viernes, 28 de julio de 2017

A sangre fría

«Los senderos de la gloria no llevan sino a la tumba», escribió el poeta inglés Thomas Gray y lo recoge Truman Capote en A Sangre Fría. Senderos de gloria son, en buena medida, los de la épica, siempre presente en la historia de la literatura desde el viaje de retorno de Ulises a Ítaca, incluso antes, pero también los de la infrahistoria, los senderos de gloria, por ejemplo, de la épica del oeste, «Let´s go west!», en la que miles de hombres y mujeres, muchos de ellos inmigrantes, se dirigen a las vastas y salvajes praderas que les esperan para convertirse en prósperas tierras de cultivo y construir un nuevo país, tal vez una nueva utopía, un nuevo mundo que se levantará con el trabajo duro -hay mucho de ética calvinista en la aventura del lejano oeste- y la confianza en sí mismos.

Pero hay también mucha violencia en la épica: al fin y al cabo, la conquista del oeste no deja de ser el relato de la dominación de la civilización occidental sobre las tierras hasta entonces patrimonio de los nativos y que fueron víctimas de tal aventura, como lo fueron los negros esclavizados en África y llevados a los estados del sur. También la épica griega tuvo sus víctimas, esclavos o bárbaros de otras tierras, soldados enemigos que, ellos también, creían en sus mitos y luchaban por su comunidad, y en la épica medieval se refleja las relaciones de dominio de una época también violenta. La espada fue el ícono del medioevo y de épocas anteriores. También del imperio español, junto a la cruz. El rifle lo fue de la épica del oeste: el carromato y el rifle.

El rifle sigue siendo un ícono de la cultura norteamericana. No en vano el derecho a poseer armas sigue centrando buena parte del debate público norteamericano y existe una Asociación Nacional del Rifle que hasta 2003 estuvo dirigida por Charlton Heston y puede que no resulte casual que sea un actor, un miembro destacado de esa comunidad que forma el cine, mantenedor de los mitos, quien defienda ese ícono en la sociedad. El carromato, por su parte, se ha transformado desde finales del siglo XIX en el coche, el automóvil. La épica del oeste se refleja en las miles de historias de vaqueros, bandidos, sheriffs, indios a veces insurgentes, ganaderos, aventureros, buscadores de oro, marginados de todo tipo y que aparecen reflejados en los relatos y en las películas del género de vaqueros o del oeste, el far west que recrea aquel mundo que se diluirá en los últimos años del siglo XIX. Después, se mantiene el ícono del rifle y se incorpora a la cultura urbana norteamericana por la vía de las historias policiales, el género negro, que se desarrolla en gran medida en la literatura norteamericana y también en su cine. No olvidemos que el cine es la gran expresión cultural de los Estados Unidos en el siglo XX, como ciertos tipos de novela o de relato lo han sido de Europa.

El rifle acaba sustituido en su representación fílmica y literaria por pistolas y revólveres, del mismo modo, ya se ha dicho, que el automóvil sucede al carromato. No en vano, el país cambia. Los carromatos recorrieron las praderas ajenas hasta entonces a la civilización occidental; los coches tendrán sus carreteras, algunas míticas, como la ruta 66. Se mantiene la épica del viaje y de la aventura, la del reto del destino y la confianza en sí mismo, muchos de los valores de la épica del oeste se conservan en los nuevos relatos policiacos, valores de esa épica del oeste que no son, al fin y al cabo, muy diferentes a los de cualquier otra épica que en la historia haya habido.  

Pero el género negro posee ya otras características. Sigue siendo un reto ante lo desconocido, una aventura que requiere de tesón y confianza, pero es una confianza imprescindible, sí, pero que a veces se rompe porque con frecuencia investigar el mal conlleva confrontarse también con lo más sórdido, lo más sórdido de la sociedad y lo más sórdido de uno mismo, los fantasmas propios, el lado obscuro de la personalidad. Rick Deckard, ese policía de una sociedad del futuro y que está retirado del cuerpo especial de policía de los blade runners, vuelve al servicio y al final duda de sí mismo, se enfrenta a su propia condición que incluso pudiera no ser humana y acaba por temer la realidad y sospechar que es uno más de esos replicantes a los que ha perseguido sin miramientos, unos miedos turbadores provocados al fin por el tipo de sociedad que le envuelve. Se ha perdido la inocencia de los westerns, la creencia de un progreso imparable, la confianza en que con tesón y trabajo vencerá la bondad, ese mundo afable e irrompible de La Casa de la Pradera.

