viernes, 20 de diciembre de 2019

Desencanto y frenesí


Francisco Umbral vuelve una y otra vez en su obra a esa España en blanco y negro, esa España que va saliendo de la posguerra inmediata, desconcertada, sin querer mirar atrás, temerosa de una realidad poco grata, pero que da paso a una cierta ilusión, una España en apariencia menos violenta ya, aunque sin duda no menos pesarosa, desencantada, pero que empieza a reconstruirse mal que bien. Entre los ganadores de la guerra comienza también a sentirse no poca decepción. En las filas falangistas y carlistas surgen discrepancias, algunas sonoras: las de Hedilla, las de Ridruejo, las del propio pretendiente Carlos Hugo, algo más tarde. Cuando Umbral se traslada a Madrid, cuando llega al Café Gijón, escritor en ciernes, ilusionado, parecen quedar atrás esos años turbios y las cosas se miran de otra forma, con algo más de ansia, de cordura y naturalidad, con la idea de que todo puede ser diferente, que todo pueda ser normal, que es lo que desea la clase media, sea lo que sea esta entelequia de la clase media.

Francisco Umbral alcanza su deseo de ser escritor, publica libros y publica crónicas en la prensa, y hay una palabra que se impone en su obra, una palabra muy usada en aquellos años del cambio: desencanto. No en vano en la década de los ochenta, cuando gobierna ya el PSOE por primera vez en más de cuarenta años, y gana las elecciones con el lema del cambio, cuando la euforia comienza a menguar y sí, vale, se ve que la transición ha traído la normalidad de la democracia liberal a España, se habla también de desencanto, de pasotismo entre la juventud que ya no parece tener más sueños que la de emular a un por entonces triunfador Mario Conde mientras que el honorable Jordi Pujol calificaba de ataque a Cataluña las primeras acusaciones de malversación por el tema Banca Catalana y con ello movilizó el patriotismo propio frente a un Estado que a veces era aliado, a veces era opresor. Ambos personajes, por cierto, tuvieron los pies de barro. Hubo protestas, en efecto, las de los universitarios, las de las primeras huelgas generales ante las reformas laborales (apenas una broma comparadas con las de hoy, cuando no está claro que vayan a ser subsanadas, ni siquiera si al final va a haber gobierno y si este va a poder retocar las consecuencias de tanto desaguisado) y se quiso creer que el derrumbe de la izquierda no era absoluto (no lo fue entonces, en comparación con lo que llegaría a final de la década), pero el símbolo de aquellas protestas fue la imagen de Jon Manteca, el cojomanteca, destrozando a muletazos mobiliario urbano.

También fue testigo Francisco Umbral de aquellos años, escribió sobre ellos, ironizó y los describió con esa forma suya de darle vueltas una y mil veces a la realidad para contemplar una y otra vez sus aristas, distintas e iguales a la vez, y supo transmitir el desencanto que se mantenía como hilo conductor de la historia contemporánea de España, el mismo desencanto que se aprecia en la primera parte de la novela de Vázquez Montalbán El Pianista, cuando se respira ya ese ambiente olímpico barcelonés, que fue una forma de vivir a lo grande el desencanto que ha desembocado en el actual caos.

Me pregunto si habrá hoy alguien que recoja el desencanto actual, el desencanto del siglo XXI. Tal vez lo haga Javier Pérez Andújar, que asume el reto con sus crónicas y sus miradas entre nostálgicas y críticas a partir del final del franquismo y los años de la transición, y llega hasta el presente, con una mirada irónica ante tanta grandeza de cartón piedra. O tal vez Ignacio Martínez de Pisón, que aprehende el ambiente de la transición hasta el presente. O en una ciudad de provincias como es Bilbao, aun cuando con muchas ínfulas de gran capital, lo consiga Jon Arretxe, consiguiendo además que el ojo que desentrañe tanto absurdo posmoderno, tanta pachanga hipermoderna, sea la de un emigrante africano, un sin papeles que se busca la vida como sea. En ellos hay algo de la mirada de Francisco Umbral, que acude a la afirmación de Antonio Machado «la realidad hay que inventarla» quién sabe si para burlarse de sus propias crónicas realistas o para reflexionar sobre la falta de lirismo y de épica en el panorama patrio (o patrios), lo cual explicaría muchas de las cosas que están ocurriendo hoy y de cómo se describen y  de cómo se interpretan. «Se tarda mucho en comprender –escribe Umbral– que el Quijote no es el libro de la gran epopeya nacional, sino, muy al contrario, la mayor burla de España, el libro de la ironía, la Biblia del escepticismo, el desengaño y la sonrisa». Nada más cierto y evidente.

