jueves, 29 de octubre de 2020

Los teólogos y la emancipación


 

Victoriano Gondra nació en 1910. Pudo contemplar los años de esplendor en Bilbao como foco industrial y mercantil, también cultural, previos a la hecatombe de la guerra civil. Simpatizaba con el nacionalismo vasco, lo que a todas luces determinó su actitud ante el conflicto bélico, aun cuando lo viviera sin duda no sin ansiedad por el dilema que suponía tener que elegir entre sus simpatías políticas o la posición adoptada por la jerarquía católica que apostaba por el otro bando, el nacional, más por interés político y por mantener unos privilegios bien terrenales.

A pesar de la declaración de Manuel Azaña de que España había dejado de ser católica, referida sin duda al laicismo que adoptó la IIª República, el peso de la Iglesia Católica era enorme en la sociedad vasca y en la española, no sólo como centro de poder, las relaciones entre el Estado y la Iglesia marcaron en gran medida la historia de España, hasta el punto de confundirse en muchos momentos, también en las costumbres, en la cotidianidad de una población que no tenía casi opción de distanciarse de la religión oficial. La literatura lo reflejaba bien a las claras: La Regenta de Leopoldo Alas «Clarín» o César o nada de Pío Baroja son dos novelas que dibujan esa influencia social de la Iglesia.

Lo que sí surgió a lo largo del siglo XX fue una reacción a todas luces hostil, incluso virulenta, contra la institución católica. Ocurrió en 1931, cuando se proclamó la República, pero sobre todo, de una forma desmesurada y sin duda a menudo injusta, durante la guerra civil. Sin embargo, en el País Vasco, donde el catolicismo ejerció la misma influencia social y estuvo vinculada a la política también de un modo estrecho, parte de esa Iglesia se desmarcó de la posición militante/militarista y ultramontana de su jerarquía. No hay que olvidar el carácter confesional del PNV, pese a lo cual se comprometió claramente con la República e incluso facilitó la viabilidad gubernamental en consonancia con otras organizaciones republicanas, pese a las diferencias que hubiese, no pocas, en especial con el PCE.

De ahí que Aita Patxi acabara de capellán de un Batallón de gudaris y que prestara su ayuda a otros batallones, incluso a aquellos formados por soldados que sin duda tuvieron actitudes hostiles con la iglesia. A inicios de la Guerra fue en el País Vasco el único lugar del bando republicano donde no hubo problemas para la celebración de eucaristías, misas y otras celebraciones católicas, y así continuó siendo cuando el Gobierno Vasco, ante la derrota del frente norte, se trasladó a Barcelona. Católico practicante era José Antonio Agirre, el primer lehendakari cuya palabras de aceptación del cargo ante el Árbol de Guernica fueron toda una proclamación de fe.

Resulta difícil hoy, cuando la sociedad ha dejado de ser claramente católica, en general religiosa, y las generaciones más jóvenes crecen ya sin ninguna referencia en tal sentido, entender lo que significó ese catolicismo tan férreo. Menos aún el ambiente casi integrista que adoptó el catolicismo después de la victoria del bando franquista, sobre todo en los primeros lustros, antes de que las costumbres comenzaran a relajarse un poco. Es difícil saber lo que pensaba Victoriano Gondra, conocido ya como Francisco, de toda aquella deriva de la posguerra. Estuvo preso, pero al final consiguió salir del campo de prisiones donde lo mantuvieron un tiempo y se integró de nuevo a la comunidad pasionista a la que pertenecía, ocupándose de los novicios y del ámbito rural en Guipúzcoa, hasta que en 1954 se incorpora al Santuario de San Felicísimo, en el barrio bilbaíno de Deusto.