Porque de un modo u otro la novela policiaca acaba por desafiar las verdades y los valores hegemónicos de la sociedad. También fue un medio para la crítica política y social durante el macartismo. La función del agente o del investigador es, en principio, poner orden ante el daño causado por el delito, por el mal, reestablecer en la medida de lo posible el sentido de que cada pieza de la sociedad, porque al final, debiera de ser así, es el modelo: el orden vence, la ley consigue poner cada cosa en su sitio, tranquiliza y devuelve la confianza a cada uno de nosotros. Pero, por contra, al avanzar en sus pesquisas, el agente o el investigador pudiera descubrir y mostrar que tal vez el mal, lo monstruoso, no está en el reducto del marginado, del perverso, del degenerado, del desalmado, sino que se halla en nuestra normalidad, en todo aquello que nos da tranquilidad, en la comodidad de nuestro estilo de vida, de nuestra prosperidad que tiene también su contraparte. Es inevitable: el espejo siempre tiene otro lado.

En este sentido, Truman Capote asiste fascinado e intrigado al drama de la América profunda, al asesinato en un rincón de Kansas, en Holcomb, de cuatro miembros de la familia Clutter. Las víctimas son el padre, Herbert Clutter, próspero granjero y afable miembro de la comunidad local, la madre, Bonny, querida por todos aun cuando le adolezca una enfermedad nerviosa de la que parece estar recuperándose, y dos de los hijos, la hermosa Nancy que va dejando atrás la infancia para devenir una bella y prometedora joven que se incorpora a los ritos sociales, tan normativos como normales, y su hermano Kenyon, que se interesa por la granja de su progenitor. Otras dos hijas del matrimonio ya no viven en la residencia familiar y se salvan gracias a ello. Asistimos a su cotidianidad, pero también a la vida de la ciudad, apacible, estable, religiosa, los vecinos forman una verdadera y armoniosa comunidad, incluso en su sentido más beatífico, se entrecruzan ajenos al drama que se va a producir.

Pero asistimos también a la vida de dos jóvenes, Dick Hickcock y Perry Smith, que al contrario de la familia Clutter surgen de las sombras, de ese lado obscuro que existe en toda sociedad, que habita en cada uno de nosotros, aunque lo ignoremos o rechacemos su existencia. Truman Capote estudiará sus orígenes, las familias con las que crecen, su medio, sus tendencias y complejos, sus límites y sus expectativas. Vincula ambos mundos aparentemente contrapuestos porque sus caminos se van a cruzar de forma trágica e irremediable.

El asesinato se produce la madrugada del 15 de noviembre de 1959. En los meses siguientes a tan fatídica fecha hay una investigación policial que Truman Capote sigue contumaz. Cuenta con la ayuda de la escritora Harper Lee, que le asiste en entrevistas a policías, vecinos, incluso familiares tanto de la familia Clutter como de los asesinos cuando se hace pública su identidad y lee las notas del escritor. Tras la detención, hay un juicio al que ambos escritores acuden y Truman Capote se hace incluso con las actas que leerá atento. Se condena a ambos acusados a la pena capital y se abre un periodo de recursos que se van desechando uno tras otro. Detrás resurge el debate sobre la pena de muerte que perdura aún hoy en los Estados Unidos.

No es baladí el debate al respecto. Tras él hay concepciones importantes para conocer los mecanismos colectivos, tanto psicológicos como políticos y, por qué no, espirituales por los que se mueve una sociedad reglamentaria. Venganza o justicia, castigo o reinserción, rechazo a ese lado monstruoso sin paliativos ni consideración o reconocimiento de que existe en toda persona una tendencia siniestra, perversa, incluso depravada, está allí, dentro de uno, y con la que tenemos, irremediable, que convivir, todo ello son derivas del debate, de los planteamientos sobre las actitudes antisociales y los ilícitos criminales. No deja de ser interesante, en este sentido, el vínculo que se crea entre Josie Meier, la esposa del sheriff, con Perry Smith. Los esposos Meier viven en la prisión del condado, en un apartamento adosado. Por cuestiones de espacio Smith permanece en la celda destinada a las mujeres, junto a la cocina de la residencia de los Meier. Eso permite el vínculo entre la mujer y el preso, un vínculo que le servirá a Josie Meier a apreciar que una persona es más que sus acciones, por muy rechazables que resulten éstas, por muy horribles que las consideremos, objetiva y subjetivamente.

