miércoles, 22 de julio de 2020

Juan Marsé


Este último fin de semana murió Lucio Urtubia y al poco de escribir sobre él llegaba la noticia de la muerte de Juan Marsé. No creo que se conocieran, a lo sumo es posible que el escritor supiera de la vida y andanzas del navarro insurrecto que puso en jaque nada menos que al principal banco del mundo y puede que el albañil libertario fuese lector de las novelas del autor, pero no lo sabemos con certeza, sólo lo podemos intuir.

Sea lo que fuere, Urtubia hubiera podido inspirar a la perfección a Marsé, quien le hubiese podido borrajear en cualquiera de esos personajes misteriosos que volvían de las penumbras de la historia y reaparecían por las calles del Guinardó, de la Salut o de la zona norte de Gracia, si Urtubia hubiera sido barcelonés. Claro que el optimismo del navarro no cuadraba mucho con ese fatalismo que se respira en las novelas del escritor, esa indolencia fruto del desencanto y de la derrota que poseen esos personajes trágicos, pero palpables como la vida misma, antiguos resistentes derrotados, pero no del todo vencidos; ese decaimiento se opone a la fuerza de la voluntad del activista que incluso en la vejez clamaba por la insurrección. Pero estoy convencido que, pese a todo, ambos, Urtubia y Marsé, hubiesen hecho buenas migas y charlarían largo y tendido de lo que fue.

Porque a eso se dedicó en buena medida Marsé, a escribir sobre lo que fue, a contemplar los tonos que persistían en el gris imperante, a escuchar los ecos que perduraban por calles y plazas, en cines que ya no existen, pero cuyos nombres resuenan todavía, perviven aún, como los diálogos que se escucharon en ellos o las palabras escritas en las novelas de un escritor encomiable. Desde luego, Barcelona no es la ciudad que fue, ha cambiado, no me parece que a mejor. Esa ciudad acabó siendo otra cosa, una triste caricatura de sí misma que para colmo, ahora, se ve afectada por la distopía de este presente tan desolador. Pero sólo es mi opinión, no creo que importe mucho. Siento, en todo caso, no ser optimista como Urtubia. No están los tiempos para ello, me temo. Me hubiera gustado saber qué habría opinado Marsé al respecto.

Por otro lado, no me gusta escribir panegíricos ni hablar de los escritores recién muertos en términos generales, sobre todo cuando sus obras me gustan y las releo de tanto en tanto. Se corre el peligro de caer en la cursilería o de repetir tópicos al uso. Por ejemplo: nos quedan sus novelas, lo cual es cierto, no digo que no, pero lo que ocurre es que Marsé fue además uno de esos escritores que huían de las bambalinas, un escritor meticuloso que sabía que la literatura es algo que requiere rigor, trabajo, compromiso y experimentación. Que exigía al lector mantener la tensión y reescribirse la novela a medida que la leía. En esta sociedad del espectáculo, cuando la literatura, para colmo, no parece importar mucho, es importante también qué tipo de escritor se es. Aunque me parece también que los escritores deberían pasar más desapercibidos. O ser como se mostraba Marsé, sin pedantería ni petulancia, un tanto distante tal vez, aunque siempre presto a hablar de libros y de escritores.

No obstante, fue también un escritor que se movió junto a otros autores e intercambió conocimiento y experiencia. Hablamos del grupo de Barcelona, escritores que partieron de una concepción realista y construyeron vertiginosos juguetes literarios. Además, supieron ser amigos, esa amistad que les vinculó unos a otros, Marsé y Gil de Biedma, Marsé y Vázquez Montalbán, Marsé y Carlos Barral. Fue Carlos Barral quien ejerció de maestro de ceremonias y atrajo a su vez a escritores y amigos de otros lugares: Juan García Hortelano, Agustín González, Juan Benet, García Márquez, Vargas llosa, entre tantos otros.

Hubo también desencuentros, pero de lo malo siempre es mejor no hablar.

Consiguió por lo demás convertir parte de una ciudad en un personaje más. Subir o bajar por la Carretera del Carmelo cuando la has visto reflejada en algunas de sus novelas permite sentirla de otra manera. Aunque tampoco es necesario conocerla. Es lo que tiene la experiencia literaria, lo enriquecedor de la literatura. No otra cosa aporta Marsé: además de unos relatos formidables con un dominio magnífico del lenguaje, podemos adentrarnos por una época. Afirmaba Marx que había aprendido más de la sociedad en las novelas de Balzac que en los tratados de sociología o de economía. En el caso de Marsé, podemos adentrarnos por la historia de los cincuenta y sesenta, una posguerra difícil en que se estaban reestableciendo mal que bien cierta normalidad, cualquier cosa que sea esto.