Es aquí donde lo conoce el antropólogo Joseba Zulaika, durante sus años de noviciado, siendo Gondra su confesor. Lo define como un hombre de aspecto serio, nada mundano y una religiosidad «troglodita», incluso grotesca. Parecía compartir el religioso una concepción que asociaba el ser católico con el martirio, fruto de una mirada un tanto traumática de Dios. Compartía sus quehaceres en el noviciado con sus trabajos en un hospital, lugar áspero, sin duda, pero creo que esa forma de ser descrita por Zulaika procede más de sus experiencias durante la guerra, pero sobre todo de la difícil disyuntiva a la que se enfrentó al tener que elegir entre sus opiniones y la posición oficial de la Iglesia, que, recuérdese, es un cuerpo jerárquico muy disciplinario. Su disidencia le llevó sin duda a una radicalidad religiosa que rozaba el integrismo. Es evidente que la posición social de este religioso despierta mis simpatías, apoyó al fin y al cabo la democracia frente a la reacción, no tuvo una actitud sectaria ni rechazó a los gentiles, a los no creyentes por serlo, se ocupó de los más pobres y de los enfermos, durante y después de la guerra, incluso intentó evitar el fusilamiento de un soldado asturiano, comunista además, al pedir que le fusilaran a él en su lugar. Puedo entender una deriva espiritual rígida, estricta, fruto de una contradicción que le debió de resultar angustiosa. Choca en todo caso que dicha actitud responda a una fe cuya expresión es la que comenta Joseba Zulaika. Supongo que las cosas de la fe tienen sus misterios.



No obstante, es una actitud bien diferente a la de otros religiosos, la de Valentín Bengoa, por ejemplo, también vasco, poco más de diez años más joven que Gondra, y que parte de una posición teológica y humana diferente. Bengoa es jesuita, pertenece a la comunidad de Loyola, en la que tanto influye Pedro Arrupe, y vive un tiempo en Nicaragua como misionero. Ahí se da de bruces con un tipo de pobreza extrema, la de los campesinos centroamericanos. Bengoa ha vivido en el seno de una familia sindicalista vasca, no ignora las dificultades de la clase obrera en circunstancias tan adversas como las de la posguerra. Pero le impresiona la experiencia americana. Conoce a Fernando Cardenal, sacerdote y militante revolucionario. A través de él, se relaciona con jesuitas que comienzan a afrontar la fe de otra forma, no tan centrada en el martirio ni en la resignación, más vinculada a la realidad social y al concepto de comunidad. Hay dos vascos entre ese grupo de teólogos, Ignacio Ellacuría y Jon Sobrino, dos de los pilares de la denominada teología de la liberación.

Nicaragua le ha cambiado al jesuita vasco. Vive un proceso inverso que el de José María Valverde, pero que conduce al mismo punto. Valverde es un filósofo y poeta católico vinculado de joven al falangismo universitario, nada que ver con el ambiente obrerista y sindical de Valentín Bengoa, pero la crisis en la fe lleva al filósofo a buscar otras sendas, a cuestionar las rigideces de la fe, a escapar del cristianismo como martirio. Conoce también la experiencia de América Central, la de los teólogos de la liberación, es amigo personal de los hermanos Cardenal, lo que le conduce a una respuesta política radical por la emancipación.

Cuando Valentín Bengoa regresa al País Vasco, se encuentra un panorama bien distinto al que dejó. Hay una nueva industrialización en marcha y se va dejando atrás ese silencio que se ha impuesto en la posguerra más inmediata, las nuevas generaciones no están dispuestas a la resignación. Valentín Bengoa, que lleva bien dentro la experiencia vivida en América, tampoco lo está. Rechaza en todo caso la lucha armada de una incipiente resistencia vasca que ve en este modelo la vía de la emancipación nacional y social. Frente a la violencia, opta por la lucha sindical, por la apuesta por los más pobres y por los de abajo. Se vincula al sindicato ELA-STV, que es una organización que nació en 1911 en los astilleros Euskalduna, pertenecientes a la familia de la Sota, tan influyentes en la vida cultural de Bilbao y vinculada al PNV. Es por tanto un sindicato católico, nacionalista y con una fuerte tendencia interclasista. Lo sigue siendo el aparato sindical que se organiza desde el exilio, fuera del País Vasco, pero en el interior surge una estructura diferente formada por una militancia que rechaza el capitalismo, que se quiere deshacer del paraguas del PNV y lucha por un sindicalismo de clase y de resistencia. Es por este modelo por el que se decanta abiertamente el teólogo jesuita, que rechaza a su vez una estructura eclesial tan jerarquizada y reglamentista. Su modelo es el de la mesa compartida, tan presente en el Nuevo Testamento, una mesa compartida con los rechazados de la tierra y en la que caben también otros modos de vida.