En la madrugada del 14 de abril de 1965 Perry Smith y Dick Hickcock mueren ahorcados. Truman Capote reúne sus notas y escribe un largo texto destinado a ser un reportaje periodístico pero que termina siendo una novela por sus características. El propio autor la calificará como una non fiction novel, un relato de no ficción en el que introduce elementos de la literatura, diálogos, descripciones, incluso situaciones imaginadas y que le dan al relato dinamismo. A Sangre Fría influirá incluso en un tipo de periodismo literario, género mestizo de crónica y novela, que se desarrollará desde entonces. Sin duda hay unos antecedentes, una tradición literaria a la que el escritor acude, la épica, la novela realista y naturalista, la literatura social, el periodismo. Hay también una literatura posterior en la que el libro de Truman Capote influirá de forma notable.


Medio siglo después se supo que uno de los asesinos, Dick Hickcock, escribió su propia versión de aquel asesinato, un relato detallado de aquella noche y que entregó a Mack Nations, un periodista de Kansas que intentó que se publicara, según parece para horror del propio Truman Capote que aún no había publicado su libro y que discrepaba con la versión de Hickcock. El destino hizo que este texto se perdiera hasta reaparecer ahora, sin que nadie muestre ahora mismo mucho interés por el relato de uno de los asesinos, perviven los prejuicios, la confusión sobre la personalidad, la aceptación o el rechazo según criterios muchas veces caprichosos. A veces incluso la literatura forma parte de la propia épica. 

martes, 25 de julio de 2017

Juegos Olímpicos

El mito indica que los Juegos Olímpicos fueron una idea surgida entre los dáctilos, una raza arcaica que la tradición vincula a Hefesto, más en concreto fue Heracles, tal vez primera personalización del héroe, quien propuso unas carreras entre sus hermanos. La historia oficial y objetiva, si es que existe algo de objetividad en la historia, indica que los primeros juegos olímpicos se celebraron en el 776 a. C. Se realizaron en Olimpia, de allí el adjetivo, y una de sus funciones fue la de mantener una mínima tregua en una época de enorme tensión y confrontación entre las diversas ciudades-Estado.

La idea de los Juegos Olímpicos como símbolo y potenciador de paz o de concordia entre los pueblos lo recogieron los mandatarios al reestablecerse a partir de 1886 cada cuatro años. Es evidente que no logró tal objetivo, si es que se lo tomaron en serio: el siglo XX siguió siendo, como los siglos anteriores, violento y vivió incluso dos guerras mundiales. Todo indica, en lo que llevamos de siglo XXI, que por desgracia nada cambia en lo relativo a guerras y violencia.

Pero además los Juegos Olímpicos se convirtieron muy pronto en pantalla de propaganda de los Estados en los que se mostraba bien la superioridad racial, tal como se intentó en los juegos de Berlín de 1936, bien de propaganda política, para el Bloque del Este hasta su desmoronamiento o para los Estados Unidos, una manera de mostrarse al mundo como potencia hegemónica.

No sólo eso, sino que también los Juegos Olímpicos se convirtieron, sobre todo en los últimos decenios, en grandes operaciones urbanísticas. No en vano sabemos todos de los estrechos vínculos entre las empresas y el deporte, sobre todo el deporte de élite. Las Ligas Profesionales de Fútbol, por ejemplo, más que deporte sano y ejemplo social, es un gran negocio que mueve millones en dinero y no escapa en algunos Estados a corruptelas y grandes corrupciones, las corrupciones generalizadas y casi sistémicas, como se ha visto en la FIFA o en la Liga Española.

Por ello, en gran medida, el gran interés de acoger los Juegos Olímpicos tiene que ver más con aprovechar el momento para un cambio en el urbanismo y dar a conocer una ciudad, hoy diríamos incorporarla a los mercados.

En este sentido, que desde las administraciones españolas -catalanas incluidas, no parece que haya aquí grandes discrepancias- se conmemore y celebre el vigésimo quinto aniversario de los Juegos Olímpicos de Barcelona indica hasta que punto no sólo fueron unos juegos ejemplares en lo deportivo y en lo organizativo, sino que sirvió para dar el primer paso en un cambio urbanístico y en incorporar la ciudad a los mercados, a todas luces el gran objetivo a perseguir. Veinticinco años después Barcelona se ha convertido en un parque temático, una caricatura de sí misma para disfrute de los millones de turistas que recorren la ciudad en busca de lo que piensan que van a encontrar. El resultado es una ciudad cara que expulsa a los vecinos de los rincones más apetecibles o si los mantienen, que sea como un atractivo más para el visitante.

