Resulta evidente que la memoria
es la base para cualquier sociedad desde el punto de vista cultural. La
literatura, por ejemplo, es en buena medida un ejercicio de memoria. Recordar conlleva
por otro lado una práctica necesaria e imprescindible para la reconstrucción,
asunción y distinción del lugar que se ocupa, tanto en lo individual como en lo
colectivo. Si la memoria personal supone un intento de superación de numerosas
barreras, las del propio reconocimiento y singularidad, la de una culpabilidad
o asunción de los errores no siempre asumibles, la de la elección de una senda
en medio de la soledad o de la compañía, lo que no siempre es una opción, la
memoria colectiva, por el contrario, se enfrenta a otros problemas, el no
poseer siempre el control de los instrumentos que permitan dibujar lo que se
recuerda, el carecer con frecuencia de la capacidad de elección de lo que se ha
de recordar y de lo que se olvida, una manipulación enorme porque es obvio que
la memoria colectiva, además, deviene muchas veces campo de batalla,
instrumento de legitimación de un discurso que se pretende único, irrebatible,
justificativo de unas instituciones que se asumen como las únicas posibles para
regular las relaciones sociales. La memoria es muchas veces, todas tal vez, una
construcción. Pero, ¿acaso no hay hechos que son incuestionables? Cuando la
interpretación y la manipulación se vuelven más importantes que las realidades
a describir, intentar hablar de lo incuestionable, menos aún de lo objetivo u
objetivable, intentar establecer un criterio aceptable de memoria es en sí algo
superfluo, quizá imposible, por no poderse establecer un criterio común a todos
los sectores en liza en una sociedad que, en su mayoría, procura pasar de
puntillas por los aspectos que pongan en peligro una ficticia estabilidad. Por
tanto, la memoria es una base demasiado inestable. Sobre todo, porque se pasa
de inmediato al juicio, a la valoración.
En España todo el asunto
de la memoria se ha vuelto un debate político, social y cultural no siempre
fácil de pergeñar. Bueno, no tanto: salta a la vista que durante años, después
de conseguido el afianzamiento del modelo de democracia perseguido, el que nos
aproximaba a las democracias europeas occidentales, tras la transición,
culminada ya ésta, es decir, con el afianzamiento de lo que algunos denominan
el régimen del 78, se había impuesto con suma facilidad un discurso sobre este
proceso a todas luces elogioso, un tanto vanidoso, mero autobombo para
satisfacción de las élites que perduraron y que continúan aún en la cima, sin
voluntad de compartir, y mucho menos abandonar, las cuotas de poder alcanzado. Facilidad
porque en España, a diferencia de Portugal, sin ir muy lejos, los cambios no
vinieron de la mano de un proceso de ruptura, sino de pactos desde las alturas,
con absoluto dominio, además, de los medios de comunicación, en los que apenas
se distinguían pequeños matices entre los distintos editoriales, una práctica
habitual avant la lettre de lo que
hoy se conoce como discurso único.
Pero además hay que tener
en cuenta que la transición se basó en gran medida en el olvido, un olvido
voluntario -suena a oxímoron-, que buscaba dejar de lado aspectos importantes
del pasado, las sucesivas oleadas represivas, por ejemplo, o el sufrimiento causado,
las responsabilidades de cada una de las partes en el totalitarismo, la opción
de dar prioridad a algunos aspectos sobre otros. En vez de repartir y
repartirse las culpas, mejor dicho, de asumir las responsabilidades, se
prefirió el discurso de autobombo, de cantar lo bien que se hizo todo y lo
bonito que quedó el resultado, cuando no asumir que, bueno o no, no se podía
haber hecho otra cosa. Se aplica este olvido a todas las etapas de los últimos
ochenta años: la guerra civil, la larga dictadura -con varias etapas a su
vez-, la transición y la estabilidad posterior, con la correspondiente etapa de
prosperidad alocada y su correspondiente crisis.
Una de las collejas del
15M a la sociedad formal, cualquier cosa que sea esto, hace ya seis años, fue la
de dejar claro que el país, más allá de la imagen creada, no era el maravilloso
modelo derivado -¿derribado?- de una ejemplar transición, sino que las
carencias, sobre todo en el ámbito social, dejaban bien a las claras que el rey
-el rey metafórico, entiéndase- estaba desnudo. Tanto hablar de cuestiones
institucionales, de debates nacionales y nacionalistas, de encajes o de una inevitabilidad
discursiva de la ruptura de pueblos y lenguas, incluso -aunque menos- de
república o monarquía como formas de Estado, y resulta que el barco hacía aguas
por las cuestiones sociales, como siempre, por otro lado, en la historia de
este país, la historia de una población que de repente se veía otra vez
mendigando o mendigante, en medio de una precariedad que afectaba bien a las
claras a muchos, demasiados ya, habitantes del país, lo cual, por obra y gracia
del olvido voluntario, nadie parecía
recordarlo. Nadie de los que tenían voz recordaba, así lo parecía, en efecto, que
la pobreza era la característica a lo largo del tiempo de un país que nunca ha
conseguido que buena parte de su población no sólo no prospere, sino que ni
siquiera salga de la miseria, como tan bien refleja la literatura patria, desde
la del Lazarillo de Tormes hasta la narrativa
de los años setenta u ochenta, la que reflejaban algunas novelas de González
Ledesma, por ejemplo, descriptiva de tantos submundos marginales, y pasando también
por la descripción de los campesinos miserables que aparecen en novelas y
relatos de Miguel Delibes, o la de los oficinistas humildes que describe Ignacio Aldecoa en sus cuentos, la de los
obreros de Madrid del que nos habla Pío Baroja. Todo eso parecía haber
desaparecido durante la transición y más adelante, cuando el modelo imperante
en eso que llaman el imaginario colectivo era el de muchas series españolas
donde la gente vivía en casas unifamiliares, con dos coches en el garaje y unos
conflictos que pasaron a ser triviales cuando no frívolos.
