miércoles, 20 de octubre de 2021

Diez años

 


Diez años pasan como un suspiro. Sin embargo, en dos lustros puede cambiar por completo una vida, también una sociedad. En los últimos diez años, sin ir más lejos, la cotidianidad en el País Vasco parece haber dado un vuelco completo. Pero envueltos como estamos en la repercusión de la pandemia que aún colea, apenas nos hemos dado cuenta de lo que significan diez años sin ETA y su mundo, o del mundo en que ETA se movía, diez años sin acciones violentas, sin kale borroka, sin enfrentamientos y sin esa tensión que lo ocupaba todo en las calles vascas, una rémora que afectó incluso a los partidarios de una ruptura política, de un objetivo de independencia y transformación social, y para quienes la lucha armada se les volvió claramente en contra.

A decir verdad, en la calle el tema apenas ha ocupado mucho espacio en los últimos años, al menos en mi rincón de Vasconia, en esta esquina de la Comunidad Autónoma Vasca donde habito, en la Margen Izquierda que también ha cambiado mucho. Quizá sea un problema de perspectiva, sin duda no todos tendrán la misma sensación. Pero en este mi rincón casi nada recuerda el conflicto, o por lo menos nadie lo cuenta, no se habla de ello, se pasa de largo cuando se plantea en alguna conversación de bar, y como consecuencia alguien que poco supiera de la situación en los últimos cincuenta años no se creería lo que era habitual hace diez años. Parece otro mundo, otro país. Es verdad que los miércoles hay concentración de familiares de presos en el centro de Portugalete para reclamar una política penitenciaria diferente. Pero pasamos a su lado sin apenas fijarnos, a lo sumo pensamos que sí, que todo eso se ha acabado y tal vez sea el momento de aplicar otras medidas más humanitarias y más acordes con la legalidad, de ir resolviendo el tema, pasar página lo llaman, pero al momento volvemos a nuestra rutina, como si eso fuese al fin una cosa del pasado, incluso de un pasado muy lejano.

Ese silencio social a mi alrededor incrementa esa sensación de extrañeza, de lejanía. Que apenas se diga nada sobre ello en las calles, que cueste que alguien explique cuando pregunto cómo vivió aquel momento, apenas unos comentarios que acaban siempre con un lacónico «es lo que había», todo eso crea la impresión de que nunca pasó en realidad, que fue un mundo paralelo o un mal sueño. Yo no lo viví durante mucho tiempo, o lo viví desde la distancia. Ahora me enfrento al silencio, a cierta apatía con la que no se pretende revolver en un pasado molesto. Dicen en todo caso que suele ocurrir cuando cesa un conflicto traumático, violento, que se deja de hablar de ello, se impone un silencio enorme, se quiere pasar página con rapidez, como si nadie creyera que pasó aquello que ahora nos parece aún más trágico.

Claro que frente a ese silencio social se han mantenido los discursos políticos. No lo ocultan: buscan un discurso único, establecer el relato de lo ocurrido, una fórmula que se ha convertido en una coletilla bastante fea, establecer el relato, suena a versión oficial, a imposibilidad de discrepancia, a no poder interpretar los hechos, a voluntad de mantenerse todos fieles a una historia, la Historia. Claro que los relatos, de momento, son muy distintos unos de otros, algunos malintencionados, otros justificativos, los hay acomodaticios y otros resultan épicos, pero todos quienes hablan de establecer el relato parecen querer borrar las interpretaciones, los detalles, las disensiones, las opiniones no establecidas como únicas. Quienes gusten de los recursos discursivos y de la construcción de exposiciones argumentativas a todas luces deben de pasarlo muy bien ahora mismo en el País Vasco.



También están las voces de las víctimas. Inevitable que ellas hablaran y hablen del tema, lo sufrieron, devino un infierno para quienes siguieron viviendo, las víctimas directas, objetivos de la violencia, o estuvieran vinculadas de un modo u otro a alguna de ellas. Estremece lo sucedido cuando bajamos a la intrahistoria, a lo cotidiano. Y durante mucho tiempo la reacción frente a una víctima era recordar que había otra en el otro lado, en el del hablante que replica, que sufrió tanto como ella (todos estamos en uno, nos dicen, en un lado del conflicto, sin zona intermedia ni tonalidades, sin nunca escapar a esa lógica de ellos y nosotros, de unos frente a otros), como si hubiese al fin un mecanismo de compensación o se pudieran comparar los sufrimientos o debiéramos cotejar o confrontarlos en todo momento.

Nos queda el ámbito de la literatura y el cine, donde los relatos son variados, plurales, por ello mismo aportan algo al debate de las ideas que no podemos despreciar, al contrario, sospecho que ahora mismo su aportación resulta mucho más propicia para entender y avanzar en las miradas, que desde luego no han de desembocar en un relato único, y también es útil en la comprensión de lo que ocurrió, que tampoco va a ser una comprensión única, una sola interpretación, nadie es del todo neutral o ecuánime, ni hay un punto desde el cual podamos ser equidistantes.