Desencanto y frenesí es lo que compone, afirma Umbral, la obra literaria. Hemos visto en el cambio de siglo y sobre todo en este decenio al que le falta un año para desaparecer demasiado desencanto y demasiado frenesí. Puede que sea el anuncio de nuevas obras excepcionales, en este mundo donde se publica tanto y se lee tan poco, en el que todo ha de ser inmediato y hay poco lugar, me temo, para pensar y escribir, a nadie le importa ya, por lo demás, que se piense y se escriba. Quién sabe.

viernes, 13 de diciembre de 2019

Francisco Umbral


Hace tres meses el escritor Manuel Vilas publicaba un artículo (El País, edición del 9 de septiembre) en el que destacaba la actitud arisca, como enfadada y amarga, de Manuel Umbral ante la vida, ante la realidad. Cómo no, recordaba aquella entrevista en televisión que se convirtió en un tópico, viral se diría hoy, cuando lanzó su ya famoso y repetido hasta la saciedad «yo he venido a hablar de mi libro» al sentirse ninguneado por la presentadora, Mercedes Milá, en una conversación inane, intrascendente, puede incluso que la considerase una charla bobalicona.

Esta entrevista, con el correspondiente enfado, se realizó en 1993, ya era Francisco Umbral un escritor y un periodista renombrado, un tanto cínico, ceñudo y áspero con la realidad. Se había dejado atrás la década de los setenta, la de los primeros cambios políticos y sociales, y la de los ochenta, la que dicen que fue una época alegre, desenfadada, esperanzadora, pero también para muchos un tanto decepcionante, se podría escuchar el retintín de un no es esto, no es esto orteguiano en pleno inicio de la posmodernidad y que repetirían no pocos de los testigos de aquel tiempo.

Para Umbral esa última actitud responde a un sentimiento, el de desencanto, lo emplea en 1977 al acaba su libro El año que llegué al Café Gijón, al reflexionar sobre el sempiterno tema de la literatura y la vida, «¿Para qué insistir en la literatura, entonces –escribió como párrafo final–, me preguntaba yo, sin esperanza ya de que la literatura fuese la salvación de nada, sino el más mediocre compromiso con la historia? Había que empezar donde él –este él era Ramón Gómez de la Serna– había terminado. En el desencanto». No es casualidad que Jaime Chavarri, en el mismo momento en que Umbral escribía seguramente este libro memorístico, presentase su documental sobre los Panero –los tres hijos y la viuda del poeta Leopoldo Panero– y emplease para titularlo esa misma palabra, ese sentimiento, El desencanto.

Para muchos, los más jóvenes o los más interesados, se abría una nueva época, pronto llegaría el desengaño, debía causar no poca desazón el paso del tiempo y comprender que la normalidad es otra cosa, no lo que esperaban, claro que ahora vivimos imbuidos en él, en un desencanto permanente, cuando los momentos de esperanza, además, duran bien poco, no llegan ni al lustro, tal vez por esto no lleguemos a comprender la dimensión de ese sentimiento de desencanto o lo sintamos de otro modo, cuando comprendemos que nada es lo que esperamos, pero lo percibimos bien pronto, apenas iniciada la esperanza.

El año de ilusión para Francisco Umbral tal vez fuese 1961, cuando se trasladó a Madrid desde Valladolid, donde tres años antes había comenzado su carrera periodística, también la de escritor ya público, o sea, leído, y es en Madrid donde podría emprender su labor literaria con fuerza, con esperanza de destacar, de ser alguien, pero no destacar por destacar, sino para que se le leyera y aportar lo propio a esa sociedad con la que todo escritor está al fin y al cabo entretejido.