Cierto: eso ocurre también en otras muchas ciudades convertidas en polo del turismo, caricaturas de sí mismas también ellas, sean Praga o Paris, o algunos de los nuevos destinos de los Balcanes que ven en el turismo una industria. Se dirá que los Juegos Olímpicos no tienen nada que ver con lo que hoy es Barcelona -¡hasta los propios turistas se quejan del exceso del turismo!-, pero no se puede negar que aquellos Juegos Olímpicos de hace veinticinco años fueron un primer paso para la transformación urbana. Ya hay algunos planificadores urbanos que hablan de Barcelona, por muy bonita que haya quedado, como un modelo lleno de lagunas y defectos.

De este modo, el deporte, que pudiera entenderse como actividad social de convivencia y diversión, de ocio y desarrollo individual y grupal, deviene en aliado de las empresas, un negocio más, un modo incluso con que barnizar la especulación y la concepción de una ciudad como negocio, más que como centro multidisciplinar donde conviven varias actividades, algunas económicas, pero no todas.


En castellano la palabra competencia reúne en su significado tanto la capacidad para el desarrollo de alguna aptitud como la rivalidad entre personas, países o empresas, algo que no ocurre en otros idiomas, que separan claramente ambos conceptos. Parece ser que los Juegos Olímpicos tienen ahora mismo más de lo segundo, de rivalidad entre deportistas y países, que de lo primero, de desarrollo humano de las capacidades. Y deja sus huellas en las ciudades por las que va pasando. 

lunes, 17 de julio de 2017

Manuel Lamana

En marzo de 1947 se produjo una masiva detención de estudiantes universitarios en Madrid. El detonante fue una pintada en un mural de la Ciudad Universitaria. Sin embargo, el objetivo fue neutralizar el movimiento estudiantil que comenzaba a reorganizarse pocos años después de acabada la guerra civil, en aquel primer decenio de la dictadura que fue sin duda el más asfixiante. Muchos de los detenidos, una vez condenados, acabaron en el Destacamento Penal de Cuelgamuros, cuyos presos construirían el Valle de los Caídos en régimen de trabajos forzados.

Entre los detenidos y condenados estaba Manuel Lamana. Hijo de un político republicano moderado, vivió la guerra siendo apenas un niño que salía de la infancia y que vería la realidad sin entenderla del todo, a falta de referencias, de un contexto que comprender. Salió de España y en Francia, al cumplir los 18 años, se vio en la tesitura de que se le llamara a filas ante la guerra que empezaba en Europa, por lo que decidió regresar a España y cursar estudios universitarios. Como menor que había sido, no tenía nada pendiente, pero pronto comienza a cuestionarse la situación del país y participa en la Federación Universitaria Española.

En Cuelgamuros coincide sobre todo con presos políticos de diversas tendencias, entre ellos Nicolás Sánchez-Albornoz. Otro estudiante, Francisco Benet, hermano del escritor Juan Benet, que participó en aquel incipiente movimiento de resistencia estudiantil pero que pudo huir a Francia, organizó un plan de fuga que contó con la participación de Bárbara Mailer, hermana del escritor Norman Mailer, y de una jovencísima Bárbara Probst Salomon, con el tiempo también escritora norteamericana. Ambas muchachas iban a ser una tapadera, una tapadera algo extraña por lo chocante que resultaría en aquella España encerrada en sí misma ver a dos mujeres viajar por los alrededores de Madrid. Pero el plan salió bien y la fuga se produjo según lo previsto.

Ya en el exilio, Manuel Lamana rememoraría aquella fuga en una novela, Otros Hombres, que serviría de base para el guion de una película de Fernando Colomo, Los años bárbaros, estrenada en 1998, dos años después de la muerte del escritor.

Es evidente que la guerra civil marcó la vida de Manuel Lamana y determinó sus reflexiones y su obra literaria. No en vano, aquel enfrentamiento, y por ende la posguerra, fue el tema de numerosas novelas y el objeto de bastantes estudios de todo tipo, tanto entre autores y estudiosos españoles como también de todo el mundo, hasta el punto de que el conflicto español ha sido uno de los acontecimientos más estudiados y que más libros ha generado.