Por lo demás, se puede hablar largo y tendido de él y de su obra. Estos días se ha escrito bastante. Pérez Reverte ha recordado que lo calificó de clásico vivo, y es acertado, siempre  y cuando no asociemos lo clásico con el divismo, nada más lejos en el caso de Marsé. Otros muchos escritores, críticos y editores han hablado de él. Queda leerlo, con atención, seguro que no decepciona a quien se acerque a él por vez primera. Resulta muy recomendable, por cierto, conocer esa parte de Barcelona, que no fueron nunca las más centrales, con sus novelas como guía, pese a los cambios, pese al tiempo.


domingo, 19 de julio de 2020

Lucio Urtubia


La muerte de Lucio Urtubia, este último 18 de julio, nada menos, puede llevarnos a pensar que desaparece tal vez el último de una serie de activistas que se dio a lo largo del siglo XX, herederos a su vez de una muy larga e intensa tradición revolucionaria, y que no parece que esté surgiendo ahora, cuando tan necesaria sería. Combativo, valiente, entregado, al igual que él hubo un grupo de militantes que tuvieron muy claro su compromiso, se entregaron a la labor de la emancipación humana con arrojo, asumiendo sus propias contradicciones, con independencia y con plena libertad. 

Uno se da cuenta al escucharle en alguna entrevista que dio, apenas un puñado, justo esto, que fue un hombre libre, sobre todo un hombre libre. Da un poco de grima que en este descenso a los infiernos en que nos hallamos ahora mismo, viendo cómo se construye una distopía a nuestro alrededor, perdamos la referencia de alguien que puso en jaque a los poderosos, y su enfrentamiento con el principal banco del mundo, el First National City Bank of New York, debería difundirse más, contarse incluso en los colegios, donde parece prepararse a los jóvenes de nuestros días en la filosofía del es lo que hay.

Existe un documental Lucio, de Aitor Arregi y José María Goenaga, que cuenta al detalle esa batalla legal con el banco que acabó en una ardua negociación extrajudicial en la que el banco no tuvo más remedio que ceder ante un hombre modesto, un albañil, alguien no muy dado a la oratoria y a los análisis profundos, pero que tenía muy claro su papel y su compromiso profundo con la emancipación de todos los seres humanos. De paso, el documental nos va contando su vida, desde sus orígenes pobres en Cascante, un pueblo de la Ribera Navarra, su paso por el servicio militar, su rebeldía y su huida a París en 1954, donde comenzó una militancia intensa, hasta la creación en la capital francesa del Espacio Louise Michel. Conoció a Quico Sabaté, al Ché Guevara, a muchos otros hombres y mujeres cuyos nombres no conocemos, pero que deberíamos tener presentes, sobre todo en este presente tan extraño.

Sin duda, fue continuador de todos los que combatieron por la libertad, generación tras generación. Por desgracia, buena parte de esas experiencias acabaron bastante mal, también en nombre de la libertad, de la justicia y de la equidad se cometieron verdaderas tropelías, pero aún hay experiencias como las de Lucio Urtubia, basadas en la dignidad humana y, en su caso, consciente de que el valor de la vida es absoluto. De ahí ese terror con que reconoce afrontar las expropiaciones en sucursales bancaria ante la posibilidad de matar a alguien.

Por su parte, Paco Cerdá nos habla en un capítulo de su libro El Peón de Pedro Sánchez Martínez que resiste en el maquis junto a Ramón Vila, Caracremada, abatido este el 7 de agosto de 1963, aquel se enterará durante el primer año de reclusión en el penal de Burgos. A diferencia de Lucio Urtubia, Pedro Sánchez Martínez opta por mantener la violencia revolucionaria en el maquis, un conjunto de guerrilleras que se van diluyendo poco a poco, perdurando algunos núcleos hasta entrados los sesenta. El último maquis fue José Castro Veiga, O Piloto, que murió en un enfrentamiento con la Guardia Civil en 1965, cuando ya habían pasado veintiséis años del final de la Guerra Civil y estaba surgiendo en el país una nueva generación de opositores a la dictadura.

Son en gran medida hombres y mujeres que lograron confrontarse a sus circunstancias, superarlas, abordar la vida y conducirla por las sendas que consideraron oportunas. Reproducen aquellos patrones atribuidos a los héroes en el mundo clásico, aunque los tenemos ante nosotros, tremendamente humanos.