En este sentido, este aniversario coincide con la presentación de la película Maixabel, de Icíar Bollaín, una cinta que no nos remite a los años duros, sino que nos cuenta una historia de estos últimos diez años, la de uno de aquellos encuentros que se comenzaron a dar justo cuando se anunció el fin de la actividad armada de ETA. Narra lo que ha sido una gota de agua en la historia, pero una gota que puede servir para comprender que en estos temas no hay normas preestablecidas ni formas únicas de afrontar la realidad. Es posible que no todos fueran o fuéramos capaces de asumir un paso así si nos encontráramos en una tesitura similar, en uno u otro lado de esa línea que, dicen, nos separa, pero que indica que nunca hay que menospreciar ciertos gestos, aunque sean pequeños, aunque lleguen tarde, aunque no formen parte de nuestras posiciones ideológicas o de nuestras miradas sobre la realidad.

Claro que todo esto sea tal vez una mera divagación. Diez años son, al fin y al cabo, un suspiro, no da para muchas reflexiones. Quizá las circunstancias requieran de más tiempo para hablar desde la ética o con análisis sesudos. Seguirán en todo caso intentando establecer una versión. Quizá por ello esos relatos, los de verdad, los que brindan la literatura y el cine, aporten de momento mucho más al entendimiento de lo ocurrido.

 

martes, 5 de octubre de 2021

Filmando la lucha de clases

 


En su novela Los últimos románticos Txani Rodríguez sitúa al personaje protagonista, entre otras circunstancias, en un contexto de conflicto laboral. Hay una protesta en la fábrica donde trabaja Irune, una papelera, y los afectados por un despido acampan en la entrada de la misma ante la indiferencia de buena parte de la población de Llodio e incluso del resto de la plantilla, temerosa de su futuro incierto. Sólo Irune, a pesar de su situación precaria, sin estabilidad laboral y vaga promesa de contrato fijo, se atreve a acompañar en algunos momentos a ese grupo de compañeros, lejos ya los tiempos de las grandes movilizaciones obreras en la Cuadrilla de Ayala, una comarca vasca antaño muy industrializada y muy activa sindical y socialmente, pero hogaño tan desmovilizada como el resto de la Comunidad Autónoma Vasca.

Claro que el conflicto en Tubacex en estos últimos ocho meses, tanto en su centro de Llodio como en el de Amurrio, ha devuelto esa imagen de zona industriosa y combativa, y han demostrado en estos tiempos de desánimo y pasividad social que se pueden revertir algunas situaciones que se creen de antemano perdidas. Una buena parte de la plantilla se fue a la huelga en defensa de los puestos de trabajo y contra los despidos, compaginaron la lucha sindical y judicial con las movilizaciones, y al final se consiguió un acuerdo que no fue unánime entre las secciones sindicales, aunque todas coinciden en el triunfo para la plantilla, y que ha permitido el fin del conflicto laboral, la readmisión de los despedidos, ganado en los tribunales, y la vuelta al trabajo, todo ello en un momento de desmovilización generalizada y en el que los sindicatos no cuentan en general de buena prensa, más en España, donde a veces uno puede llegar a pensar que son parte del problema.

Nada que ver, desde luego, con la situación vivida en la Tierra de Ayala, en Álava en su conjunto, en los años setenta, en circunstancias a todas luces peores, con una crisis profunda, con una dictadura que estaba a punto de dar el paso hacia la democratización, muy formal si se quiere, pero democracia al fin, en un proceso complejo y ahora muy cuestionado como fue el de la transición, y sobre todo bajo una incertidumbre que no ayudaba desde luego al compromiso, pero en el que la movilización estaba muy presente, aunque en ocasiones se llegase a la tragedia, como ocurrió el 3 de marzo de 1976. En 2018 Víctor Cabaco realizó una película, 3 de marzo, que cuenta lo ocurrido aquel día y describe bastante bien el ambiente en los centros de trabajo.



No es la única película que trata en España el tema del movimiento obrero, la película mítica ha sido desde luego Los lunes al sol (2002), de Fernando León de Aranoa, narrada desde la perspectiva temporal de la derrota, aunque incidiendo en la dignidad de las luchas de los astilleros gallegos, en tiempos de reconversión industrial. En Gran Bretaña, por su parte, el conflicto de los mineros en los años ochenta, un momento crucial, inicios del neoliberalismo salvaje, aparece en varias cintas, ya sea como tema central, es el caso de Pride (2014), de Matthew Warchus, la relación de la lucha de la minería con un colectivo de homosexuales que le dan apoyo, o como trasfondo, en el caso de Billy Elliot (2000), de Stephen Daldry.

No son pocas las películas o las novelas que tratan la cuestión obrera o en general la situación en el mundo del trabajo. Hay que tener en cuenta que en estos tiempos de capitalismo tardío o incluso de época postindustrial en Europa la concepción de clase trabajadora se ha ampliado, aunque también se ha cuestionado bastante, en esta posmodernidad en la que impera una idea indefinida de clase media como clase ganadora y hegemónica, aun cuando nadie se pone muy de acuerdo en su composición. El concepto de lucha de clases se ha puesto en entredicho, se ve como algo desusado, pasado de moda, inaplicable en estos tiempos que corren, aunque luego luchas como las de Tubacex, para colmo victoriosas con todos los peros que se quieran poner, indican que tal vez no sea así y pueda seguir existiendo y se deba seguir empleando para entender la realidad, por muy distintas que sean las circunstancias o las apariencias en estos extraños tiempos.