Una guerra, además, que todavía crea polémica y debates en la actualidad, que incide aún en la realidad política española, como se ve con la cuestión de la memoria histórica y la demanda de parte de la población de que se dé luz al gran número de fusilados cuyos cuerpos fueron enterrados en cunetas o en fosas comunes, como también que desaparezcan las dedicatorias públicas a los vencedores, en monumentos y nomenclaturas urbanas. Estas propias demandas como la reacción contraria, la de no reabrir viejas rencillas “ya superadas”, dicen algunos, demuestra hasta qué punto el capítulo de la guerra no se ha cerrado, a diferencia de la segunda guerra mundial, tal vez por mor de una política de silencio que al final se demuestra poco eficaz.

En este sentido, la literatura brinda la posibilidad de contemplar toda aquella realidad desde otra perspectiva, más próxima, la perspectiva de la infrahistoria, la visión de una cotidianidad que permite contemplar y entender, hasta cierto modo empatizar, la realidad de otro modo, aunque lo hace de forma diferente entre los escritores, dependiendo del lugar desde el cual escriban. Porque a partir del fin de la guerra los escritores españoles se dividen, más que por su posición durante el conflicto, por el lugar donde vivan, si en España o si en el exilio. Se puede decir que a partir de 1939 hay dos historias de la literatura española, la del interior y la del exilio o destierro, y aun cuando España se haya quedado aislada, lo estará hasta finales de los cincuenta, en lo político y en lo económico, en sus relaciones internacionales, serán los puentes que se mantienen entre los escritores lo que brindará algo de luz a ese país aislado y ensimismado.

Manuel Lamana forma parte de los escritores del exilio. Una vez la fuga acaba en éxito, o sea, en exilio, vive primero en París y en Londres, para luego trasladarse a Argentina, donde morirá. Tuvo ocasión de volver a España y relacionarse con los escritores del interior, pero en el exilio la guerra será en buena medida el tema y el sujeto de su reflexión, literaria y humana.

Cómo no, la guerra como tema y como tragedia, la guerra en sí misma, casi sin entrar en cuestiones ideológicas o de la razón o razones por las que se pelea, sin que por ello haya una injustificada equidistancia, el autor tiene muy clara su posición, pero no puede dejar de pensar en la guerra como fracaso, como locura colectiva: «¿Qué fue al principio? Los hombres con fusil. Los tiroteos repetidos desde los tejados. Los automóviles llenos de hombres armados que pasaban a toda velocidad. Fidel, el vecino del cuarto, le dijo una mañana: -Sabes, ¿ese señor que vivía enfrente de nosotros? Anoche se lo han llevado. Le han dado “el paseo”».

Es un párrafo de Los inocentes, una novela escrita desde la mirada de un muchacho, Luis, Luisito, de catorce años cuando empieza el conflicto y que va descubriendo el mundo a partir de una guerra desde el campo republicano, siendo testigo del horror del otro lado, de esos ataques indiscriminados contra la población civil que el bando sublevado lanza en forma de bombardeos tremendos y que producen, sobre todo, víctimas civiles, inocentes, ajenas a las motivaciones del conflicto. Pero es una violencia que se desata también en la parte republicana, con sus rencillas ideológicas, sus conflictos también armados entre los diversos bandos -se recogen los ecos de la contienda del 37 en el bando republicano- y los ajustes de cuenta de más que dudosa ética.


Pero todo ello sin equidistancia, sin poner al mismo nivel las dos Españas, desde la conciencia de que en el lado republicano estaba la razón y la legitimidad, pero asumiendo esa contradicción de las miradas en los individuos concretos: «Miras por un lado, Luis, y es una cosa. Mírala por el otro, y es al revés. Si la miras de frente, la antinomia te agobia. ¿Tú sabes por qué mata el aviador? Por España, Luisito. ¿Tú sabes por qué luchamos nosotros? Por España también. ¿Y que hacemos entro todos? Reventar a España». Es la reacción del padre de Luis, político republicano, a la muerte de su conductor y de su guardaespalda atacados desde el aire cuando volvían a Valencia, que es donde residen tras salir de un Madrid bloqueado. El hijo escucha estremecido a las palabras de su padre, las dos España. Y sin embargo, aun cuando pudiera llegar algún día a entenderlas, asiste también estremecido y aterrorizado a los brutales ataques de aquellos aviadores del otro lado que tendrán sus razones, pero que se muestran insensibles y brutales ante una población que padece sus bombardeos.

