lunes, 6 de diciembre de 2021

El tiempo es el que es

 


El tiempo es el que es, solía repetirse a menudo en la serie española El Ministerio del Tiempo, que ahondaba en el debate sobre la inevitabilidad o no de la Historia. ¿Fueron inevitables los hechos del pasado?¿Hubiera podido ser la senda del tiempo distinta y por tanto los desenlaces podrían a su vez ser diferentes? Los triunfadores de la historia, los que ganan cada una de las etapas del pasado, afirman orgullosos que «se hizo lo que se debió hacer» y, con ello, niegan la posibilidad, menos aún la viabilidad, de escenarios alternativos que, de haberse producido, hubieran resultado según ellos un fracaso rotundo, un caos insoportable, quién sabe si un final del mundo.

La literatura, a menudo mucho más ágil para afrontar ciertas cuestiones y permitir nuevos prismas a los debates públicos, ha optado en ocasiones por reconstrucciones históricas alternativas que no han ocurrido en la realidad, son ficción, pero que muestran otros escenarios posibles, ajenos a las alocuciones y arengas de los victoriosos, de los que ganan todas las batallas y que por ello nos resultan siempre los mismos. Se trata de un subgénero literario, el de las ucronías, a caballo entre la ciencia ficción y la crónica social, y que nos describen escenarios diferentes al de la historia real, pero todo ello encuadrado en reglas reales, lógicas existentes y formulaciones realistas.

José Javier Abasolo plantea en su novela Una decisión peligrosa (editorial Ttarttalo, 2014) una investigación policial en el marco de una Navarra independiente entre España y Francia, que incluye en sus fronteras a los territorios que hoy forman la Comunidad Autónoma Vasca y al País Vasco francés. Los crímenes investigados, varios y vinculados aparentemente a una trama política, suceden a inicios de los años cuarenta, cuando Europa está enzarzada en la segunda guerra mundial y España vive bajo la incipiente dictadura, tras su cruenta guerra civil.

El hecho no real de este Estado vasco de Navarra en aquel momento queda por tanto envuelto en un momento histórico y unos hechos muy ciertos: el escenario de la guerra, la dictadura española, los lugares concretos reconocibles, las conspiraciones posibles, las lógicas políticas. Sólo quedan modificados ciertos elementos de este país, propios de una evolución histórica que se remonta a 1512 y a los hechos acaecidos durante el siglo XVI tanto en la Navarra peninsular como en el Reino de Navarra que quedó independiente al norte de los Pirineos, y que, al ser distinta su evolución en la novela, modifican por completo la realidad de este Estado hipotético.

El autor plantea un escenario que pudo haber sido y que al final no fue. La pregunta por tanto es inevitable: ¿hubiera podido ser distinto el desenlace de aquella incorporación de la Navarra renacentista a la Unión Real que dio lugar a la España tal como la conocimos en los años y siglos posteriores, hasta llegar a la España actual, o por el contrario los derroteros de la historia hubiesen podido ir por otras sendas?¿Cabe plantearse opciones diferentes en cada etapa histórica o los hechos que al final se produjeron eran inevitables y estamos en consecuencia ante un determinismo histórico que reduciría la Historia a un mero proceso forzoso e ineludible?¿Hubiera sido posible que Navarra mantuviera su presencia como Reyno independiente?



Ni qué decir que la respuesta posible a cada una de estas preguntas posee una importancia enorme en el presente y en el territorio aludido.

Coincide mi lectura de la novela, como si de un guiño irónico se tratara, con un amago de polémica que se ha dado estos días y que no ha repercutido más allá del ámbito vasco, velado por lo demás por cuestiones más perentorias. A finales de noviembre la coalición EHBildu, una de las expresiones del soberanismo vasco, la que defiende la independencia y la unidad territorial de Vasconia o Euskal Herria, convocaba una manifestación bajo el lema de Lortu arte (“hasta lograrlo”) y en ella aparecieron numerosas banderas navarras, la de las cadenas en fondo rojo, pero sin la corona real, bandera por lo demás cada vez más empleada por la izquierda abertzale como enseña del país, en vez de la ikurriña diseñada por Sabino Arana, el fundador del PNV y adoptada oficialmente como la enseña de la Comunidad Autónoma Vasca. Ha habido algún reproche irónico de este sector del nacionalismo vasco por el cambio de símbolos, que por lo demás tuvieron un papel importante durante momentos de conflicto mucho más áridos. Hay que añadir que en ciertos ámbitos ya se evita incluso emplear el término Euskadi para referirse al conjunto del país, que se decantan por Euskal Herria, ahora mismo un concepto más cultural que político.

Me siento incapaz de dilucidar la polémica o de decantarme por alguna de las posiciones en liza. Es innegable, por otro lado, que en esto de las patrias hay mucho de simbolismo y que incluso el agreste debate político adquiere un cierto tono esteticista o literario, ámbito este en el que tal vez el debate resultase mucho más fructífero. Ni siquiera puedo resolver el asunto del determinismo o no histórico, no acierto a saber si la historia es la que es porque hubiera sido imposible cualquier otro desarrollo. Quizá, al final, deberíamos asumir al mismo nivel los diferentes mundos posibles que podamos imaginar.

 

viernes, 26 de noviembre de 2021

Memoria

 


Tremendo resulta el testimonio de Miguel Martínez del Arco sobre la larga prisión de sus padres. Afronta la terrible historia novelándola, barnizando la realidad con la ficción, ya sabemos que, si la escritura es a todas luces terapéutica, acudir a la ficción permite tal vez suavizar los efectos más dolorosos en quien es hijo, a la vez que nos permite a los demás conocer detalles de la intrahistoria con más concreción.

El resultado, fruto de una búsqueda previa de datos y acceso a no pocos archivos, es la novela Memoria del frío. Nos cuenta en ella la historia de Manolita del Arco, que fue la mujer que más tiempo pasó en prisión bajo el franquismo, diecinueve años nada menos, por una militancia política que consistió en reconstruir la red militante de un partido, sin que nunca acudiera a la lucha armada ni cometiera actos violentos contra un régimen que se impuso tras una guerra (in)civil impulsada por buena parte de quienes fueron después sus mandatarios, y también nos narra la de su padre, Ángel Martínez, que por los mismos motivos pasó un tiempo similar. Ambos estuvieron en varias cárceles, ambos por separado recorrieron varias provincias, en un demoledor viaje penitenciario. El poeta Marcos Ana, que ostenta el triste título de ser el preso político con más tiempo en la cárcel, pasó veintidós años en ella.

Conocemos sus nombres y ahora sabemos sus historias respectivas y en común gracias al libro. También nos consta lo sucedido con otros presos, aquellos nombres más conocidos que padecieron la represión y que por circunstancias varias, por ser sobre todo personas relevantes, sabemos de sus vicisitudes. Pero para la mayor parte de toda esa disidencia quedará el olvido, apenas recordadas sus historias más que por un puñado de descendientes, una mera anécdota en un país que en su conjunto tampoco parece que quiera recordar. Que ha caído en cierta banalización del pasado. Ni siquiera recibieron muchos de ellos, sobre todo los fusilados en la primera hora de la dictadura, una sepultura digna, no hay ni siquiera lugar para recordarlos, para que sus hijos y nietos los puedan evocar. Aunque los que sí tienen sepultura, me temo, también serán objeto de olvido.

Luego están los que padecieron cárcel o trabajos forzados. Salieron vivos de sus experiencias, pero sin duda no podemos decir que salieran sanos de ellas. Muchos optaron por el silencio, por callar sus experiencias, por no abrir más unas heridas aún dolientes, por mantenerse discretos los años que quedaron de dictadura, sin duda hubo quienes no vieron su final.