Este olvido voluntario no sólo tiene una dimensión política, también
cultural, entendiendo aquí lo cultural como las formas de vida cotidianas, que
eran, según los patrones impuestos tras la mejora del país en los sesenta, los
de una aparente y aparatosa clase media que aceptaba la normalidad de lo real,
de lo normal y de lo normativo. El final de la guerra había obligado a olvidar a
su vez los modelos de vida que potenciaban algunos, no pocos, ateneos obreros y
populares, la cultura obrera o el naturismo de ciertos clubes libertarios y
casas del pueblo, que generaban instrucción, como describe Clarín respecto a Asturias
al final de su vida, una instrucción negada por el Estado hasta que, proclamada
la República, hubo un intento de resolver el entuerto de la enseñanza, de la
enseñanza generalista. Todo eso pasó a mejor vida, al olvido, y en el cambio de
siglo, del XX al XXI, el patrón a seguir fue otro, el que se mantuvo durante
una transición que coincidió con una mentalidad clasemedianera, sufriente de una crisis que volvió a la población
aún más timorata, titubeante, a la larga conservadora, ajena a los foros
reivindicativos. Santiago López Petit tiene razón cuando afirma que la
transición y sus derivaciones políticas y sociales no son la consecuencia de
tremendas traiciones de las direcciones sindicales y de los grandes partidos de
izquierda, como afirma cierta izquierda radical que necesitó en algún momento
echarle las culpas a otros factores sin remover una coma en sus brillantes
discursos, sino que es la consecuencia de una mentalidad pequeñoburguesa que
llevó a que la clase trabajadora aceptase e incluso se integrase en los nuevos
tiempos sin muchos problemas morales, políticos o sociales, ni, por supuesto,
tampoco culturales, siendo la actitud de esos sindicatos y partidos el reflejo
de esa misma mentalidad. Al menos hemos de reconocerles una estrecha coherencia
con cierto sentir general de la sociedad, aunque sea con la boca pequeña, a
regañadientes, repitiéndonos aquello del no
es eso, no es eso.
El 15M vino a romper en
gran medida los discursos complacientes y rompió el silencio -casualmente el
lema de una campaña de comienzos de siglo XXI, rompamos el silencio, que sin embargo no logró diluir el eco del
dinero cayendo, parece ser, a borbotones-; pocas veces un acto de protesta tan
inesperado como la ocupación de las plazas tuvo un eco tan grande. Sin embargo,
después del 15M aumentó la pobreza, subió el desempleo, bajaron los salarios,
continuó la degradación de la enseñanza, la cultura siguió siendo el patito feo
y se removió, eso sí, algo el panorama político, aunque las fuerzas que pueden
considerarse herederas de aquel movimiento, bien porque nacieron en el fragor
de las plazas o porque dieron en ellas un salto cuantitativo, apuestan fuerte
por lo institucional, por el más de lo mismo, y discuten de pactos y del apoyo
o no a presupuestos autonómicos. ¿No sirvió de nada o asistimos de nuevo a la
imposibilidad / incapacidad / incompetencia de romper no con el silencio, sino
con la lápida de las mentalidades normativas / normativizadas de eso tan
indefinido como es la clase media? Bueno, leída de nuevo la pregunta no parece
planteada en clave disyuntiva. En todo caso, cabe plantearse que la mentalidad
pesa demasiado, la colectiva pero también la personal.
¿Dónde queda el recuerdo
de todos aquellos intentos de cambiar el (des)orden del mundo desde la
periferia, al margen de las vanguardias y los frentismos, desde abajo y en
horizontal, los ateneos obreros y populares, las casas del pueblo concebidas
como centros de debates y de acción, el cooperativismo? Existieron y existen,
desde luego. Las primeras han quedado doblemente olvidadas; las segundas han de
bregar al margen de una realidad de mentalidades difíciles de cambiar (aquí
cada cual ha de aplicarse tal vez el cuento y asumir que no hablamos de los
demás cuando hablamos de mentalidades y dificultades). Hay un documental muy
interesante, «Setenta y dos horas»,
de Oriol Murcia y Fernando Paniagua, realizado en 2011, que trata de una experiencia de afrontar la realidad desde la
periferia y que trata en gran medida de lo planteado aquí. Es una experiencia
fracasada, sí, como tantas otras experiencias fracasadas, incluso tan
fracasadas como aquellas que perduraron y que perduran todavía con cierta
fachada de éxito. Pero no se puede decir que no sirviera para nada, les sirvió
a sus protagonistas, lo que ya es mucho, y puede servirnos también a quienes
asistimos hoy, aturdidos, a tantos desastres personales y colectivos.
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