miércoles, 12 de julio de 2017

La vida de Lazarillo de Tormes

Lázaro alcanza cierta estabilidad en Toledo. Trabaja de pregonero, sobre todo de pregonero de vinos: anuncia los distintos tipos de caldo y sus cualidades, una especie de comercial y publicista de la época, y alcanza gracias a ello no poca seguridad material pero también interior, cualquier cosa que sea eso de la interioridad en aquellos tiempos y en cualesquiera otras épocas del mundo o de la historia, en todo caso nada que ver con la vida azarosa que ha llevado. Tal vez su empleo no satisficiera del todo a nadie, pero para él es más que suficiente. Se ha casado y poco le importan las habladurías que desde el principio rodean su relación, un matrimonio el suyo de conveniencia sugerido por el señor para quien trabaja y que le vincula con una criada, dícese que amante del arcipreste, su jefe.

Asiste a su época no sabemos si con interés o como mero observador. Se celebran Cortes en Toledo en 1525, objeto de atención de Francesillo de Zuñiga en sus Crónicas burlescas. Tras la batalla de Pavía el Rey de Francia Francisco I ha quedado bajo regia custodia en la Casa y Torre de los Lujanes, en Madrid. De ello hablará Alfonso de Valdés en sus escritos, en los más literarios y en los más reflexivos, no en vano ha sido dicho consejero del Emperador el autor de la relación de la susodicha batalla.

Tal vez cierto desasosiego o la necesidad de aclarar y aclararse la propia vida, quizá una imperiosa coacción espiritual por justificarse o por dar luz a todas sus cuitas, le llevan a escribir a un destinatario desconocido -o destinataria desconocida, sugiere Rosa Navarro- y en la que da una relación de su vida, una explicación de sus pasos por la vida y por los avatares de la existencia.

En esa escritura de los años transcurridos recuerda no sin añoranza a quien fuera su primer mentor en las cosas de la vida: un ciego que, al contrario de lo que ocurre en los Evangelios, no verá la luz, sino que la transmitirá a su pupilo. «Yo oro ni plata no te puedo dar -le dirá-: mas avisos para vivir muchos te mostraré». Se da cuenta de que quizá cumpliera con la promesa que el ciego le hiciera a su madre de recibirlo no como mozo, sino como hijo y, por tanto, darle luz, darle consejos, darle conocimientos para afrontar la vida dura. Tal vez esa su dureza -tampoco eran aquellos buenos tiempos para los niños, cuya condición nada tiene que ver con la actual, seres que vivían en la periferia social, arrinconados en o de ella y precipitados a un aprendizaje a base de golpes-, esa dureza, decía, fuese al final el fundamento para salir de la simpleza, como el propio Lázaro reconoce cuando recibe el primer golpe engañoso del mentor, calabazada en toda regla contra la piedra en forma de toro que hay en el puente romano de Salamanca, sobre el Tormes.

 «El mozo de ciego un punto ha de saber de más que el diablo», le advierte a Lázaro y de este modo le asesora e introduce en las artes de la oración, con diversas funciones y fines sociales. Rezos, preces y oraciones que tampoco sirven ya para lo estipulado por Jesús en el Evangelio de Lucas, en su capítulo XI. Nada que ver con las peticiones evangélicas e íntimas, paternofiliales, sino meros formulismos retóricos, ritualismo puro y duro que determina ya la vida del cristiano, ritualismo que les permite al ciego y a Lázaro, además de las limosnas, vivir, hasta tal punto que Lázaro desea la rápida muerte de aquellos enfermos por cuya salud rezan para así disfrutar de la comida que se brinda en el entierro. La oración se convierte en algo ritual, algo contra lo cual escribe Erasmo de Rotterdam y advierte Alfonso de Valdés en su Diálogo de Mercurio y Carón. Es un punto más de las muchas discrepancias religiosas que se dan en Europa, nada nuevo, por cierto, en la historia del cristianismo, abundan las escuelas y los cismas, las polémicas y las discordias, pero en 1517 toma todo ello un nuevo rumbo tras la protesta de Lutero.