Los martes y miércoles suelo pasar por delante de las minas a cielo abierto que hay en la zona de Gallarta y de Abanto-Zierbena. Son heridas en la propia tierra, testimonio de un trabajo duro, el de los mineros, realizado en condiciones nefastas. Voy con tiempo a mi cita semanal, bajo un poco antes y ando por delante de esas heridas abiertas entre montículos y montes. El paraje impresiona, es atractivo, imponente y también se intuye la brutalidad para quienes trabajaron allí. He leído sobre la dureza de la mina. El doctor Areilza, en esta zona, cuidó a muchos trabajadores accidentados o enfermados por las condiciones de la faena. Hubo también huelgas por la mejora de las condiciones de trabajo y de vida. Sobrecoge la mera contemplación de ese paisaje que permite imaginar lo que debió de ser la vida entonces.

Lo que descubrí una tarde fue además que hubo presos políticos obligados a trabajos forzados en ese lugar. No lo supe porque hubiera alguna placa o algún tipo de indicación oficial, sino porque así lo recordaba una pintada sencilla sobre uno de los bancos desde el que se puede contemplar hoy el paraje. Lo descubrí en la misma fecha en que estaba leyendo Memoria del frío. Imposible por tanto no asociar la experiencia de quienes aparecen en el libro con nombre y apellido con los de aquellos presos cuyos nombres, seguramente, nunca llegará nadie a conocer. Sin duda habría historias muy parecidas a la que cuenta Miguel Martínez del Arco en su novela y testimonio que nunca deberían olvidarse, pero que se olvidarán sin duda.



En esta constante revisión de la historia o de uso infame del pasado, habrá quien justifique o atribuya en parte las situaciones ignominiosas que padecieron los represaliados, puede también que se escude en una cierta equidistancia, los otros también abusaron, mataron, reprimieron, causaron un daño innecesario. Pero no es de esto de lo que hablamos. Tampoco es lo que se narra en Memoria del frío, aunque el autor no lo rehúye del todo, lo cita en su novela. Se trata simplemente de dejar constancia de lo tremendo que fue que hubiera personas perseguidas, encarceladas, fusiladas o torturadas por motivos de ideas, por respaldar proyectos colectivos, aun cuando no estemos de acuerdo con su ideario, ya fueran el que defendían Manolita del Arco y Ángel Martínez, ya fuera cualquier otro, tanto del bando republicano como por cualquier otro motivo. Incluso hubo represión entre los disidentes del bando levantado en armas el 36. Un año después del inicio de la guerra, el gobierno del bando nacional aprueba el Decreto de Unificación, por el que funde en una única organización a los diversos grupos que apoyaron la sublevación. Esto no sentó bien a algunos falangistas o a determinados núcleos carlistas. Manuel Hedilla, camisa vieja, mostró bien a las claras su desacuerdo y encabezó un grupo disidente que fue reprimido. Se calcula en seiscientos los falangistas represaliados.

Pero no, no es esto lo importante, no lo es el ideario de quien sufrió la represión, sino que la sufriera. Juan Gelmán lo explicó perfectamente: cuando se mata a alguien por motivos políticos, la clave hay que ponerla siempre en el acto de matar, nunca en los motivos. Por extensión, lo podemos aplicar en el tema de la represión. De allí que sean tan importantes testimonios como el de Miguel Martínez del Arco.

viernes, 12 de noviembre de 2021

Quinquis

 


Marcaron una época a partir de los setenta, un momento de ebullición en la historia española. Su nombre, quinquis, cambió su significado inicial, el de aquellas personas pertenecientes al colectivo de los quincalleros o mercheros, para referirse después a jóvenes delincuentes, fuesen o no de etnia gitana o pertenecieran o no al colectivo merchero, en todo caso de barrio marginal o de extrarradio, que asolaron las grandes ciudades, en un momento de desempleo, droga y exclusión. Incluso surgió un estilo de comportamiento, una forma de actuar, que recibió como fenómeno otro calificativo: el de calorrismo. El calorro era aquella persona, joven por lo general, de formación muy básica y que imitaba a los gitanos.

Pero los quinquis iban más allá, alteraron en gran medida el orden público, en un momento a todas luces poco pacífico en las calles españolas, con sus robos de coches, sus atracos a bancos, sus tirones, sisas y estropicios. Nacen en poblados chabolistas o en barrios muy periféricos de edificios altos en los que muchas veces acababan los habitantes de las chabolas. Tuvieron dos grandes precedentes, uno real y otro de ficción: por un lado, Eleuterio Sánchez, el Lute, que en 1965 culminaba su carrera delictiva al condenársele por la muerte de un hombre durante el atraco a una joyería y en cuyo cumplimiento de la pena impuesta, cadena perpetua tras conmutarse la pena de muerte inicial, no sólo se alfabetizó, sino que estudió derecho; por el otro, Manolo Reyes, el pijoaparte, coprotagonista de la novela de Juan Marsé Últimas tardes con Teresa (1966), ladronzuelo de motos del barrio del Carmelo de Barcelona que logra confundir a los muy listos, muy burgueses y muy izquierdosos estudiantes acomodados de los barrios bien que aparecen en el relato. Y una secuela de los quinquis, aunque no fue propiamente lo mismo, era Jon Manteca Cabañes, El cojo Manteca, joven punk y personaje marginal que pasó a la fama por vérsele destrozando mobiliario urbano aprovechando los altercados durante una manifestación de estudiantes en enero de 1987, plena época de desencanto y desilusión colectiva.

Entre ambos momentos a todas luces los reyes del mambo fueron los quinquis. Fue tal su repercusión en la vida cotidiana y tan conocidos algunos de sus protagonistas, como el Vaquilla, el Torete o el Nani, entre tantos otros, que incluso crearon escuela en letras de rumbas y películas, hasta crear un subgénero musical y cinematográfico, el cine quinqui, al que se dedicaron en algún momento directores como Carlos Saura, Eloy de la Iglesia o José Antonio de la Loma.

Un periodista que escribió bastante sobre estos personajes y sobre las repercusiones de sus actos fue Javier Valenzuela, una parte de cuyos artículos quedaron reunidos en un libro que la editorial Libros del K.O. publicó en 2013, Crónicas quinquis.

No cabe desde luego que ensalcemos o enaltezcamos a los quinquis, sus acciones fueron claramente delictivas, algunos llegaron a matar y el final de muchos de ellos resultó también bastante trágico, víctimas de la droga o de sus propias acciones, caídos en enfrentamientos con la policía, carne de prisión o de enfermedades derivadas de sus vidas nada ejemplares. Pero sí reflejaron un malestar social, la degradación de un urbanismo cuyo crecimiento fue claramente mal gestionado, consecuencia nefasta de un desarrollismo que algunos hoy intentan exaltar, el de una dictadura que se decantó por la especulación de los tecnócratas, los antecesores de los nuevos ricos de finales del siglo pasado y comienzos del actual cuya burbuja también tuvo sus víctimas, pero de otro tipo.



Lo apreciamos todavía hoy en barrios como Otxarkoaga, en Bilbao, fruto de ese desarrollismo, cuya antesala fueron los poblados chabolistas que levantaron las muchas personas que llegaron a esta ciudad en los cincuenta, mano de obra para la industria en expansión y destinatario de las nuevas viviendas que a veces se ha calificado de chabolismo vertical. En 1960 Policarpo Fernández Azcoaga realizó de un modo muy casero un documental sobre ese aquellas chabolas bilbaínas, ¿Bilbao? Como ocurrió en tantas otras ciudades, Otxarkoaga fue el epicentro de los quinquis bilbaínos, muchos de ellos víctimas de la heroína, y que se asomaban cada día tanto a un paraje como a una realidad a todas luces desoladores.