Hay otro cura vasco que en la segunda mitad del franquismo apuesta también por la lucha sindical, Pedro Solaberria, nacido en Portugalete como Ignacio Ellacuría, y que actúa de forma directa en el mundo del trabajo, encuadrándose en fábricas de la Margen Izquierda. Es siete años más joven que Valentín Bengoa. Actúa en las grandes huelgas y movilizaciones de los sesenta y setenta. Forma parte de las Hermandades Obreras de Acción Católica y participa en las clandestinas Comisiones Obreras, con el tiempo acabará en la izquierda abertzale y en el sindicato LAB.

Los tres conocen ese Bilbao que a finales del siglo XIX pasa a ser un foco industrial que influirá y transformará no sólo Vizcaya, sino todo el País Vasco y que tanto cambiará hasta nuestros días postindustriales y un tanto distópicos. Victoriano Gondra murió en 1974; Pedro Solaberría, en 2015; Valentín Bengoa, en 2017. Sin duda, los tres fueron conscientes de los profundos cambios del país, no sólo en su modelo social, político y económico, también en el ámbito de las creencias. Sin duda, desde sus diferencias, los tres vivieron un catolicismo muy alejado del exceso de reglamentación de su Iglesia. Tal vez asumieran en su fuero interno un catolicismo no mayoritario en su sociedad, una parte más de una sociedad plural, variada, muy diferente a esa visión que aún se mantiene en el imaginario colectivo.

miércoles, 21 de octubre de 2020

Victoriano Gondra y las expresiones de la fe

 


Es Joseba Zulaika, en su libro Vieja Luna de Bilbao, quien establece un paralelismo basado en la más pura contradicción, tanto de sus actitudes como de sus planteamientos, entre el fraile pasionista Victoriano Gondra, conocido como Padre Francisco o Aita Patxi, y el teniente coronel Wolfram von Richthofen, al mando de la Legión Cóndor, presentes los dos en Guernica durante su cruento bombardeo, el 26 de abril de 1937. El bando y los sentimientos de ambos son claramente opuestos. El militar alemán presta sus servicios en el bando de los militares sediciosos levantados en armas contra la República Española, es un nazi convencido que usa la  Cruz de Hierro y la esvástica en su uniforme, símbolos ambos adoptados por el régimen criminal de Hitler, mientras que el religioso vasco se pone al servicio del bando republicano, usa la Cruz cristiana y el lauburu, es capellán del batallón Rebelión de Sal, formado por gudaris bajo mando del Gobierno Vasco, y presta también su apoyo humanitario al Batallón Rosa Luxemburgo, formado por soldados de filiación comunista y socialista.

Ambos escriben un diario en el que reflejan lo que ven. Sendos diarios son también opuestos entre sí debido a la mirada contradictoria que ambos hombres adoptan ante la guerra incivil y en la que cada cual interviene de un modo tan diferente. El alemán alaba el militarismo y la guerra, halla incluso un esplendor esteticista en la destrucción de la ciudad simbólica de los vascos. Escribe en su diario: «El comienzo del fuego y la caída de algunas casas es un espectáculo muy interesante». El vasco, por el contrario, muestra todo su horror ante el bombardeo, se conmueve ante la desolación y los gritos de los heridos y la tragedia de quienes mueren. Escribe en el suyo: «Empezaron a tirar bombas, a quemar casas y a ametrallar el pueblo. ¡Qué angustia!».