Podemos estar o no de acuerdo con sus posiciones, diferimos sobre todo con quienes defienden y practican la violencia –a menudo quienes están dispuestos a morir por una causa lo están también a matar por ella–, pero no hay duda de que hay algo en Lucío Urtubia que resulta admirable, sugerente, más en un momento como éste, cuando estamos abocados a un mundo que no gusta en absoluto, una sociedad disciplinaria en el que hay cada vez menos sitio para la crítica, el pensamiento y la voluntad de emancipación (no es baladí que se extienda cada vez más el término empoderamiento frente al de emancipación, mucho más nítido y atractivo, dice mucho del mundo que se está construyendo, basado de un modo obsesivo en el poder).

En una de las últimas entrevistas, concedida a Jordi Évole, al afrontar el presente mantiene la bandera de una crítica radical, no sólo política, también vital, rememorando aquel movimiento libertario que durante el siglo XIX y buena parte del XX no sólo no se quedaba en la crítica al sistema, sino que iba más allá, a la vida entera, individual y colectiva. «¿Qué se puede ser hoy en día? No se puede ser otra cosa que anarquista», afirma convencido. Mientras, echamos una mirada a este presente tan desalentador.

miércoles, 15 de julio de 2020

Caminos de eternidad


Continuando con el tema de la distopía en que nos hallamos, no sé si una lectura de la novela Pedro Páramo en este contexto actual, relacionándola con lo que hemos vivido y vivimos todavía, puede aumentar la sensación de desasosiego, de zozobra y tribulación, de darnos cuenta de «lo lejos que está el cielo de nosotros», de hallarnos, como Colama, «sobre las brasas de la tierra, en la mera boca del infierno».

Hubo un momento, durante lo peor de la pandemia, en aquellas «horas llenas de espanto», al menos en este rincón del mundo, en que se dio paso, en medio de todo aquel desconcierto, a un discurso optimista, incluso épico, saldremos adelante, se nos dijo, saldremos mejores, se afirmó, en lo personal y en lo colectivo. Se dio la imagen de que la lucha contra la pandemia, asimilada incluso a una batalla bélica cuasi heroica, iba a reforzar los lazos entre los ciudadanos, vía la cita diaria de aplauso a los sanitarios. Pero todo eso ha quedado ahora mismo en el olvido, el mismo olvido del que habla Juan Rulfo en su novela, como si se pudiera aplicar hoy aquello de que «cada suspiro es como un sorbo de vida del que uno se deshace», pero en nuestro caso olvidando el motivo del suspiro.

De pronto, lo importante volvió a ser la inmediata recuperación de la actividad de antes, una actividad económica y lúdica que entrañaba ser de nuevo productivos y consumir a manos llenas, a dejar de lado incluso el debate sobre el carácter público o privado de la sanidad y su gestión. Se abrieron las terrazas y las playas en la costa. Incluso hubo elecciones en algunos territorios sin que de los resultados se deduzca una voluntad de cambio, más bien al contrario, se mantienen viejas apuestas, las que ya existían, salvo quizá en Francia, con mayor peso del ecologismo político, aunque bien pudiera ser un mero espejismo por la altísima abstención.

La epidemia, sin embargo, sigue ahí, hay rebrotes que inducen a nuevas medidas disciplinarias, se intenta responsabilizar en ciertas conductas la difusión de los contagios, olvidando otras causas, siempre acusando al comportamiento individual que legitima nuevas medidas disciplinarias, en un bucle que no parece tener fin y que causa mayor incertidumbre. Es difícil entender la realidad, una realidad además calificada de compleja, más cuando ésta se mueve en ámbitos complicados para el común de la población, que no conocemos las repercusiones médicas de cada acto o cada medida. Aunque algunas de las medidas no se están tomando con criterio médico, más bien con un criterio de gestión social, incluso político. A veces lo que ocurre nos remite más a otras novelas, Un mundo feliz o 1984, lo que desde luego no hace mucha gracia. Recuérdese aquello de que la realidad supera la ficción.

Quizá sea verdad que no hay que desconfiar del poder ni caer en alarmismos, puede que esta manía de ponerlo todo en solfa sea exagerada y responda más bien a viejos esquemas caducos de resistencia a toda autoridad. Puede ser, pero no cabe duda de que uno aprende en la historia a dudar de todo orden y de toda lógica, pero sobre todo de aquellos valores hegemónicos y verdades absolutas que se extienden por doquier y asumimos como medios normales de comprender lo que nos envuelve.

Al fin y al cabo, en cada generación surge alguien que pone el dedo en la llaga de la normalidad. Otra cosa es que se le haga caso o su doctrina acabe alimentando nuevos sistemas disciplinarios, algunos ciertamente distópicos. Parece algo inevitable, si acudimos a la historia. Generación tras generación, se va avanzando por el tiempo sin que alcancemos la utopía, el progreso, el reino de Dios o los Campos Elíseos, todo pasa a una velocidad desorbitada y cuando nos damos cuenta hemos visto cruzar nuestros días para siempre.