Hoy esta zona ya no tiene nada que ver con lo que fue, resulta incluso un barrio agradable, muy remodelado y con grandes zonas verdes. Nadie que no lo haya conocido, aunque sea de oídas, puede hoy imaginar que lo que cuenta el cine quinqui sucediera en realidad por sus calles. Todo aquello pasó a la historia con sus tristes personajes tan heroicos como miserables, tan culpables como víctimas, tan osados como abusivos. No merecen, en todo caso, ser pasto del olvido.

miércoles, 20 de octubre de 2021

Diez años

 


Diez años pasan como un suspiro. Sin embargo, en dos lustros puede cambiar por completo una vida, también una sociedad. En los últimos diez años, sin ir más lejos, la cotidianidad en el País Vasco parece haber dado un vuelco completo. Pero envueltos como estamos en la repercusión de la pandemia que aún colea, apenas nos hemos dado cuenta de lo que significan diez años sin ETA y su mundo, o del mundo en que ETA se movía, diez años sin acciones violentas, sin kale borroka, sin enfrentamientos y sin esa tensión que lo ocupaba todo en las calles vascas, una rémora que afectó incluso a los partidarios de una ruptura política, de un objetivo de independencia y transformación social, y para quienes la lucha armada se les volvió claramente en contra.

A decir verdad, en la calle el tema apenas ha ocupado mucho espacio en los últimos años, al menos en mi rincón de Vasconia, en esta esquina de la Comunidad Autónoma Vasca donde habito, en la Margen Izquierda que también ha cambiado mucho. Quizá sea un problema de perspectiva, sin duda no todos tendrán la misma sensación. Pero en este mi rincón casi nada recuerda el conflicto, o por lo menos nadie lo cuenta, no se habla de ello, se pasa de largo cuando se plantea en alguna conversación de bar, y como consecuencia alguien que poco supiera de la situación en los últimos cincuenta años no se creería lo que era habitual hace diez años. Parece otro mundo, otro país. Es verdad que los miércoles hay concentración de familiares de presos en el centro de Portugalete para reclamar una política penitenciaria diferente. Pero pasamos a su lado sin apenas fijarnos, a lo sumo pensamos que sí, que todo eso se ha acabado y tal vez sea el momento de aplicar otras medidas más humanitarias y más acordes con la legalidad, de ir resolviendo el tema, pasar página lo llaman, pero al momento volvemos a nuestra rutina, como si eso fuese al fin una cosa del pasado, incluso de un pasado muy lejano.

Ese silencio social a mi alrededor incrementa esa sensación de extrañeza, de lejanía. Que apenas se diga nada sobre ello en las calles, que cueste que alguien explique cuando pregunto cómo vivió aquel momento, apenas unos comentarios que acaban siempre con un lacónico «es lo que había», todo eso crea la impresión de que nunca pasó en realidad, que fue un mundo paralelo o un mal sueño. Yo no lo viví durante mucho tiempo, o lo viví desde la distancia. Ahora me enfrento al silencio, a cierta apatía con la que no se pretende revolver en un pasado molesto. Dicen en todo caso que suele ocurrir cuando cesa un conflicto traumático, violento, que se deja de hablar de ello, se impone un silencio enorme, se quiere pasar página con rapidez, como si nadie creyera que pasó aquello que ahora nos parece aún más trágico.

Claro que frente a ese silencio social se han mantenido los discursos políticos. No lo ocultan: buscan un discurso único, establecer el relato de lo ocurrido, una fórmula que se ha convertido en una coletilla bastante fea, establecer el relato, suena a versión oficial, a imposibilidad de discrepancia, a no poder interpretar los hechos, a voluntad de mantenerse todos fieles a una historia, la Historia. Claro que los relatos, de momento, son muy distintos unos de otros, algunos malintencionados, otros justificativos, los hay acomodaticios y otros resultan épicos, pero todos quienes hablan de establecer el relato parecen querer borrar las interpretaciones, los detalles, las disensiones, las opiniones no establecidas como únicas. Quienes gusten de los recursos discursivos y de la construcción de exposiciones argumentativas a todas luces deben de pasarlo muy bien ahora mismo en el País Vasco.



También están las voces de las víctimas. Inevitable que ellas hablaran y hablen del tema, lo sufrieron, devino un infierno para quienes siguieron viviendo, las víctimas directas, objetivos de la violencia, o estuvieran vinculadas de un modo u otro a alguna de ellas. Estremece lo sucedido cuando bajamos a la intrahistoria, a lo cotidiano. Y durante mucho tiempo la reacción frente a una víctima era recordar que había otra en el otro lado, en el del hablante que replica, que sufrió tanto como ella (todos estamos en uno, nos dicen, en un lado del conflicto, sin zona intermedia ni tonalidades, sin nunca escapar a esa lógica de ellos y nosotros, de unos frente a otros), como si hubiese al fin un mecanismo de compensación o se pudieran comparar los sufrimientos o debiéramos cotejar o confrontarlos en todo momento.

Nos queda el ámbito de la literatura y el cine, donde los relatos son variados, plurales, por ello mismo aportan algo al debate de las ideas que no podemos despreciar, al contrario, sospecho que ahora mismo su aportación resulta mucho más propicia para entender y avanzar en las miradas, que desde luego no han de desembocar en un relato único, y también es útil en la comprensión de lo que ocurrió, que tampoco va a ser una comprensión única, una sola interpretación, nadie es del todo neutral o ecuánime, ni hay un punto desde el cual podamos ser equidistantes.

En este sentido, este aniversario coincide con la presentación de la película Maixabel, de Icíar Bollaín, una cinta que no nos remite a los años duros, sino que nos cuenta una historia de estos últimos diez años, la de uno de aquellos encuentros que se comenzaron a dar justo cuando se anunció el fin de la actividad armada de ETA. Narra lo que ha sido una gota de agua en la historia, pero una gota que puede servir para comprender que en estos temas no hay normas preestablecidas ni formas únicas de afrontar la realidad. Es posible que no todos fueran o fuéramos capaces de asumir un paso así si nos encontráramos en una tesitura similar, en uno u otro lado de esa línea que, dicen, nos separa, pero que indica que nunca hay que menospreciar ciertos gestos, aunque sean pequeños, aunque lleguen tarde, aunque no formen parte de nuestras posiciones ideológicas o de nuestras miradas sobre la realidad.

Claro que todo esto sea tal vez una mera divagación. Diez años son, al fin y al cabo, un suspiro, no da para muchas reflexiones. Quizá las circunstancias requieran de más tiempo para hablar desde la ética o con análisis sesudos. Seguirán en todo caso intentando establecer una versión. Quizá por ello esos relatos, los de verdad, los que brindan la literatura y el cine, aporten de momento mucho más al entendimiento de lo ocurrido.

 

martes, 5 de octubre de 2021

Filmando la lucha de clases

 


En su novela Los últimos románticos Txani Rodríguez sitúa al personaje protagonista, entre otras circunstancias, en un contexto de conflicto laboral. Hay una protesta en la fábrica donde trabaja Irune, una papelera, y los afectados por un despido acampan en la entrada de la misma ante la indiferencia de buena parte de la población de Llodio e incluso del resto de la plantilla, temerosa de su futuro incierto. Sólo Irune, a pesar de su situación precaria, sin estabilidad laboral y vaga promesa de contrato fijo, se atreve a acompañar en algunos momentos a ese grupo de compañeros, lejos ya los tiempos de las grandes movilizaciones obreras en la Cuadrilla de Ayala, una comarca vasca antaño muy industrializada y muy activa sindical y socialmente, pero hogaño tan desmovilizada como el resto de la Comunidad Autónoma Vasca.

