes que se concentraban en la zona. Cinco trabajadores resultaron muertos. Nadie pudo justificar una acción policial tan cruenta, pero tampoco nadie asumió la responsabilidad de una serie de decisiones que a todas luces conllevó una violencia desatada y la muerte de cinco personas, además de un sinfín de heridos.

 El pasado 1º de Mayo, sin duda una fecha bien escogida, se estrenaba la película Vitoria: 3 de Marzo, dirigida por Víctor Cabaco y con guion de Héctor Amado y Juan Ibarrondo. En ella, entre la ficción y el documentalismo, se narran unos hechos que pasan ante los ojos de una familia cuyos miembros son testigos no sólo de los acontecimientos, sino de un estado de ánimo que sin duda dominó la ciudad y todo el país. La hija, Begoña, interpretada por Amaia Aberasturi, vive con pasión política la posibilidad de asaltar los cielos y transformar la sociedad, participa en las manifestaciones, distribuye propaganda y acompaña a Mikel, interpretado por Mikel Iglesias, un joven obrero y sindicalista que se encuadra en el ala más asamblearia y radical de las movilizaciones. Sus padres contemplan, al mismo tiempo, toda esa realidad no sin temor, fruto de años de dictadura, y con contradicciones latentes en todo momento. El padre, José Luís, interpretado por Alberto Berzal, es un periodista que no simpatiza en absoluto con el poder ni con quienes lo ocupan, pero en su momento renunció a buena parte de sus ideales y se enfrenta en ese instante a unas decisiones con las que no está de acuerdo, pero que acata por la falta de alternativas sociales y personales, mientras que la madre, Ana, interpretada por Ruth Díaz, vive en un estado de renuncias por su condición de mujer ante las que parece rebelarse a veces, sin que acabe de situarse.

La película refleja las contradicciones que hubo en ambos lados: las divisiones entre concepciones políticas enfrentadas, vanguardismo clásico frente a asamblearismo, en el lado de los trabajadores, y divisiones en el campo del poder entre quienes defendían una negociación y un aperturismo para no cambiar lo esencial, muy al estilo del Príncipe de Salina en El Gatopardo, cambiarlo todo para no cambiar nada, frente a un sector que anteponía sobre todas las cosas sus propios intereses y una acción dura frente a reivindicaciones obreras que ponía en peligro el orden establecido.

A todas luces se trata de una cinta interesante con que se intenta recuperar parte de esa memoria de la historia reciente del país, pero su singularidad radica también en que trata de mostrar esa historia reciente desde la perspectiva de la clase trabajadora, en la línea de Joaquín Jordà y sus documentales Numax Presenta (1980) y Veinte años no es nada (2004). No hay que olvidar que en la actualidad toda esa cultura obrera parece haberse diluido en España, sociedad que se pretende absolutamente de clase media, pero que posee unas bolsas de pobreza enormes –cuarenta por ciento de la población en índices por debajo de la media– y una precariedad laboral y vital que se han traducido en desahucios y otros problemas graves. Llama la atención, en este sentido, que muchas de las reivindicaciones salariales y sociales reflejadas en la película, reales en 1976, podrían ser hoy de nuevo reclamadas si hubiese un movimiento sindical ni la mitad de exigente de lo que fue el movimiento obrero en aquel momento, de hecho casi las mismas exigencias surgieron en las movilizaciones del 15M, que este año ni siquiera ha sido objeto de conmemoración. Lo cual indica muchas cosas.