No extraña la actitud del teniente coronel Wolfram von Richthofen, actúa como se espera de un militar nazi, firme partidario del régimen de Hitler y que deshumaniza al enemigo mientras exalta la guerra como espectáculo estético.

Tal vez nos sorprenda más que un fraile tome una actitud tan comprometida a favor de la República y por la independencia de los vascos. «Desertar es pecado», les gritaba a los gudaris y en general a todos los soldados republicanos, nos lo recuerda en uno de sus escritos Iñaki Anasagasti. No podemos olvidar que la jerarquía católica española se comprometió con firmeza con la causa de Franco, la calificó de cruzada, la bendijo y calificó la República de anticristiana. La jerarquía católica estuvo desde su creación muy vinculada al Estado Español, le dio durante siglos la argamasa ideológica con que se intentó unificar el país: un pueblo, una lengua, una religión. Claro que hubo disidencias en su seno desde el comienzo de esta historia, los erasmistas del siglo XVI, con su humanismo y sus deseos de renovación, la reflexión de Baltasar Gracián, la actitud de Bartolomé de las Casas, sin duda también la de muchos católicos anónimos. Pérez Galdós le dio nombre en una novela a uno de esos curas diferentes, Nazarín. Pero no podemos decir que la jerarquía fuese un poder proclive a los más débiles, más allá de una misericordia caritativa muy abstracta.

España era un país católico, y una parte lo era de verdad, otra por mera costumbre y la gran mayoría por decreto. La jerarquía católica tuvo durante siglos el monopolio de la enseñanza y también de la ley, lo que significó ser la única confesión permitida. Sólo a lo largo del siglo XIX se comenzó a abrir el país a la libertad confesional, pero no sin problemas. En la segunda mitad de la década de los treinta Georges Borrow, misionero protestante, recorre el país con fines proselitistas. Escribirá una crónica de su viaje y su misión que llevará el título de La Biblia en España. La traducirá por cierto Manuel Azaña, quien proclamó un siglo después, durante la República, creo que de un modo desacertado, que España había dejado de ser católica. No lo había dejado de ser, aun cuando el posicionamiento político de la jerarquía despertó no pocos odios y fue la excusa esgrimida para algunos excesos a comienzos de la guerra.

La jerarquía y los partidos católicos conspiraron contra la República. Salvo el PNV, partido confesional que contaba con el apoyo de no pocos religiosos y que al mismo tiempo se mantuvo fiel al modelo de democracia existente. De ahí que en el País Vasco no se practicaran esos excesos violentos contra la Iglesia que hubo en otras partes y que los jelkides denunciaron, rechazaron y se opusieron a ellos activamente. Aunque también hubo otras voces contrarias a tales violencias. El escritor José Bergamín, por ejemplo, afín al PCE y católico, fue rotundo en su rechazo a ellas. También hubo lugares donde los comités locales de CNT, UGT o del POUM pedían evitar lo desmanes.



Resulta difícil ahora, cuando la sociedad española ya no profesa de un modo mayoritario la fe católica, se asume la condición privada de la fe y aun cuando la jerarquía parece actuar como si tuviera un peso fundamental, sin tenerlo ya en absoluto, comprender todas aquellas pasiones. Pero las hubo.

Es en ese contexto en el que vive Victoriano Gondra, que adoptará el nombre de Francisco cuando entra en la Congregación de la Pasión. Es nacionalista vasco, pero se caracterizará también por una profunda reflexión sobre la fe cristiana y la vida cotidiana, que según él han de ir de la mano. Incidirá sin duda en su actitud durante la guerra y después de ella. Se comporta como fraile y consejero espiritual con aquellos soldados que son católicos y como apoyo emocional y sanitario con aquellos que no lo son. Acabó como prisionero en el campo de San Pedro de Cardeña, en Burgos, donde llegó a pedir que le fusilaran a él en vez de un soldado comunista. El Obispo Blázquez compara el gesto con el del sacerdote Maximiliano Kolbe, que murió en Auschwitz en lugar de un judío. Claro que Francisco Gondra no fue fusilado. Murió en 1974 en el hospital de Basurto, después de décadas residiendo, ya en libertad, en el monasterio de San Felicísimo, en el barrio bilbaíno de Deusto, donde Joseba Zulaika fue durante un tiempo seminarista.