Castilla será en buena medida, y contra lo que hoy se cree, tierra donde abunda la disidencia. A pesar del ritualismo y de la lejanía que se pretende que exista entre la población y la fe, relación entendida como mera aceptación, hay una enorme búsqueda de espiritualidad y abundan los círculos de iluminados, pietistas, molineristas, erasmistas y también de luteranos y reformados que, dentro o fuera de la Iglesia Romana, pretenden dar respuesta a tantas dudas y búsquedas. Lázaro, aun cuando pueda pensarse que esté al margen de tales cuitas, por formación y por preocupaciones más vinculadas a lo material, a la supervivencia, no es ajeno a la reflexión. No en vano, nada más iniciada la relación de su vida, al hablar a los problemas judiciales de su padre, acude nada menos que al Sermón del Monte, tan importante para algunas de las nuevas corrientes evangélicas, por ejemplo entre los anabaptistas, aunque no hay constancia de la presencia de estos en la península en aquel momento, y recuerda que los perseguidos por la justicia son bienaventurados. Tras el ciego, se pone al servicio de algunos clérigos, y el primero al que asiste parece estar muy lejos de las características de un hombre de fe. Es tacaño con los bienes materiales, posee poca caridad, pero además y principalmente «toda la lacería del mundo estaba encerrado en este (no sé si de su cosecha era o lo había anexado con el hábito de clerecía)». Asiste también a un buldero, recuérdese el fenómeno de las bulas durante los siglos XV y XVI, lo importante que fue este tema para Lutero, y es testigo directo del engaño metódico y alevoso que afecta a la fe de los más sencillos.


No sabemos si el objetivo de Lázaro al escribir su misiva es justificar una aparente sumisión a los hechos de su vida que va acatando, parece ser, con naturalidad, tal vez con “simpleza”, o puede que haya otro fin en sus palabras, un mensaje entrelineado que denota otro objetivo, una velada mirada sobre la realidad repleta de guiños. Otro escritor, Juan de Luna, más definido en las polémicas de la época, escribe lustros después una continuación a esa primera crónica del Lazarillo con un mensaje más evidente. El anónimo autor de la novela, en todo caso, va lanzando algunas pullas que busca la reflexión sobre la actitud de uno mismo ante el mundo, o sea, sobre la ética. «¡Cuántos debe de haber en el mundo que huyen de otros porque no se ven a sí mesmos!», exclama Lázaro al principio del relato, todo un alegato de la necesaria misericordia que nace siempre, que ha de nacer, de la propia experiencia vital. 

miércoles, 5 de julio de 2017

Desilusiones viajeras

«¡Singular y lamentable alma del viajero! En vez de alimentarse de realidades lógicas, vive de fantasmagóricas esperanzas y sufre inevitables desilusiones. Lo que no corresponde a su egoísmo sentimental le causa tristeza incurable». Son palabras de Enrique Gómez Carrillo, escritor guatemalteco afincado en Francia, amigo de Rubén Darío con quien colabora, se relaciona también entre otros con Paul Verlaine, con Jean Moréas, con Oscar Wilde, toda una generación de escritores que proyectan otra mirada a lo real.

Viaja, entre varios lugares, a Grecia en busca de las esencias del pasado, de la historia, que espera poder reconocer durante su viaje. No puede menos que sentir cierta desilusión: las cosas no son como se las esperaba, encuentra no el orientalismo con que se había imaginado topar en cada esquina, sino con algo distinto. «Atenas es occidental -afirmará- como una ciudad de Francia, como una ciudad de España».

Escribirá sus impresiones en su libro La Grecia eterna, recuperado por la Editorial Renacimiento en el 2010. Se trata de un bello libro de viajes, cuando había viajeros curiosos y observadores, en la línea de una tradición romántica y posromántica que parece acentuarse a lo largo del siglo XIX. Hay libros muy hermosos de este género. Victor Hugo recorre varios rincones de Europa próximos a Francia y escribirá bellísimas descripciones de sus parajes. Antonio dos Santos Rocha, uno de los pioneros de la arqueología en Portugal y en toda Europa, viaja por Andalucía y la describirá con especial finura y afecto. El príncipe polaco Félix Lichnowsky hará lo propio tras su viaje por Portugal en 1842, en su libro Portugal, Recordações do Ano de 1842. Robert Louis Stevenson, por su parte, recorrió parajes más lejanos y por tanto exóticos, los describió tanto en su obra de ficción como en libros y relatos de viajes.