Claro que el conflicto en Tubacex en estos últimos ocho meses, tanto en su centro de Llodio como en el de Amurrio, ha devuelto esa imagen de zona industriosa y combativa, y han demostrado en estos tiempos de desánimo y pasividad social que se pueden revertir algunas situaciones que se creen de antemano perdidas. Una buena parte de la plantilla se fue a la huelga en defensa de los puestos de trabajo y contra los despidos, compaginaron la lucha sindical y judicial con las movilizaciones, y al final se consiguió un acuerdo que no fue unánime entre las secciones sindicales, aunque todas coinciden en el triunfo para la plantilla, y que ha permitido el fin del conflicto laboral, la readmisión de los despedidos, ganado en los tribunales, y la vuelta al trabajo, todo ello en un momento de desmovilización generalizada y en el que los sindicatos no cuentan en general de buena prensa, más en España, donde a veces uno puede llegar a pensar que son parte del problema.

Nada que ver, desde luego, con la situación vivida en la Tierra de Ayala, en Álava en su conjunto, en los años setenta, en circunstancias a todas luces peores, con una crisis profunda, con una dictadura que estaba a punto de dar el paso hacia la democratización, muy formal si se quiere, pero democracia al fin, en un proceso complejo y ahora muy cuestionado como fue el de la transición, y sobre todo bajo una incertidumbre que no ayudaba desde luego al compromiso, pero en el que la movilización estaba muy presente, aunque en ocasiones se llegase a la tragedia, como ocurrió el 3 de marzo de 1976. En 2018 Víctor Cabaco realizó una película, 3 de marzo, que cuenta lo ocurrido aquel día y describe bastante bien el ambiente en los centros de trabajo.



No es la única película que trata en España el tema del movimiento obrero, la película mítica ha sido desde luego Los lunes al sol (2002), de Fernando León de Aranoa, narrada desde la perspectiva temporal de la derrota, aunque incidiendo en la dignidad de las luchas de los astilleros gallegos, en tiempos de reconversión industrial. En Gran Bretaña, por su parte, el conflicto de los mineros en los años ochenta, un momento crucial, inicios del neoliberalismo salvaje, aparece en varias cintas, ya sea como tema central, es el caso de Pride (2014), de Matthew Warchus, la relación de la lucha de la minería con un colectivo de homosexuales que le dan apoyo, o como trasfondo, en el caso de Billy Elliot (2000), de Stephen Daldry.

No son pocas las películas o las novelas que tratan la cuestión obrera o en general la situación en el mundo del trabajo. Hay que tener en cuenta que en estos tiempos de capitalismo tardío o incluso de época postindustrial en Europa la concepción de clase trabajadora se ha ampliado, aunque también se ha cuestionado bastante, en esta posmodernidad en la que impera una idea indefinida de clase media como clase ganadora y hegemónica, aun cuando nadie se pone muy de acuerdo en su composición. El concepto de lucha de clases se ha puesto en entredicho, se ve como algo desusado, pasado de moda, inaplicable en estos tiempos que corren, aunque luego luchas como las de Tubacex, para colmo victoriosas con todos los peros que se quieran poner, indican que tal vez no sea así y pueda seguir existiendo y se deba seguir empleando para entender la realidad, por muy distintas que sean las circunstancias o las apariencias en estos extraños tiempos.

 

domingo, 26 de septiembre de 2021

27 de septiembre

 


Es lo que tiene el paso de los años. Los hechos se diluyen bajo ese barniz que da el tiempo, el olvido se impone o cambia el significado de los acontecimientos. Lo que ayer fue importante o clave o simbólico hoy carece de magnitud, ya no conserva la trascendencia del momento, se vuelve tal vez anecdótico, apenas una gota de agua entre los muchos sucesos eminentes y claves del instante concreto, son tantos los sucesos, los actos, las reuniones discretas o no, las hazañas o las cobardías, las proezas o las renuncias, que apenas hay lugar ya para el recuerdo o para la asunción de lo ocurrido como algo trascendental por sí mismo. Hay también, parece imposible evitarlo, lo ideológico, los prejuicios, las justificaciones, las miradas después de todos estos años, la revisión de la historia, esa tendencia hoy tan horrible al establecimiento de los relatos, de las verdades únicas, al final hay la falta de capacidad para interpretar, pensar, entender.

Ha pasado mucho tiempo y la distancia afecta también a la apreciación de los motivos que llevaron a tal o cual persona a tomar una decisión, a asumir una opción, un compromiso, una postura, por ejemplo tomar las armas u optar por determinados métodos de lucha, arriesgar con la entrega absoluta a la causa su propia vida y la de los otros, a enfrentarse a la incertidumbre por una causa determinada, puede que una buena causa, o tal vez no, el deseo en definitiva de la transformación social emancipadora o la antesala de un error político que anticipa otro modelo tiránico. Qué llevó a José Humberto Baena, a José Luis Sánchez Bravo o a Ramón García Saenz a una militancia radical y revolucionaria en el FRAP, un frente de organizaciones guiado por el ideario marxista leninista tendencia proalbanesa. Qué llevó a Juan Paredes Manot y Ángel Otaegui a militar en una de las facciones de ETA. Cuáles fueron sus motivaciones, sus convicciones y sus dudas. Cómo lo analizarían hoy, de haber sobrevivido a la salvajada de la pena de muerte.

Escribir desde el presente supone conocer el final de muchos capítulos de la historia. Ya no existe el FRAP ni la ETA, sabemos cuál fue la evolución de España, la del País Vasco, no ha pasado tanto tiempo de la desaparición de la dictadura, de los claroscuros de la transición, vivimos sin duda otra situación, no existe siquiera la Albania de Enver Hoxha, ese modelo autárquico y obsesivo de socialismo que es difícil de justificar o ver como un modelo liberalizador o deseable. Ahora mismo, en este aquí y ahora nadie parece dispuesto a grandes compromisos, mucho menos a morir por algo o, peor aún, a matar por una causa o por las grandes palabras. Vemos con cierto estupor o desagrado las movilizaciones actuales por recuperar espacios de diversión, esos botellones que acaban en disturbios, la banalización tal vez de un malestar social que no encuentra ahora mismo cauces de confrontación, tal es el desencanto ante propuestas que se anquilosan con rapidez en los marasmos de lo cotidiano.



Sea lo que fuere, cada 27 de septiembre recuerdo a aquellas cinco personas que fueron los últimos fusilados del régimen franquista. No me mueve para ello ni un vago sentimiento patriótico vasco que no poseo ni un ideario marxista-leninista-enverhoxista que ni de lejos comparto, tampoco creo que haya que pensar como ellos para rememorar ese último acto sanguinario de la dictadura, cuando faltaba apenas mes y tres semanas para que el dictador muriera en la cama de un hospital. Olof Palme se manifestaba en Suecia contra la aplicación de la sentencia y Pablo VI, en las antípodas de las posiciones ideológicas de los afectados, pedía clemencia para ellos. El régimen quiso dar un golpe de efecto, demostrar que tenía aún fortalezas, cuando buena parte de sus hombres claves, hombres eran la mayoría, estaba ya preparando las alforjas para el salto hacia la democracia.

Apenas tres meses antes había fallecido Dionisio Ridruejo, que pasó de propagandista de la Falange a elemento incómodo para el franquismo, conspirador contra el régimen y defensor de los acuerdos amplios de la oposición, y que tuvo bastante de personaje a todas luces icónico, aunque fuera en su más absoluta soledad o como rara avis. En aquellos meses, por su parte, Luis Eduardo Aute había escrito su canción Al Alba, considerado himno contra la pena de muerte en general y en particular contra esa larga noche del 27 de septiembre, cuando todo era posible. Al menos lo parecía.

domingo, 19 de septiembre de 2021

El escritor comprometido

 


Tengo la impresión de que con la muerte de Alfonso Sastre desaparece una determinada mirada de la literatura, un modo de escribir sobre la realidad, una intencionalidad en la escritura. Pero no estoy del todo seguro, la literatura es siempre al fin y al cabo una forma de reflexión sobre la realidad, una manera de deliberar sobre lo que uno es como individuo y lo que se es con relación a los demás, a los lazos comunitarios, con lo que cada etapa literaria es distinta, pero responde al final a unos mismos patrones o preocupaciones o curiosidades. Cambia la anécdota, se mantiene la esencia.