martes, 13 de octubre de 2020

Fragilidad

 


La vida entera es frágil. Nos lo ha demostrado de forma muy clara la pandemia que ha puesto patas arriba también un sistema que creíamos inamovible. Nos ha desconcertado no poco, cuando ya habíamos dejado de lado las viejas utopías, los ideales de transformación social, y como mucho mirábamos de reojo otras fórmulas, los pequeños cenáculos donde debatir sobre la vida, las experiencias de colectividades al margen del mercado y de los centros de decisión políticos, incluso buscábamos de vez en cuando alguna forma de cambiar el mundo sin tomar el poder, según la invitación de John Holloway, aunque un aparente baño de realidad de ciertas experiencias políticas que se proclamaban novedosas, nuevas formas de hacer política, nos decían, y que han resultado bien añejas, nos han devuelto al desánimo, al descreimiento, las mejoras concretas aportadas apenas consuelan de la sensación de que no es esto lo esperado.

De pronto la pandemia ha golpeado el sistema y la colleja ha sido sobre todo donde más duele, en el consumo, algo fundamental en el capitalismo actual y esencial en las vidas de quienes vivimos en países con alto grado de desarrollo. Aunque también en nuestra cotidianidad, nos hemos aislado mucho más. Por mucho que se utilizaran algunas fórmulas ñoñas, Saldremos más fuertes, mejores, no dejaremos a nadie detrás, no parece que vayamos a salir ni más fuertes ni mejores, y serán no pocos los que se queden atrás. Es posible incluso que estemos ante una nueva fase del capitalismo, que aprovechando la epidemia se esté superando el neoliberalismo para entrar en un modelo, quién sabe si en una nueva vuelta de tuerca.

Claro que somos muchos los que hemos dejado de mirar el futuro. Como sugiere la poeta brasileña Marilia García, el futuro queda a nuestra espalda, no lo podemos ver, y lo que tenemos de frente, lo que vemos y reconocemos es el pasado.

Tal vez sea cierto que conociendo el pasado podamos avanzar sin cometer errores, sin repetir tropelías. Sobre todo si relacionamos ese pasado con la cotidianidad de nuestras vidas. Por ello tal vez sea tan interesante ese movimiento de memoria que se centra en las víctimas olvidadas, que reclama investigar qué fue de los asesinados en las cunetas, los enterrados en fosas comunes, los torturados en sótanos desvencijados, las víctimas de las violencias. En definitiva, la intrahistoria, pero aplicada a quienes sufrieron la historia. Quién sabe si sólo así se podría conseguir lo del cuento de Zola, que los soldados de la próxima guerra se nieguen a combatir tras soñar con campas encharcadas con la sangre derramada.

Claro que un mero vistazo al panorama sirve para contemplar cierta circularidad del tiempo histórico. Se vuelve a la casilla de partida, a veces incluso sin necesidad de que desaparezcan físicamente las generaciones que conocieron los desaguisados de pasado más reciente. Se vuelve a erigir la bandera como única identidad, aunque en este presente tan extraño la bandera apenas tapa el negocio que hay a su sombra. Al mismo tiempo, una enorme foto de Stalin decoró en Bilbao la contracelebración del 12 de octubre. Para salir corriendo. Claro que nadie confía hoy en que esas ideologías de antaño vayan a construir la utopía en la tierra, ni siquiera quienes ondean la bandera con un histrionismo fuera de lugar y fuera del tiempo.

Entonces, ¿qué hacer?