De uno de los personajes de Pedro Páramo se dice que «vive tan de prisa que a veces se me figura que va jugando carreras con el tiempo. Acabará por perder, ya lo verá usted». Durante la cuarentena muchos hemos visto el tiempo detenerse, sin que ahora, pese a todo, a pesar de las buenas intenciones, podamos mantener ese ritmo, tal vez lo que más añoremos de ese momento. Lo que nos hará perder.


lunes, 6 de julio de 2020

La hermosa vida en tiempos de distopía


Continuamos avanzando en la nueva distopía, a la que llaman, en esa neolengua empleada por el discurso oficial, nueva normalidad, fórmula esta que suena a oxímoron y que resulta incluso cuanto menos inquietante. 

Ya hemos hablado alguna vez de ello, del impacto en el lenguaje y en la vida de los modelos disciplinarios, del reflejo que se da de la realidad tanto en los enunciados como en los discursos, conformados a partes iguales por amonestaciones apocalípticas y soflamas sobre lo renovada que será la sociedad que surja de la epidemia, lo distintos que seremos cada uno de nosotros, a todas luces, nos dicen, mucho mejores. Claro que surgen rebrotes y no está claro si la realidad de la epidemia nos volverá al encierro, a las limitaciones de nuestros movimientos, a la línea dura de esta distopía.

Ante tales rebrotes, se pone el acento en las reuniones lúdicas, en las fiestas un tanto alocadas e irresponsables de los más jóvenes, en las calles repletas de consumidores ociosos y animados en bares y terrazas. Claro que éste no ha sido el caso en Lérida y Huesca, tal vez tampoco en el norte de Galicia, poco se habla por lo demás de los rebrotes en las islas baleares una vez abiertas sus fronteras al turismo europeo. Sabemos que el lenguaje no es inocente ni neutral, siempre se vuelve campo de batalla, más cuando se emplea una retórica épica repleta de palabras con evocación bélica. Además, ya están decididas las responsabilidades.

Alguna vez habrá que plantearse el lenguaje como herramienta de transmisión de la realidad o de ocultación de la misma, o como medio para profundizar en la vida, más en un país de grandes patriotismos pero pocos cuidados por el idioma.

Mientras, se nos recuerda, la idea ahora mismo es recuperar –reconstruir– la actividad económica, a veces parece que da más miedo lo que se nos viene encima en la economía que las consecuencias de la pandemia. Es cierto que ésta ha producido un terremoto en la actividad laboral y económica, innegable, aquí y en cualquier lugar del planeta, pero tal vez lo que debamos plantearnos es construir una sociedad donde prime la vida, no los beneficios, frente a un modelo en el que, después de semanas de cuarentena y de noticias de la grave situación sanitaria, se ha desmontado el estado de alarma a toda velocidad porque primaban los intereses económicos.

Claro que tampoco me resulta ahora mismo muy evidente qué alternativas hay, hubo intentos de construir otros sistemas, otros mundos posibles, otras formas de producir, y algunas de ellas acabaron en modelos crueles e inhumanos. Otras distopías.

Pero esto no quita a percibir que la gran cuestión de nuestra época, lo apunta Marina Garcés en algunos de sus escritos, es la vida vivible, y me temo que ahora mismo eso no está en ninguna agenda política.

Este tema siempre me lleva a recordar una película, The Straigt Story (“Una historia verdadera”, la titularon en España), de 1999, en la que se narra el viaje de Alvin Straight, un anciano norteamericano que recorre cientos de kilómetros en un cortacésped para visitar a su hermano, con quien no se hablaba desde hacía años, enfermo del corazón. El viaje lo lleva a cabo lentamente, con muchas paradas por el camino y encuentros con personas que va conociendo, con las que conversa, no hay prisa en sus movimientos ni en su forma de hablar. Es la defensa de ese movimiento slow que defiende una vida desacelerada, menos compleja, sin duda nada preocupada por el crecimiento económico, empresarial y tecnológico. En paralelo, hay quien defiende el decrecimiento como teoría económica.

Mientras bosquejo todo esto, no deja de resonar en mi cabeza una canción, una de las canciones más bellas en castellano, «Dadme la vida que amo», del donostiarra Rafael Berrio, recientemente fallecido. En ella se alega el deseo de una vida diferente, no rutinaria, una vida osada, intensa, renovada cada día.

Una vida hermosa que, me temo, no cabe en la nueva normalidad, en la distopía que vivimos.