Quizá lo que desaparezca con él es la figura del escritor comprometido, politizado, firme defensor de una causa. Alfonso Sastre fue, hasta principios de los setenta, militante del PCE, sus discrepancias con la línea de Carrillo y los pactos posibilistas de este partido le condujeron a la ruptura. Luego vino su atracción por lo que sucedía en el País Vasco, su traslado a Hondarribia y su apoyo a una determinada opción, la más radical, la que planteaba una ruptura y una transformación social, aunque los métodos empleados en la idílica Vasconia muchas veces no auspiciaran la idea de que aquella sociedad a construir fuera a forjar realmente una sociedad libre. Claro que es muy cómodo hablar desde el presente, cuando todo aquello acabó y resulta por tanto más llevadero juzgar ahora su compromiso o sus idealizaciones, las de Sastre o las de cualquier persona que en aquel momento optara por el compromiso, para bien o para mal, cuando esa etapa de la historia vasca, y por ende española, está en parte cerrada, aun cuando coleen todavía sus consecuencias, algunas a todas luces nefastas, podemos ahora calificar abiertamente algunos episodios de entonces porque ya sabemos el resultado, tenemos más idea de los efectos humanos demoledores, quizá haya algo más de empatía hacia la otra parte, siempre hay otra parte cuando uno se sitúa en la política, al igual que en la vida, podemos así amoldar lo que pensábamos entonces a lo que ocurrió y justificar nuestras posiciones, reinterpretarlas, distinto es haberlo vivido en cada momento, interpretar y decidir en cada instante, cuando los hechos estaban ocurriendo ante nuestros ojos, asumir de otro modo ciertos aspectos puede que ahora inasumibles o darse cuenta de la inviabilidad de muchos proyectos, tuvieran o no peso o tocaran poder, o se mantuvieran a la contra, en una resistencia activa, militante. Es muy fácil desde luego ubicarse en la escena cuando todo ha ocurrido ya y mostrarnos de este modo en la línea correcta o más ecuánime o más acertada o más oportuna.



Hay quien lo tenía muy claro en su momento y lo tiene claro ahora, la misma actitud, sin un ápice de cuestionamiento, en un convencimiento de que por su boca sale siempre la verdad absoluta.  Incluso existe la figura del fanático. Hace unos días moría Abimael Guzmán, que defendió hasta su muerte la misma línea política y tachó a los demás de enemigos a eliminar, más cuando discrepaban con sus posiciones, incluso a quienes defendían un matiz apenas diferente del suyo, estos eran los peores, unos revisionistas a los que no cabía perdonar ni tolerar. Desde luego, Alfonso Sastre no era de estos, no cabe la más mínima comparación, sería insultante plantearla, él admitía la duda como mecanismo de incidir en la reflexión y pensar, en su convencimiento cabían múltiples variantes y circunstancias. Lo vemos en sus personajes, tan humanos. Pero no cabe la más mínima duda de que él optó por una posición y una firmeza que no fue la habitual entre los participantes de la tertulia del Café Gambrinus en la que él participó en sus inicios literarios y cuando ya empezaba a ser un escritor reconocido. No es que en ella se desdeñara la discusión política, al contrario, la hubo. Pero a todas luces en aquel grupo Alfonso Sastre fue quien optó por una militancia y una tenacidad más firmes, quien actuó y por tanto se convirtió en blanco de las discrepancias y de las críticas y de los juicios de valor. Y ahora de lo políticamente correcto y cierta reescritura de la historia, o de eso tan horrendo como es el establecimiento del relato. Es cierto al fin y al cabo que quien actúa va a tener sus aciertos y sus errores, sus claroscuros.

No es por lo demás tan fácil poseer convicciones y mantenerlas, a veces a contracorriente, a menudo uno tiende a tirar la toalla, dedicarse a otra cosa, lanzar por la borda todo un bagaje político porque es, sencillamente inasumible para sí mismo o puede que se produzca por endeblez personal o por falta de certeza o de seguridad. Tampoco lo juzgo. Cada cual sabe lo que hay en su cabeza y en su vida, ha de lidiar con sus principios y sus culpas, nadie puede erigirse en juez de los demás, puede que ni siquiera de sí mismo, es incluso un consejo evangélico, «no juzguéis para no ser juzgado». En gran medida, todo ello lo refleja perfectamente Aitor Merino en su documental Aitor eta biok, todo un referente para afrontar el conflicto vasco, o cualquier conflicto, mostrando bien a las claras las dudas, la necesidad constante de darle la vuelta a las propias convicciones porque hay siempre bastantes matices y hasta hay momentos en que sólo cabe decir que no se sabe, no se opina, no se tiene nada claro. Pero la presencia omnisciente de los tertulianos mediáticos ha hecho mucho daño porque obligan siempre a tener opinión y opinar de todo, sin una brecha en el discurso y mucho menos en las convicciones. Me temo que los mortales no poseemos nunca, en el fondo, tantos convencimientos.

Para mí Alfonso Sastre estará vinculado a otro escritor, José Bergamín, al que acogió en Hondarribia. Se trató para este último de un exilio interior después de una larguísima inadaptación a los nuevos tiempos, él mismo dijo que se iba a la parte de España que menos se parecía a esa nueva España en la que no se reconocía, atrapado como Max Aub en la añorada República Española.

 

 

 

domingo, 12 de septiembre de 2021

Las sendas emancipatorias

 




Lo habíamos olvidado casi por completo. Ahora, con su fallecimiento, todavía en prisión desde que lo detuvieran en 1992, ha reaparecido del olvido. Quienes nos interesamos por América Latina, por su literatura (sobre todo), por su historia y por su situación política y social sabíamos quién era y lo que hacía. También lo que pensaba, aunque el pensamiento del Camarada Gonzalo, su nombre de guerra, resultaba bastante confuso, un popurrí de ideas y conceptos a veces difícil de seguir e imposible de entender, aunque él fue, antes de su aventurismo armado, profesor de filosofía y uno espera una exposición más clara, tal vez unos conceptos más humanos, aunque esto, ya sabemos, no siempre funciona así, el siglo pasado nos ha dado no pocos ejemplos de cómo con bellas palabras o en círculos muy cultos pueden darse las peores masacres.

En todo caso, Abimael Guzmán estuvo en boca de todos como dirigente de un grupo armado, una guerrilla sanguinaria conocida como Partido Comunista del Perú – Sendero Luminoso. Lo de Sendero Luminoso procede de una cita de José Carlos Mariátegui, el pensador y político comunista peruano y uno de los fundadores del Partido Comunista de Perú a principios del siglo XX. En la década de los ochenta Sendero Luminoso llevó a cabo su actividad más sangrienta. Se enfrentó al Estado burgués, al capitalismo, lo propio en quien pretende instaurar un régimen comunista, pero también sus guerrilleros actuaron contra quienes consideraban revisionistas de los principios marxistas-leninistas-maoístas-pensamiento Gonzalo. En su punto de mira hubo tanto activistas sociales como dirigentes y militantes de otros partidos de izquierda. Asesinaron a bastantes de ellos. Su acción recordaba no poco a lo que estaba pasando en Camboya en ese momento, con los Jemeres Rojos en el poder y la masacre terrible de la población local. Si Sendero Luminoso hubiera llegado al poder, los resultados no hubiesen sido muy diferentes.

Eduardo Galeano advirtió que se puede prever cómo serían sus políticas observando sus acciones presentes, y las acciones de Sendero Luminoso no dejaban lugar a dudas. El dirigente campesino peruano Hugo Blanco denunció la doble opresión que sufrían los trabajadores del campo, la de los propietarios y la de Sendero Luminoso, que los amenazaba con sus acciones. Mario Vargas Llosa intenta comprender en Historia de Mayra las motivaciones de quien se echa al monte, aunque su personaje en la novela pertenece a otra corriente política.

