viernes, 26 de noviembre de 2021

Memoria

 


Tremendo resulta el testimonio de Miguel Martínez del Arco sobre la larga prisión de sus padres. Afronta la terrible historia novelándola, barnizando la realidad con la ficción, ya sabemos que, si la escritura es a todas luces terapéutica, acudir a la ficción permite tal vez suavizar los efectos más dolorosos en quien es hijo, a la vez que nos permite a los demás conocer detalles de la intrahistoria con más concreción.

El resultado, fruto de una búsqueda previa de datos y acceso a no pocos archivos, es la novela Memoria del frío. Nos cuenta en ella la historia de Manolita del Arco, que fue la mujer que más tiempo pasó en prisión bajo el franquismo, diecinueve años nada menos, por una militancia política que consistió en reconstruir la red militante de un partido, sin que nunca acudiera a la lucha armada ni cometiera actos violentos contra un régimen que se impuso tras una guerra (in)civil impulsada por buena parte de quienes fueron después sus mandatarios, y también nos narra la de su padre, Ángel Martínez, que por los mismos motivos pasó un tiempo similar. Ambos estuvieron en varias cárceles, ambos por separado recorrieron varias provincias, en un demoledor viaje penitenciario. El poeta Marcos Ana, que ostenta el triste título de ser el preso político con más tiempo en la cárcel, pasó veintidós años en ella.

Conocemos sus nombres y ahora sabemos sus historias respectivas y en común gracias al libro. También nos consta lo sucedido con otros presos, aquellos nombres más conocidos que padecieron la represión y que por circunstancias varias, por ser sobre todo personas relevantes, sabemos de sus vicisitudes. Pero para la mayor parte de toda esa disidencia quedará el olvido, apenas recordadas sus historias más que por un puñado de descendientes, una mera anécdota en un país que en su conjunto tampoco parece que quiera recordar. Que ha caído en cierta banalización del pasado. Ni siquiera recibieron muchos de ellos, sobre todo los fusilados en la primera hora de la dictadura, una sepultura digna, no hay ni siquiera lugar para recordarlos, para que sus hijos y nietos los puedan evocar. Aunque los que sí tienen sepultura, me temo, también serán objeto de olvido.

Luego están los que padecieron cárcel o trabajos forzados. Salieron vivos de sus experiencias, pero sin duda no podemos decir que salieran sanos de ellas. Muchos optaron por el silencio, por callar sus experiencias, por no abrir más unas heridas aún dolientes, por mantenerse discretos los años que quedaron de dictadura, sin duda hubo quienes no vieron su final.



Los martes y miércoles suelo pasar por delante de las minas a cielo abierto que hay en la zona de Gallarta y de Abanto-Zierbena. Son heridas en la propia tierra, testimonio de un trabajo duro, el de los mineros, realizado en condiciones nefastas. Voy con tiempo a mi cita semanal, bajo un poco antes y ando por delante de esas heridas abiertas entre montículos y montes. El paraje impresiona, es atractivo, imponente y también se intuye la brutalidad para quienes trabajaron allí. He leído sobre la dureza de la mina. El doctor Areilza, en esta zona, cuidó a muchos trabajadores accidentados o enfermados por las condiciones de la faena. Hubo también huelgas por la mejora de las condiciones de trabajo y de vida. Sobrecoge la mera contemplación de ese paisaje que permite imaginar lo que debió de ser la vida entonces.

Lo que descubrí una tarde fue además que hubo presos políticos obligados a trabajos forzados en ese lugar. No lo supe porque hubiera alguna placa o algún tipo de indicación oficial, sino porque así lo recordaba una pintada sencilla sobre uno de los bancos desde el que se puede contemplar hoy el paraje. Lo descubrí en la misma fecha en que estaba leyendo Memoria del frío. Imposible por tanto no asociar la experiencia de quienes aparecen en el libro con nombre y apellido con los de aquellos presos cuyos nombres, seguramente, nunca llegará nadie a conocer. Sin duda habría historias muy parecidas a la que cuenta Miguel Martínez del Arco en su novela y testimonio que nunca deberían olvidarse, pero que se olvidarán sin duda.



En esta constante revisión de la historia o de uso infame del pasado, habrá quien justifique o atribuya en parte las situaciones ignominiosas que padecieron los represaliados, puede también que se escude en una cierta equidistancia, los otros también abusaron, mataron, reprimieron, causaron un daño innecesario. Pero no es de esto de lo que hablamos. Tampoco es lo que se narra en Memoria del frío, aunque el autor no lo rehúye del todo, lo cita en su novela. Se trata simplemente de dejar constancia de lo tremendo que fue que hubiera personas perseguidas, encarceladas, fusiladas o torturadas por motivos de ideas, por respaldar proyectos colectivos, aun cuando no estemos de acuerdo con su ideario, ya fueran el que defendían Manolita del Arco y Ángel Martínez, ya fuera cualquier otro, tanto del bando republicano como por cualquier otro motivo. Incluso hubo represión entre los disidentes del bando levantado en armas el 36. Un año después del inicio de la guerra, el gobierno del bando nacional aprueba el Decreto de Unificación, por el que funde en una única organización a los diversos grupos que apoyaron la sublevación. Esto no sentó bien a algunos falangistas o a determinados núcleos carlistas. Manuel Hedilla, camisa vieja, mostró bien a las claras su desacuerdo y encabezó un grupo disidente que fue reprimido. Se calcula en seiscientos los falangistas represaliados.