Es un Madrid que ya empieza a despegarse de esa capa amarga de la posguerra de la que nadie habla o se hablará poco durante mucho tiempo, casi a escondidas, y aun cuando la dictadura mantiene un ambiente asfixiante y rancio, comienzan a ganarse pequeños ámbitos de intimidad libre. Es el Madrid de los cafés –el Gijón, el Teide, el Lyon, el Comercial–, donde ya se han recuperado la tradición capitalina de las tertulias de escritores y aspirantes, donde se leen revistas literarias que surgen por doquier, en Madrid y en toda España –la revista Garcilaso de José García Nieto, Ramón de Garciasol y Jesús Juan Garcés, La estafeta literaria, de Rafael Morales y Luis Ponce de León, la revista Punta Europa, de Vicente Marrero y Domingo Paniagua, la revista ínsula de José Luis Cano y Enrique Caneto, la revista Ágora, de Concha Lagos y Medardo Fraile–, es también el Madrid del Ateneo revitalizado por Florentino Pérez Embid, parece recuperarse el dinamismo literario y artístico, aunque el propio Umbral reconocerá que «se había perdido la frescura intelectual de antes de la guerra», esa edad de plata de la cultura española ya no se recuperará, pese a que es casualmente (o no tan casualmente) el ámbito de la cultura el que mantiene el contacto entre las dos Españas, la del interior y la del exilio.

En El año que llegué al Café Gijón Umbral retrata ese Madrid literario y artístico. Es un maravilloso manual de literatura, así podría leerse, mucho mejor que no pocos vetustos manuales escolares que desalientan más que animan la lectura. Francisco Umbral no sólo realiza un recorrido por los espacios físicos y mentales de la cultura del momento, también reflexiona sobre la cultura y el papel de la literatura. No en vano hay un intenso debate sobre el arte social o el grado de compromiso con la realidad o con los idearios al uso en aquel momento. Y sin desmerecer el carácter subversivo, Umbral parece decantarse: «Por eso –escribe– lo más subversivo es hacer arte puro, poesía pura, escritura pura, música, ya que el arte nace glorioso de la grieta inmensa, de la brecha».

Este libro y en general toda la obra de Francisco Umbral es pura vida, pura literatura, es una escritura de quien decide que la literatura es un modo de vida, no un mero entretenimiento, un parte del ocio para el fin de semana o para alguna tarde libre, mero postureo diríamos hoy, una actitud la suya de quien asume también el desaliento de la realidad, lo cual no quita un ápice a la fuerza de la literatura, al contrario, refuerza su presencia, aun cuando acabe siendo refugio de desengañados.

Manuel Vilas, en el artículo mencionado al inicio, acaba añorando la incorrección literaria –y por tanto vital– de Francisco Umbral, en estos tiempos de actitud siempre correcta y comedida, en el que el periodista y escritor se hubiese sentido a todas luces fuera de lugar, aunque no creo que aceptase estar fuera de juego, en este mundo de libertad teórica. Leerlo, por tanto, se convierte casi en una necesidad, en un modo de contrarrestar tanta memez y tanto simplismo de los tiempos actuales.


jueves, 5 de diciembre de 2019

Cuestión de carácter


Manuel Chaves Nogales nos habla de las víctimas de la historia, de las personas que sufren los desaguisados de la guerra, que es la política por otros medios, según Clausewitz, aunque Foucault le dio la vuelta al enunciado, la política como  la guerra por otros medios. Sea lo que fuere, el periodista sevillano nos describe cómo la violencia, ya sea la de la revolución, la de la guerra civil o la de la guerra en general, saca lo peor de cada ser humano, revuelve el carácter de cada persona que afronta una situación extrema y lo desvirtúa, muchas veces hacia lo más vil, aunque no siempre, hay también actos heroicos, que no son nunca los bélicos, en absoluto, estos se encuadran siempre en lo peor, sino los actos de solidaridad, de rechazo a la violencia, a la guerra. Pero esa violencia no deja de ser también un modo de relacionarse, una relación política, por tanto es la política, la entendamos como preámbulo de la guerra o como consecuencia de ella, la que determina el carácter. Por lo demás, mucho me  temo que esa violencia desatada saca casi siempre lo más nocivo, el lado más abyecto, es imposible al fin huir del fatalismo, de una mala impresión del ser humano que la historia insiste en confirmar con toda su crudeza.

Puede que que la violencia –la de la revolución o la de la guerra, da igual– sea la experiencia más extrema y hay otras situaciones sociales y políticas que van conformando el carácter individual al exponer al individuo a experiencias complicadas. De ahí que veamos a los esclavos de otras épocas –por desgracia los de hoy en muchas zonas del planeta– como seres dóciles, amansados, obedientes y fieles a sus amos, asumiendo la imposibilidad de otra realidad, de otro mundo, de otro tipo de relaciones. Lo hemos visto en un sinfín de películas sobre el sur norteamericano e incluso en la película Guess Who´s Coming to Dinner (Adivina quién viene a cenar), de 1967, es la criada negra quien más reparos pone, incluso más que el propio padre, a ese noviazgo de la hija blanca de clase media alta con el novio negro, aun cuando éste sea también de un nivel profesional similar al de la familia.