Porque Sendero Luminoso incorporó a su ideario el del presidente Mao y su práctica durante la Revolución Cultural, un momento de la historia de China bastante represivo. El maoísmo se convirtió en los sesenta en otra de las corrientes del marxismo, el sesentayochismo lo popularizó en Europa y en Estados Unidos, donde surgieron partidos, grupos y algunos embriones revolucionarios bastantes exiguos que defendían las tesis del presidente Mao. Claro que no todos adoptaron las vías cruentas de Sendero Luminoso ni lo pretendieron.

En el País Vasco una de las primeras escisiones en ETA tuvo que ver con estas discusiones teóricas del marxismo. En 1966 la V Asamblea expulsaba de sus filas a Patxi Iturrioz y a Eugenio del Río que defendían una vía mucho más obrerista de la organización y una línea en aquel momento vagamente maoísta. El grupo que surgió de la expulsión se conoció durante unos meses como Komunistak y poco después nacía el Movimiento Comunista, que abandonó la lucha armada y se extendió por todo el Estado. Durante la década de los setenta este partido se consideró maoísta, hasta que poco a poco fue diluyendo su maoísmo, incluso el marxismo, imagino que como fruto de unos tiempos y un país que iba dejando atrás una cultura política obrera y abrazaba una concepción de clase media vagamente progresista y muy posmoderna. También aquí tuvo cierto peso político la Organización Revolucionaria de los Trabajadores, cuyas juventudes portaban el adjetivo claro y evidente de maoístas. Hubo presencia, por último, del Partido Comunista de España (marxista – leninista), que inició su andadura en 1964, defendiendo la política del presidente Mao hasta que tras la ruptura de la Albania de Enver Hoxha con China optaron por aquel país.



Cuesta trabajo entender que quien lucha por la emancipación humana o de la clase obrera defienda un régimen autoritario, aunque sólo sea de un modo táctico. Una conocida mía, militante de un partido marxista, de otra tendencia, lógicamente, suele afirmar, no sin ironía pero de un modo muy clarividente, que en estas cuestiones logísticas se guía por el consejo de su abuela: nunca quieras para los demás lo que no quieres para ti. André Breton lo tuvo claro cuando consideró que no eran compatibles las ideas emancipadores y el surrealismo con las férreas directrices estalinistas sobre el arte y la vida, lo que supuso su distanciamiento del Partido Comunista francés.

Coincide por lo demás la muerte de Abimael Guzmán con un debate promovido en Europa sobre las consecuencias sangrientas del marxismo. Una dirigente política ha criticado estos días las publicaciones recientes del Manifiesto Comunista realizadas por varias editoriales poniendo sobre la mesa la cantidad de muertos que han producido las políticas comunistas. Me temo que en nombre de conceptos e ideas emancipatorias se han cometido demasiadas masacres. Las religiones, sin ir más lejos, no han escapado de esta lógica cruenta, a pesar de sus mensajes de paz y amor. Nuestras democracias liberales tuvieron como inicio una revolución francesa que ni de lejos fue un ejemplo de tolerancia y pacifismo. Ya se sabe, quien esté libre de pecado que tire la primera piedra.

lunes, 30 de agosto de 2021

Final de fiesta

 


En Bilbao el fin de la Aste Nagusia, la Semana Grande, con sus kalejiras, sus barracas, sus cánticos y sus farras, suele marcar en cierto modo el fin de agosto, la previsión de un nuevo curso, la despedida de un mes que es como una larga tarde de domingo y que deja un poso de melancolía, de nostalgia de los días largos y apacibles, una vaga sensación de pérdida de lo que pudo haber sido y no fue.

Esta semana de fiestas y de jolgorio no es de siempre, no se trata de una tradición que hunda sus raíces en la noche de los tiempos, más bien es reciente, de 1977, cuando el locutor de radio y actor ocasional, uno de esos actores secundarios permanentes, Zorion Eguileor, convocó por la radio a la población a reivindicar unas fiestas populares, parece ser que más en chufla que en serio, tuvo su gesto un toque a bilbainada, un reto un tanto fanfarrón muy propio de como dicen que son los bilbaínos, una bufonada o una broma a lo grande y que, cómo no, acabó teniendo repercusión, se produjo una movilización, una más en unos años muy reivindicativos, muy activos en lo social y en lo político, pero que reclamaba esta vez diversión y alegría, una ruptura del tiempo serio y formal, y lo consiguió, se estableció la costumbre de una semana de fiestas, organizada a medias por el ayuntamiento y por las comparsas populares, bajo la guía de Marijaia, un icono de las fiestas creado en 1978 por la pintora Mari Puri Herrero para representar esos días de cierto desenfreno, de libertinaje controlado, valga el oxímoron, propio de todas estas fiestas, como en los Carnavales, se da rienda suelta a los instintos más lúdicos para que no se anquilosen en el interior de cada cual. De este modo, se dan las fiestas de verano en casi todos los barrios, pueblos y ciudades.



A partir de entonces se repite todos los años, sobre todo el Arenal y el Casco Viejo se llenan de gente, huele a alcohol, huele a comida, fluyen otros hedores no tan gratos, no hay huecos por donde colarse y quienes no somos muy dados al jolgorio y nos acaba agobiando todo este panorama festivo, echamos una ojeada y nos vamos con la música a otra parte.

En 1983 la fiesta acabó de golpe: las inundaciones irrumpieron de un modo abrupto en las celebraciones. Ahora, este año, al igual que el pasado, la pandemia ha supuesto que no haya fiestas, que se impidan las aglomeraciones. La preocupación en Bilbao ha sido que no se repitieran aquí los incidentes que se han dado en otros lugares, que se suceden los fines de semana en muchas partes. No los ha habido, al menos con la misma envergadura, aunque sólo haya sido por la fuerte presencia policial, un mero paseo por el Casco Viejo el viernes o el sábado por la noche daba una imagen extraña, un poco añeja, un tanto desabrida. Había algo de tristeza incluso en los pocos rincones donde se dio lugar a lo lúdico.

De este modo, termina agosto y comienza el lento declive del verano. Se habla mucho de los incidentes, de esas movilizaciones por la fiesta, cuando otros temas, la precarización del trabajo o de la vida, por ejemplo, no han merecido ni merecen una respuesta tan reivindicativa, como si lo único que genera malestar de verdad en este país es al final el recorte no de los servicios sociales o los altos precios de la vivienda o de la electricidad, sino el de los horarios en bares y terrazas o los del alcohol o la prohibición de los botellones. Tal vez sea sociología barata, tema este recurrente para las pseudotertulias mediáticas, pero algo extraño hay, sin duda, en estos mecanismos sociales.



Acaba agosto y pronto nos amoldaremos a lo de toda la vida, a la vuelta a los colegios y universidades, a los horarios laborales, a los trabajos precarios o a la espera de trabajo, a que los meses pasen rápidos y vuelva otro agosto que tal vez no se parezca a este agosto a punto de acabar, pero que seguirá pareciendo una larga tarde de domingo que a todas luces nos dejará, una vez más, tan melancólicos.

 

 

viernes, 20 de agosto de 2021

El Peñascal

 


El 21 de agosto de 1899 murieron dos trabajadores de la cantera situada junto a la mina conocida como Rosita, en la ladera del Pagasarri, y otros seis hombres resultaron heridos de gravedad al estallar fortuitamente un cartucho de dinamita. No nos han llegado sus nombres ni sus circunstancias. Sólo que trabajaban en aquella cantera que proveía de piedra a Bilbao, en pleno proceso de desarrollo urbanístico en el momento del accidente, y siguió aportando este material durante varios lustros, puede que hubiera otros accidentes durante todo ese tiempo que estuvo funcionando, hasta que se cerró y se dio paso, en estos últimos años, a la transformación de este paraje y la creación de una zona verde y de paseo para los vecinos de la Villa.

