domingo, 28 de abril de 2024

Abril

 


Joaquín Sabina nos pregunta en su canción, del mismo título que el primer verso aquí citado, «Quién me ha robado el mes de abril / Lo guardaba en el cajón / donde queda el corazón». La creó para la película Sinatra (1988), del director Francesc Betriu, con Alfredo Landa como protagonista, en la que la atmósfera general de la misma, al igual que la de la canción, era triste, melancólica, lo era al fin y al cabo el fracaso que se cuenta en la cinta, como lo fue en gran medida la década de los ochenta, una década triste y melancólica que acabó ya con la convicción de que la realidad de un país, hablamos de España, pero sin duda lo podríamos extrapolar a cualquier otro, era la que era, no la que se creía o se esperaba unos años antes. Desencanto lo llamaron.

Tal vez sea el mes de abril, tan alegórico, el que nos impregna de tristeza y melancolía. Comienza la primavera, pero hay algo en el renacer de la naturaleza, Deméter conviviendo de nuevo con Perséfone por unos meses, que sabemos repetitivo, nos angustia el final ya previsto, no hay sorpresa posible, lo que nos obliga a aprehender lo real con intensidad inusitada, intuimos que saldremos desencantados y volveremos a una rutina que carece de sentido.

Mucha melancolía ha rodeado el quincuagésimo aniversario de la Revolución de los Claveles, abarrotadas las calles de Lisboa, como no podía ser menos, y quién sabe si muchos de quienes vivieron la jornada en aquel ahora lejano 1974 esperaban recordar la efemérides en la atmósfera actual de desencanto. No era esto lo que entonces esperaban muchos de ellos. Es la misma sensación que sentirán hoy muchos nicaragüenses que albergaron cinco años después de la revolución portuguesa la esperanza de un nuevo país, esperanza truncada al final de los ochenta, desaliento absoluto hoy viendo los derroteros del sandinismo de hogaño.

También fue en abril cuando asesinaron a Martin Luther King, un cuatro de abril que resultó en gran medida un final brusco de un movimiento amplio, justo, sereno sin perder su radicalidad. Irrita que cincuenta y seis años después de su asesinato sigamos hablando de violencia racista en los Estados Unidos, y también en otros muchos países, y clama al cielo que volvamos a oír discursos malintencionados y mentirosos sobre inmigrantes, incluso en países como España, que tanto sabe de emigraciones y huidas.

Fue también en abril, a mediados, cuando se proclamó la República española que albergó, como lustros después la revolución de los claveles o el sandinismo, no pocas esperanzas en un país que pocos años de democracia hubo gozado en su historia más reciente. «¡No es esto, no es esto!», clamaría desde el conservadurismo Ortega y Gasset, aunque desde la izquierda también la decepción fue notable ante los acontecimientos en los breves años de existencia de la República, cuyo trágico final abortó de un modo tan trágico la necesidad de plasmar las ansiadas conquistas sociales. Lo que vino después fue a todas luces mucho peor.

Acaba abril, robado o no, y el ambiente bronco se intensifica de nuevo en España. Más bien, no hemos salido de él. Sobra sin duda mucha épica tan artificial como postiza, demasiada gestualidad sin contenido. Imposible no sentirse como Antonio Castro, el personaje interpretado por Alfredo Landa, que hoy recorrería el Raval barcelonés con el mismo desánimo, aun cuando el paisanaje nos parezca tan diferente a esos años ochenta.