Lo vemos también entre los nuevos trabajadores precarios que acaban aceptando las condiciones laborales que se han ido degradando en los últimos años, los asumen con normalidad pasmosa, forma parte de sus caracteres, y hay casos como el español, ante el cual no pocos se sorprenden del alto grado de sometimiento y de soportabilidad. Es la política del es lo que hay. Claro que frente a ello encontramos un Espartaco o revueltas en muchos países, como en Francia, donde existe una tradición asociativa y sindical sin duda más asentada y que incide en la actitud individual. Lo cual nos lleva a plantearnos más la cuestión de hasta qué punto lo colectivo –y sobre todo lo institucionalizado– afecta al individuo, a su carácter.

Es cierto que el neoliberalismo actual pone todo el peso de la vida en el individuo, el éxito o el fracaso es cuestión de entereza y carácter, se impone el planteamiento del hombre o la mujer hechos a sí mismos, se habla ya abiertamente del emprendedor que sabe afrontar la economía sin contar con el Estado o incluso con la comunidad y forja su propio destino, se le concede un papel fundamental. También los peligros del mundo dependen de cada cual, se pone el acento en lo que cada uno haga, por ejemplo la crisis ecológica se afronta como responsabilidad individual, que cambiemos nuestros hábitos, se nos dice, que seleccionemos la basura de forma adecuada, y sin duda es importante, lo asumimos, yo coloco mi basura en los contenedores correspondientes en mi propia calle mientras veo, al otro lado del estuario del Nervión, en los muelles de Getxo, los grandes cruceros turísticos que tanto contaminan, y se potencia este sector sin atender a razones ecológicas, sólo a la lógica del beneficio empresarial y de oportunidad a nuevos emprendedores. Pero soy yo quien debe asumir en la forma de vivir la responsabilidad ante el planeta.

No es de extrañar que se tienda a un mayor individualismo. Cada cual que vaya a lo suyo y las responsabilidades colectivas quedan como un discurso más o menos decorativo para las declaraciones políticas y las grandes cumbres.  De nuevo el carácter forjado a golpe de historia y de institución.

Claro que hay también procesos que nacen de bien dentro y que forjan lo que uno es, lo que uno es capaz de llegar a ser. Paolo Giordano nos lo plantea en su primera novela, La soledad de los números primos, publicada en 2008 y que nos muestra la vida de Alice y de Mattia, afectaba en plena niñez por traumas que se fijan en su interior hasta el punto de determinar por completo lo que son, lo que serán. Los vemos crecer, afrontar la juventud y eso que llaman madurez, la que conformará sus caracteres de adultos y que encuentran los mismos desajustes, las mismas vacilaciones e incertidumbres, reproduciéndose una y otra vez a lo largo de sus vidas. Alice y Mattia están afectados cada cual por sus traumas, pero tampoco a los otros personajes que van apareciendo en la novela no parece que les vaya mejor en sus conflictos interiores.

Conflictos interiores que tampoco devienen colectivos, ni siquiera se comunican, salvo en arranques de sinceridad que se dan en pocas ocasiones. Mattia logra contarle a Alice la tragedia de la desaparición de su hermana más como acto de un triunfo personal, por una mera circunstancia casi ajena a la amistad que les une (aunque se mantengan separados, como números primos que casi se tocan, pero no son consecutivos). Alice ni siquiera verbaliza lo que le ocurrió de niña, aun cuando sus consecuencias sean más palpables.

Es cierto: la literatura o el cine, como espejos, nos van mostrando modelos individuales que la realidad va forjando. Reconocerse en unos u otros conlleva una enorme valentía y sin duda grandes dosis de sinceridad con uno mismo. Nadie querría verse reflejado, en todo caso, en el Travis Bickle de Taxi Driver, interpretado por Robert de Niro, un ser aciago e incisivo, machista y reaccionario, aunque creyéndose un héroe de nuestra sociedad. Nadie querría verse reflejado en él, aun cuando todos tengamos, al final, algo de él.