En medio, se llevaron a cabo obras, se establecieron talleres y alguna fábrica, se abrieron carreteras y durante la guerra civil esta zona fue objeto también, como el resto de la ciudad, de ataques aéreos. No hace mucho encontraron bajo tierra una bomba que no estalló en aquel conflicto y la policía la explosionó.



En los años cincuenta llegaron a Bilbao miles de personas en busca de trabajo, procedían de Extremadura, de Castilla, de Andalucía o de Galicia, muchas de ellas sin saber aún donde iban a alojarse. Entre 1955 y 1965 se calcula que llegaron a Bilbao alrededor de cien mil personas. En esa misma ladera del Pagasarri, a los pies del monte Arraiz, al sur del barrio de Rekalde, la propia gente recién llegada levantó chabolas e inició la edificación de otras viviendas precarias por Iturrigorri, el Gordeazabal y alrededor del propio camino del Peñascal. Nacía de este modo un barrio marginal, durante mucho tiempo desabastecido de las mínimas infraestructuras urbanas y con fama de miserable y corrompido, aunque se cuentan también historias de solidaridad y de apoyo mutuo entre los recién llegados.

Esta solidaridad suplía en parte la falta de sensibilidad por parte del Estado ante la situación. Llegó a intervenir el ejército para echar por tierra algunas de esas chabolas, orden directa, dícese, del propio dictador para erradicar el chabolismo, sin ofrecer alternativas a sus pobladores más allá de una caridad suntuosa y espuria.



Ya en los sesenta, cuando empezaban a correr nuevos aires más reivindicativos, a pesar de la dictadura y de las malísimas condiciones de vida, o tal vez por ello, la parroquia establecida en la zona organizó una asociación de acción social, embrión de la asociación de vecinos que se formaría más tarde, y se consiguió que la administración construyera 22 edificios para vivienda, creara una escuela e iniciara la dotación de alcantarillado y luz. No obstante, el Peñascal siguió teniendo mala fama, no la ha perdido todavía hoy, aun cuando todo va adoptando un aire más amable y el barrio carece de ese aspecto agresivo o peligroso de otros lugares de origen parecido.

Hubo, es cierto, una primera gran remodelación a raíz de las inundaciones de 1983, que dañaron bastante la zona.



Desde hace algo más de dos años se ha iniciado un nuevo plan urbanístico en el barrio, que cuenta ya con muchas zonas verdes, parques y caminos de asueto y paseo. Hay zonas difíciles, incómodas, calles empinadas y escaleras que dificultan la vida de una población con una media de edad avanzada.



Te cruzas con personas ya jubiladas, muchas de ellas aquellas que se establecieron allí hace ya tanto tiempo, o sus hijos, por aquella altura apenas unos niños, pero te encuentras con gente más joven, de etnia gitana o paya, pero también, hilando con esa tradición de inmigración que tiene el barrio, con extranjeros que van llegando y que buscan la vivienda más barata en una ciudad que no es especialmente accesible en cuanto a precios, aquí también es un problema y no parece de momento que se exija medidas, ni la administración las tiene en su agenda, en un asunto a todas luces grave para una buena parte de la población. Me temo que tampoco exista hoy ese afán reivindicativo de otrora.



Por otro lado, estamos en una zona tranquila, contribuye tal vez que sólo haya una carretera que asciende por la carretera hasta las letras que componen el nombre de Bilbao, al final del barrio. A veces, sobre todo en verano, por las ventanas abiertas se escucha música, a menudo flamenco. No hay mucha gente por la calle. En ocasiones uno tiene la impresión de que el tiempo se haya detenido, o que su paso lo apacigüe la vista del Pagasarri, al sur o los muchos rincones naturales, los vericuetos entre árboles, los rincones por donde perderse y poder flanear, lejos del centro. Se podría aplicar la cita de Francisco Umbral: «Cualquier sitio es el paraíso con sólo parar el tiempo». Ya el hecho de que el Peñascal esté separado físicamente de Rekalde contribuye a esta sensación de no estar ya en el bullicio de la ciudad.



Imagino que es normal que los lugares cambien y es muy justo que se mejoren los barrios, que pierdan los aspectos más incómodos y negativos, pero uno ya tiene la suficiente experiencia, lo he visto en otras ciudades, como para saber que muchas veces las grandes transformaciones urbanísticas van en detrimento de la población local, parte de la cual queda expulsada en beneficio de otros sectores. No parece que sea el caso, el lugar no está en el punto de mira de intereses especulativos, al menos con la misma intensidad que en otros barrios de Bilbao, en estos momentos más apetitosos, San Francisco por ejemplo. Quizá esto garantice al Peñascal no cortar de un modo radical con lo que fue, mantener ese recuerdo de barrio humilde, tal vez menos estereotipado de que lo aún está, pero consciente en la medida de lo posible de su pasado proletario y reivindicativo.

lunes, 16 de agosto de 2021

El Puerto de Santurce

 


Como «aldea marinera abrazada por el mar» define Rosa María Mielgo de Aguirrezabala la localidad de Santurce. Es toda una tradición ligar esta población vizcaína con lo marino, no sólo por el hecho físico de ser costera, de estar en la bahía del Nervión, en el Abra, por disponer a su vera de una Escuela Técnica Superior de Náutica y Máquinas Navales en Portugalete, sino también porque se asocia a la actividad de la pesca, a los pescadores vascos, ahora en su totalidad de bajura, aunque antaño los hubo que buscaban la ballena. La tradición nos habla también de las sardineras por medio, sobre todo, de una celebrada canción muy versionada de principios del siglo XX o finales del XIX, quién sabe.

Pero tal vinculación, creo yo, es más simbólica que real, una mera ojeada a la ciudad nos lleva a pensar que la tradición pesquera poco tiene que ver con la realidad del Santurce actual y del de hace tiempo. Existe el puerto de toda la vida, estatua de la Virgen del Carmen a un lado, unos pocos pescadores, la lonja donde se subasta el pescado, pero ya no hay sardineras ofreciendo el producto en el puerto, a pie de calle, las que quedan vivas llevan ya tiempo jubiladas y las pescaderías profesionales han recogido el testigo de tal actividad y desde hace mucho la mayor parte de la población local se dedica a otros menesteres, siendo la de la pesca muy marginal.

Esa rápida ojeada al perfil urbano permite deducir a quien no conozca nada de los tópicos y las tradiciones del lugar que estamos en una localidad dormitorio, destino y residencia de trabajadores de la industria, del comercio o del puerto.

Porque es el puerto el que recoge ahora mismo ese abrazo del mar del que habla la poeta.



Ni qué decir tiene que es inmenso. No en vano es el más grande de toda la cornisa cantábrica y ahora mismo se divide entre Santurce, su parte principal, Ciérvana o Zierbena y Getxo. Curiosamente se le conoce como el Puerto de Bilbao, aun cuando se fundara incluso antes que la propia Villa. La actividad es enorme y a todas luces estamos ante uno de los focos económicos más importantes de Vizcaya y del norte, con un gran trasiego de cargueros y de grúas, de camiones y de un vial ferroviario de mercancías. No es por tanto casualidad la relación del Abra y del Nervión con la actividad portuaria, desde hace siglos además.