Se me aparece Irune, la protagonista de la última novela de Txani Rodríguez, Los últimos románticos, una mujer que vive en una población cercana a Bilbao, que trabaja en una fábrica con un conflicto laboral latente, en un momento en el que el sindicalismo pierde fuelle, en una sociedad individualista en la que cada cual va a lo suyo, con amores que ya no poseen el barniz del romanticismo y adquieren canales fríos, distantes. Irune vive en la sociedad de la ansiedad, ansiedad por la vida, por el trabajo, por la salud, por el desasosiego. Una vida que parece no formar parte del hilo de la historia, qué lejos queda el pasado en su biografía. Sin embargo, en Irune están todos los conflictos, todas las esperanzas, todas las cuestiones latentes en la historia del rincón en el que vive y que no son diferentes al de otros rincones y otras vidas. De este modo avanza su pequeña rutina, a pasos breves que sin embargo emprenden grandes rutas que atraviesan toda esta fragilidad.

Quizá abrir brechas no requiera de grandes heroicidades, como creíamos, sino de confrontaciones con una vida que nos agobia. Hubo quien buscó paraísos en las glorias pasadas, pero Irune emprende su propio proceso cercenando la cabeza de su Medusa particular e íntima, sin necesidad de una heroicidad mitológica.

Aunque puede que todo esto no sea más que hablar por hablar.

martes, 6 de octubre de 2020

Imágenes y visiones míticas

 


Ese Bilbao mercantil e industrial que empieza a crecer con rapidez a finales del siglo XIX y que los hermanos Azkona reflejan durante el segundo decenio del XX en algunos de sus documentales parece oponerse a una concepción tradicional de lo vasco, la que está anclada sobre todo en el mundo de los caseríos y también, aunque menos, en los puertos pesqueros. Ambos mundos, el tradicional y el moderno, se construyen en gran medida sobre la base del trabajo, el trabajo duro además, pero a partir de aquí su cimentación mental y cultural, su imaginario, será muy diferente, uno y otro estarán contrapuestos e incluso serán incompatibles, no pueden convivir, lo tradicional y la nueva sociedad mercantil e industrial chocarán con vehemencia y ésta última se impondrá sobre la sociedad agrícola. El capitalismo es cruel, arrasa con todo aquello que no entra en la lógica del beneficio y de un modelo de progreso que sólo entiende de dinero y de intereses. El mundo tradicional de los mayorazgos y los valles melancólicos repletos de leyendas no cuadran mucho con el capitalismo expansivo.

Además, la rapidez con que se transforma todo en Vizcaya despertará no pocos resquemores en uno y otro sentido. Los liberales, acérrimos defensores del nuevo modelo económico, de la industria y de la tecnología, contemplan a los baserritaras, los propietarios de los caseríos, con una particular estructura social anclada en un sistema jurídico propio, como aldeanos zafios e incultos. Surge en Bilbao una literatura costumbrista que se burla del castellano de los caseros, vascoparlantes todos ellos, incapaces de lidiar con las nuevas obligaciones administrativas y con nuevas formas mercantiles. Por el otro lado hay un primer nacionalismo vasco, alentado por Sabino Arana y su primer círculo bizkaitarra, que rechazará los cambios de este nuevo modelo industrial, defenderá con ahínco la vida tradicional, las viejas leyes, el idioma antiquísimo y con elementos legendarios, la religión y la probidad de la etnia frente a la indignidad perversa y vil de los que arriban a la mítica Vasconia para malvivir en las minas y en la industria locales. Claro que pronto llegará una segunda generación de nacionalistas vascos que no ven con desagrado la industrialización, la fomentarán, en buena medida porque muchos de sus defensores forman parte de las élites económicas, como la familia de la Sota, y alentarán un nacionalismo moderno, burgués e incluso social, pero al mismo tiempo transigirán en una visión mítica del pasado donde lo agrícola ocupa buena parte del imaginario.