No sabemos si Víctor Hugo, si António dos Santos Rocha, si el Príncipe Lichnowsky o si Robert Louis Stevenson poseen algo de esa tristeza incurable de la que habla Gómez Carrillo por no encontrar en el lugar de destino aquello con que se habían imaginado, puede que no, su visión no es de sorpresa, de vaga decepción, al contrario, se aprecia no poca admiración por lo que van descubriendo. Pero puede también que su admiración oculte cierta sorpresa por no hallar lo que pensaban. Otros viajeros son más analíticos, como Georges Borrow, que hará un retrato pertinaz sobre esa España a la que pretende evangelizar regalando traducciones del Nuevo Testamento, y es un buen cronista de un país y de unos años que son de virulenta batalla entre lo nuevo y lo viejo, entre conceptos de sociedad enfrentados, como son el liberalismo y el carlismo en liza a lo largo del siglo XIX.

Mientras, hay descripciones horribles, eurocentristas avant la lettre, repletas de tópicos y prejuicios, como las de un joven Gustave Flaubert que recorre el Mediterráneo oriental y que le inspirarán algunos relatos y narraciones, pero quien no pasará a la historia como fino observador de paisajes, y mucho menos de observador del otro.

El viajero del siglo XIX -aún más el del XX, sobre todo el de su segunda mitad, o el actual- no es como el viajero de épocas anteriores, que posee una faceta de descubridor más acentuada, sobre todo cuando se despoja de una visión del mundo demasiado estricta y que va cambiando a medida que se topa con un mundo más plural de lo que pensaba la sociedad en la que vive. Quizá quienes mantienen ese espíritu durante el XIX son los científicos -Humboltd o Darwin, por ejemplo- que observan la realidad de un modo no muy diferente a los viajeros portugueses que dan la vuelta a África por mar y alcanzan Asia donde se enfrentan a culturas tan diferentes, la de India, Mongolia, China o Japón.

Y todos esos viajeros son diferentes a los actuales porque hoy poseemos una imagen más concreta de otros países, de otros parajes, los hemos contemplado una y mil veces en fotografías, en reportajes, en películas. Los medios de comunicación tal vez hayan diluido algo el factor sorpresa, la sensación de descubrimiento que se tiene la primera vez que uno pisa tierra diferente. Hay, es verdad, los olores, las sensaciones visuales al contemplar esos otros parajes, el estar allí, aunque hay muy pocos rincones del mundo del que no tengamos ahora una imagen en la retina. Y también el habitante de otros lugares posee una imagen más o menos formada de Europa, como los europeos y todos los habitantes del mundo la tenemos de Estados Unidos, aunque nunca hayamos estado. Eso elimina ese afán de descubrir nuevas visiones, aunque eso sí puede añadir mayor interés por conocer lo otro. También los prejuicios, los estereotipos y los tópicos son hoy diferentes a los que poseían quienes antaño emprendían largos y lejanos viajes.

Porque sin duda perdura en el viajero un empeño de confrontarse a los prejuicios, a los estereotipos y a los tópicos, sean los viajeros de otras épocas, con más preconceptos por carecer de imágenes y sugestiones visuales, sean los de hogaño, donde se impone un modelo de información más detallado, pero también sujeto a elementos ideológicos más disimulados. Pero el viajero busca resolver ese conflicto -el de su mirada frente a la realidad, teniendo muy presente la afirmación aquí también muy aplicable de Anaïs Nin: «vemos las cosas no como son, sino como somos»- con atención y dotes de análisis, y esto es tal vez lo que le diferenciará del turista, que se mueve por otras motivaciones más mercantiles.

No en vano se nos habla del turismo como una importante fuente de ingresos e incluso como una industria. Es consecuencia de una cultura de masas que se ha impuesto de un modo global y que convierte el mundo en un espectáculo al que acudimos no para descubrir nada, sino para saciar la satisfacción de contemplar lo que esperamos. Pero ojo, no es que la diferencia entre un viajero y un turista parta de la consideración del primero como parte de una élite -élite cultural, social o de clase- frente al segundo, más chabacano y populachero, sino de actitud frente al hecho del viaje.

No obstante, algo no funciona cuando cambian algunas ciudades y determinados parajes en beneficio del acomodo que no es ni siquiera del turista, sino de esas industrias del turismo que buscan el beneficio rápido y fácil. Con ello se convierten esas ciudades en un decorado de cartón piedra, un parque temático de sí mismas. Las inevitables desilusiones y la tristeza incurable de las que nos habla Gómez Carrillo perduran, ya no tanto en los turistas más convencionales, sino en quienes buscan otra cosa en sus destinos, aunque no sea tampoco lo que encuentren.