Claro que tal actividad tiene sus claroscuros, como todo en la vida, puede decirse. De este puerto salen las armas que se producen no muy lejos de Santurce y en provincias vecinas, y cuyo destino no pocas veces nos sonroja como sociedad, o al menos debería. En 2017 se conoció el gesto de Ignacio Robles, el bombero de la Diputación de Vizcaya que se negó a participar en la estiba de armas a un barco destinado a Arabia Saudí, en guerra contra el Yemen. Como carga peligrosa, se requiere siempre la presencia de los bomberos. Su objeción de conciencia motivó un expediente y también que se conociera tal actividad. La respuesta por otro lado a su gesto, que nunca se agradecerá lo suficiente, fue que si no salía tal carga de Bilbao, saldría de otro puerto, de Santander, por ejemplo, con la correspondiente pérdida económica. Pero no es de esto, de las pérdidas económicas, en lo que uno piensa cuando nos hablan de la situación de los niños yemeníes víctimas de la guerra o ahora, aunque no tenga relación directa, pero la tiene, de Afganistán.



Por suerte, no sólo son armas lo que pasa por este puerto. Sin duda, habrá una y mil historias alrededor del mismo que nada tienen que ver con ese lamentable negocio y mucho más aptas de ser conocidas y reconocidas. Como la salida de sus muelles en 1937 del Vapor Habana con niños que escapaban de la guerra. Pero a menudo se quedan circunscritas a los propios ámbitos laborales.



Por lo demás, hay una línea marítima de la ciudad que ahora se está modificando, en buena medida por el crecimiento de la zona y la construcción de nuevos edificios de viviendas, levantados de un modo bastante impersonal. Dicen que son los tiempos y que es inevitable que se construya así. En mi opinión desnaturaliza la vida comunitaria, aísla y, en última instancia, deshumaniza las ciudades. Pero al menos quienes ahí residan disfrutarán de una buena vista, de un paisaje impresionante, algo es algo.

Santurce es la última localidad de la Margen Izquierda. Posee todas las características de la comarca, esa imagen inequívoca de zona industrial y obrera, construida a golpes de trabajo y de luchas, de conflictos y momentos de cierto esplendor. Pero me temo que esta historia obrera va a ser objeto del olvido. Parece que estamos ya en una fase de la historia que requiere del olvido de lo que fuimos para convertirnos en otra cosa, no sé si mejor.



Quizá todo esto de la pandemia desmoralice no poco, nos vuelve aún más fatalista por lo que ha de venir. Sea lo que fuere, no parece que haya lugar para la añoranza ni cabe tampoco en el caos controlado de las calles de Santurce.

 

viernes, 6 de agosto de 2021

Ferrocarriles

 


Vicente Huidobro escribió que «El tren es un trozo de ciudad que se aleja». Ni qué decir tiene que tal afirmación parte de una evidencia: incluso en el paraje más recóndito contemplar un tren que pasa sinuoso nos remite de inmediato a la ciudad.

El ferrocarril es la gran aportación a esa vida industrial dominada por nuevas formas de producción y de trabajo. Es la apuesta por el desarrollo económico de una burguesía vinculada a las fábricas y los talleres, y que a lo largo del siglo XIX, sobre todo en su segunda mitad, da un salto enorme que replantea toda la vida urbana y la afecta por completo. Pero no sólo cambian los ámbitos urbanos, también los territorios se modifican cuando los atraviesan los caminos de hierro cuya red conectará ciudades, fábricas, minas y puertos. Es como si el mundo se volviera de pronto más pequeño.

Sin ferrocarriles no tendríamos hoy horarios, esa configuración de nuestro tiempo que a veces, es verdad, nos llega a agobiar.

Las estaciones, en consecuencia, se convirtieron en sus grandes catedrales, se levantaron bajo el dominio de sus estructuras de hierro. Se construyeron con la idea de que fueran amplias, luminosas e imponentes. Convirtieron los barrios donde se aposentaron en zonas de ajetreo, de comercio y también de ocio. Ahí donde el tren no llegaba pasaba el lugar a ser casi inexistente.



De allí que se volviera toda una epopeya la construcción del ferrocarril que uniera las dos costas de los Estados Unidos, la del Atlántico y la del Pacífico, y así lo recogiera tanto la literatura popular como la culta y, cómo no, también el cine. El ferrocarril se asoció al progreso y no es casualidad que las redes de apoyo a los esclavos negros que escapaban de las plantaciones del sur norteamericano en su huida al norte pasara a conocerse como el ferrocarril subterráneo.

Pero también se guardan en la memoria momentos trágicos. Estremece la imagen de las hijas de Irene Némirovsky en la Gare de l´Est esperando a que apareciera su madre entre los supervivientes de los campos de concentración que llegaban en tren a París, sin saber ellas que la escritora hacía meses que había muerto.

No obstante, el ferrocarril proyecta una idea de progreso y de disfrute, cuasi de aventura. Hay una película que lo refleja a la perfección, de un modo incluso poético, El extravagante viaje del joven y prodigioso T. S. Spivet, del director Jean-Pierre Jeunet que a todas luces se regodea en el viaje en tren.



El País Vasco apostó desde muy pronto por el ferrocarril. La industrialización y la minería precisaron de este medio para transportar el hierro y el carbón, tan fundamentales en su propia revolución industrial. Desde muy pronto los territorios vascos se llenaron de vías. En 1906 varias empresas pequeñas ferroviarias se fusionaron en la Compañía de Ferrocarriles Vascongados, tanto para el transporte de personas como de materiales y productos. Eran ferrocarriles de vía estrecha, diferente a la que conformaba la mayoría de la red ferroviaria española. En 1972 esta compañía pasa a depender de FEVE (Ferrocarriles Españoles de Vía Estrecha) y siete años después aquellas vías que no superaran el territorio de la Comunidad Autónoma Vasca pasaron a depender de esta, integrándose en 1982 en la empresa pública de la comunidad Eusko Trenbideak. La Compañía de Ferrocarriles Vascongadas se disolvió definitivamente en 1995.

Junto a la empresa vasca, operan en la CAV la FEVE y RENFE. Existe por tanto una importante red de caminos de hierro, muchas de ellas abandonadas y visibles todavía hoy. Una buena parte se está adaptando a las vías verdes impulsadas por la Fundación de Ferrocarriles Españoles (https://www.viasverdes.com/).



No obstante, contra lo que pudiera desprenderse de todo lo anterior y pese también a los cantos de sirena de la modernización ferroviaria y la implantación del AVE, no podemos decir que el ferrocarril pase por un buen momento. Tampoco se tiene en cuenta que el transporte ferroviario sea el más ecológico y limpio entre todos los medios de transporte, el que menos impacto ambiental tiene. Se ha optado por reducir los trenes regionales a medida que crecen los kilómetros de AVE. No se mejoran los trenes de cercanía ni se potencia su uso por medio de adaptaciones a los nuevos tiempos. Clama al cielo que el trayecto en tren entre Bilbao y San Sebastián (104 kms) –gestionado por Eusko Trenbideak– se demore dos horas y cuarenta minutos, más del doble que en coche, mientras que el de Bilbao a Santander (99,6 kms) –gestionado por FEVE– tarde tres horas justas.

Clama al cielo que sólo haya un tren que conecte Carranza con Bilbao o Santander, un solo tren para ir a cualquiera de las dos ciudades y otro para volver, ambos a primera hora de la mañana. Carranza está en el límite entre Vizcaya y Cantabria. Se ha constituido una plataforma en defensa del tren Santander-Bilbao (https://www.trensantanderbilbao.org/) que busca darle la vuelta a esta situación absurda y muy contraria a las agendas medioambientales que se dice defender por parte de las administraciones.

Se continúan con las grandes inversiones en autovías y autopistas, como las de la circunvalación sur de Bilbao, que de paso limitan algunos espacios naturales junto a la ciudad. Y hace apenas unos días se anunciaba a bombo y platillo el acuerdo entre el Gobierno de España y la Generalitat de Catalunya para la ampliación del Aeropuerto del Prat, que sin duda será una nueva vuelta de tuerca al paraje natural del delta del río Llobregat. Resulta así inevitable recuperar los versos de Robert Lowell: «¿Y si las luces que vemos al final del túnel / son los faros del tren que se nos viene encima?»