Habrá también cierto rechazo a la modernidad en el clasicismo de muchos de los escritores del café Lion d´Or que reaccionan contra ella acudiendo a ese pasado mítico de Roma y su esplendor, y desembocan en un patriotismo español al recordar la influencia de la antigua Hispania en tal imperio, lo querrán restaurar. La influencia de Marinetti y el futurismo, aun cuando se contradiga en apariencia con el clasicismo referido, atraerá a muchos de los participantes de la Escuela Romana del Pirineo hacia al falangismo y sus ideales utópicos. Es un grupo esteticista, intelectual, atraído por el lado más erudito de José Antonio, que poco tendrá que ver con la bravuconería que luego conoceremos, con sus huestes mamporreras y sus ansias revanchistas.

Son reacciones a un mundo nuevo que sin embargo se impondrá. Bilbao se industrializará, pero no sólo la ciudad, también su área de influencia y la provincia entera, también Guipúzcoa seguirá un proceso similar, y con el tiempo Álava, también Navarra. Joseba Zulaika habla ya para los años setenta de un proceso de extrañamiento del mundo rural vasco: lo que había sido nuclear se convierte en periférico, el mundo del caserío pasa a ser un mundo marginal por su peso cada vez menor en la economía vasca, que es a todas luces una economía industrial y mercantil, y aun cuando la crisis de los ochenta, con una reconversión salvaje que afectó sobre todo a Bilbao y a la Margen Izquierda, parecía que iba a trastocarse por completo el panorama económico, el País Vasco recuperó fuelle gracias a la incorporación de las nuevas tecnologías y del sector de los servicios.



Aun así, ha seguido dominando en el imaginario vasco el mundo de los caseríos, pese a que lo agrícola apenas alcance un índice pequeño en el conjunto de las actividades laborales y en la economía del país. Ocurre lo mismo con el ámbito de los arrantzales, los pescadores, sin duda una actividad con más presencia, pero marginal también con relación a la actividad industrial o comercial. Es curioso observar cómo el mundo de la industria o del taller no ha penetrado en el imaginario vasco tanto como los símbolos míticos del caserío o de los arrantzales, a pesar de que la presencia industrial supere el siglo o que Bilbao haya sido desde su origen como Villa, en 1300, una ciudad comercial. A pesar también de contar con un movimiento obrero activo y organizado desde los inicios de la industrialización hasta hoy mismo. No obstante, uno observa en Santurce, ciudad que creció a partir de una aldea de pescadores con un aluvión de inmigrantes que trabajaron en el puerto o en las industrias de la Margen Izquierda, como se rememora el pasado arrantzale que muy pocos de sus habitantes han conocido directamente o lo conocieron apenas sus antepasados, la gente se viste de pescadores en las fiestas locales. No dudo de que haya un gesto de memoria de lo que fue ese rincón de Vizcaya, una voluntad de hilar pasado y presente, pero sospecho también que se fomenta una visión idílica del pasado con fines de conformación de la realidad actual.

Sin duda la literatura y el arte contribuyeron a fomentar esa visión nostálgica del campo tradicional. Domingo Agirre u Orixe fueron escritores en lengua vasca que vivieron entre el siglo XIX y el XX, y recogen en su obra esa vida mítica del caserío y del puerto pesquero. El propio Pío Baroja, poco amigo de elucubraciones que alentasen el tradicionalismo más reaccionario o folclórico, escribe algún cuento de ambiente campestre mítico. El propio poema de Gabriel Aresti Nire Aitaren Etxea (“La casa de mi padre”) tiene una lectura, a pesar de encuadrarse este autor en el realismo social, de defensa del caserío tradicional como foco central de la sociedad. Aunque es una interpretación con la que podemos discrepar y discrepamos muchos. Los actuales escritores parecen ir por otros derroteros, se alejan de la mirada mítica y parten de un presente muy diferente a aquel. Vemos en la obra de Karmele Jaio, de Unai Elorriaga, de Kimen Uribe, de Pedro Ugarte o de Kepa Murua, por citar a unos pocos, un punto de partida más urbano y con menos nostalgia de lo que hubiera podido ser el país.