Pero no, no es esto lo importante, no lo es el ideario de quien sufrió la represión, sino que la sufriera. Juan Gelmán lo explicó perfectamente: cuando se mata a alguien por motivos políticos, la clave hay que ponerla siempre en el acto de matar, nunca en los motivos. Por extensión, lo podemos aplicar en el tema de la represión. De allí que sean tan importantes testimonios como el de Miguel Martínez del Arco.

viernes, 12 de noviembre de 2021

Quinquis

 


Marcaron una época a partir de los setenta, un momento de ebullición en la historia española. Su nombre, quinquis, cambió su significado inicial, el de aquellas personas pertenecientes al colectivo de los quincalleros o mercheros, para referirse después a jóvenes delincuentes, fuesen o no de etnia gitana o pertenecieran o no al colectivo merchero, en todo caso de barrio marginal o de extrarradio, que asolaron las grandes ciudades, en un momento de desempleo, droga y exclusión. Incluso surgió un estilo de comportamiento, una forma de actuar, que recibió como fenómeno otro calificativo: el de calorrismo. El calorro era aquella persona, joven por lo general, de formación muy básica y que imitaba a los gitanos.

Pero los quinquis iban más allá, alteraron en gran medida el orden público, en un momento a todas luces poco pacífico en las calles españolas, con sus robos de coches, sus atracos a bancos, sus tirones, sisas y estropicios. Nacen en poblados chabolistas o en barrios muy periféricos de edificios altos en los que muchas veces acababan los habitantes de las chabolas. Tuvieron dos grandes precedentes, uno real y otro de ficción: por un lado, Eleuterio Sánchez, el Lute, que en 1965 culminaba su carrera delictiva al condenársele por la muerte de un hombre durante el atraco a una joyería y en cuyo cumplimiento de la pena impuesta, cadena perpetua tras conmutarse la pena de muerte inicial, no sólo se alfabetizó, sino que estudió derecho; por el otro, Manolo Reyes, el pijoaparte, coprotagonista de la novela de Juan Marsé Últimas tardes con Teresa (1966), ladronzuelo de motos del barrio del Carmelo de Barcelona que logra confundir a los muy listos, muy burgueses y muy izquierdosos estudiantes acomodados de los barrios bien que aparecen en el relato. Y una secuela de los quinquis, aunque no fue propiamente lo mismo, era Jon Manteca Cabañes, El cojo Manteca, joven punk y personaje marginal que pasó a la fama por vérsele destrozando mobiliario urbano aprovechando los altercados durante una manifestación de estudiantes en enero de 1987, plena época de desencanto y desilusión colectiva.

Entre ambos momentos a todas luces los reyes del mambo fueron los quinquis. Fue tal su repercusión en la vida cotidiana y tan conocidos algunos de sus protagonistas, como el Vaquilla, el Torete o el Nani, entre tantos otros, que incluso crearon escuela en letras de rumbas y películas, hasta crear un subgénero musical y cinematográfico, el cine quinqui, al que se dedicaron en algún momento directores como Carlos Saura, Eloy de la Iglesia o José Antonio de la Loma.

Un periodista que escribió bastante sobre estos personajes y sobre las repercusiones de sus actos fue Javier Valenzuela, una parte de cuyos artículos quedaron reunidos en un libro que la editorial Libros del K.O. publicó en 2013, Crónicas quinquis.

No cabe desde luego que ensalcemos o enaltezcamos a los quinquis, sus acciones fueron claramente delictivas, algunos llegaron a matar y el final de muchos de ellos resultó también bastante trágico, víctimas de la droga o de sus propias acciones, caídos en enfrentamientos con la policía, carne de prisión o de enfermedades derivadas de sus vidas nada ejemplares. Pero sí reflejaron un malestar social, la degradación de un urbanismo cuyo crecimiento fue claramente mal gestionado, consecuencia nefasta de un desarrollismo que algunos hoy intentan exaltar, el de una dictadura que se decantó por la especulación de los tecnócratas, los antecesores de los nuevos ricos de finales del siglo pasado y comienzos del actual cuya burbuja también tuvo sus víctimas, pero de otro tipo.



Lo apreciamos todavía hoy en barrios como Otxarkoaga, en Bilbao, fruto de ese desarrollismo, cuya antesala fueron los poblados chabolistas que levantaron las muchas personas que llegaron a esta ciudad en los cincuenta, mano de obra para la industria en expansión y destinatario de las nuevas viviendas que a veces se ha calificado de chabolismo vertical. En 1960 Policarpo Fernández Azcoaga realizó de un modo muy casero un documental sobre ese aquellas chabolas bilbaínas, ¿Bilbao? Como ocurrió en tantas otras ciudades, Otxarkoaga fue el epicentro de los quinquis bilbaínos, muchos de ellos víctimas de la heroína, y que se asomaban cada día tanto a un paraje como a una realidad a todas luces desoladores.

Hoy esta zona ya no tiene nada que ver con lo que fue, resulta incluso un barrio agradable, muy remodelado y con grandes zonas verdes. Nadie que no lo haya conocido, aunque sea de oídas, puede hoy imaginar que lo que cuenta el cine quinqui sucediera en realidad por sus calles. Todo aquello pasó a la historia con sus tristes personajes tan heroicos como miserables, tan culpables como víctimas, tan osados como abusivos. No merecen, en todo caso, ser pasto del olvido.