lunes, 22 de febrero de 2021

Historias de violencia

 


Durante muchos años las calles del País Vasco fueron el escenario de incidentes violentos. Recibió incluso un nombre, kale borroka, lucha callejera, término genérico que acabó refiriéndose al modo de lucha de las organizaciones juveniles de la izquierda abertzale. Los objetivos de quienes protagonizaban dichos altercados coincidían con las de la lucha armada que se desarrollaba desde principios de los sesenta, la liberación nacional y social de las provincias vascas. A mediados de los ochenta, coincidiendo con la reconversión industrial, se sumaron a la lucha callejera miles de trabajadores afectados por este proceso de cambio industrial.

 El 20 de octubre de 2011 la organización ETA, fundada en 1959 y que pasó por un largo proceso de divisiones, unificaciones y desaparición de alguna de sus ramas en los ochenta, anunció su decisión de cese definitivo de la actividad armada y que culminó en mayo de 2018 con la disolución de la organización. Hubo en este tiempo un cambio en la estrategia de la izquierda abertzale que supuso en gran medida que desapareciera la kale borroka, al tiempo que las grandes movilizaciones del movimiento obrero vasco hacía tiempo que, al parecer, habían pasado a la historia.

Desde luego, no fue la única expresión violenta en el país. La extrema derecha y varias organizaciones de ese espectro político, algunas con conexiones con parte del Estado, actuaron también, aunque más en forma de atentados que mediante la ocupación de la calle, que era monopolio de las organizaciones juveniles abertzales.

Como en cualquier otro lugar del mundo, la policía actuó para disipar, controlar y reprimir los incidentes. En ocasiones hubo comportamientos más que dudosos, algunos de ellos objeto de sentencias judiciales. En todo caso, el Estado, recuérdese, se erige en el único gestor de la violencia porque posee el monopolio de la fuerza. O dicho de otro modo, tal vez más suave, es el único ente legitimado para reprimir y castigar, para usar en definitiva la violencia, del mismo modo que es el Estado el que legitima la extensión masiva de la violencia y la llama guerra. En este sentido, España no participó en las dos guerras mundiales del siglo XX, aunque sí colaboró estratégicamente en la guerra de Irak este siglo, pero esto es tal vez otra historia, aunque no deja de ser importante a la hora de atender ciertas condenas categóricas de la violencia en democracia.



Sea lo que fuere, las calles vascas llevan un par de lustros sin esa violencia callejera, sin atentados, sin enfrentamientos entre policía y manifestantes, se puede contar con los dedos de una mano las veces que se han producido altercados en estos último diez años y llama la atención, lo más sorprendente para algunos, lo rápido que este escenario ha pasado al olvido colectivo.

Porque a decir verdad sólo desde la literatura se rememora esa kale borroka, son varios los autores que se han referido a ella a través de la ficción y cuando se lee parece que de todo esto ha pasado mucho tiempo, tan edulcorados están sus efectos, del mismo modo que la cuestión de los atentados parece ocupar más el discurso político, manteniéndose la población muy ajena a todo ello. Hablo desde luego de la sensación que uno tiene en su rincón de Vasconia, poco más allá que la Margen Izquierda y Bilbao. Pero cuando llega alguien que no conoce la historia reciente del País Vasco cuesta trabajo explicarle esa violencia que la población local ha conocido tan bien y que los más jóvenes del lugar sólo conoce por algunas novelas (en la confianza de que lean), incluso el visitante más ajeno no acaba de creerse que esto haya sido así.

Quizá esto explica que se mire con cierta distancia y extrañeza los enfrentamientos que se dan en otras ciudades del Estado a raíz de la entrada en prisión de Pablo Hasél. En el País Vasco ha habido manifestaciones de protesta por esta situación, pero sólo en una ocasión, de momento, ha habido incidentes, apenas un rifirrafe en comparación con lo que pasa en otras ciudades. Sorprende y llama la atención tal distancia, como si el empacho de violencia que hubo por aquí hubiera vuelto invisibles sus huellas, su recuerdo, como si nunca hubiera ocurrido. Se pasa por encima y la información dada en los medios de comunicación locales lo proyecta a veces como si fuera una peculiaridad más de la Barcelona insurrecta.



En todo caso, no sólo llama la atención este olvido colectivo, como si esto de la violencia fuese en el País Vasco cosa de los otros, sino también, esto ya más general, un tratamiento de la violencia como algo inexistente, ajena a las democracias estables. Por desgracia la historia de la humanidad es la historia de su violencia, de sus guerras, de sus gestas. Desde luego, la violencia que nos suele asustar es la evidente, la de los incidentes en la calle que bloquea la vida normal, que destroza mobiliario y rompe la cotidianidad, una violencia que nadie en su sano juicio niega que habría de extirpar de la vida colectiva. Algunos políticos profesionales, mientras tanto, nos han recordado estos días que en nuestro modelo político y social no cabe estos actos, olvidando tal vez que la revolución francesa, origen de éste nuestro modelo, no fue desde luego un acto pacífico, sino un periodo histórico en cuyas fases más notables de terror se acuñó, no por casualidad, la expresión rodar cabezas y que no tenía entonces un carácter metafórico. Ni la guerra se ve como un acto extremo de violencia, bendecidas muchas de ellas y sólo rechazadas por un puñado de socialistas y anarquistas de la vieja escuela o por pequeñas comunidades cristianas, menonitas o cuáqueros, que las rechazan de plano.

Mientras, del puerto del plácido Bilbao salen armas, construidas muchas de ellas en el País Vasco, con destinos como Arabia Saudí, en guerra contra Yemen, y el Mediterráneo se ha convertido en un cementerio, con limitaciones que rozan lo criminal a la legislación que se pretende humanitaria. De esta violencia no se habla, no se siente como tal, se normaliza y legitima. Es otra historia.

 

jueves, 18 de febrero de 2021

El escultor Rafa Cantera y la memoria obrera

 


La empresa Altos Hornos de Vizcaya ocupó un espacio muy grande en la Margen Izquierda del Nervión. Flanqueaba dos localidades, Baracaldo y Sestao, junto a la ría, y se nutrió durante mucho tiempo del hierro que se obtenía en las minas de Trápaga, Ortuella, Gallarta, Triano o del mismo Bilbao, donde hoy se encuentra el barrio de Miribilla. Formó parte de ese mundo del hierro tan enraizado en Vizcaya, un mundo que dio empleo a miles de operarios, la empresa llegó a disponer del trabajo de cerca de 14.000 personas, empleos directos en su momento más álgido, además de los mineros y toda una serie de oficios que se crearon alrededor de esta industria.

Es difícil hoy, cuando ya no existe, imaginarse la magnitud de tal instalación. El tren de cercanías que unía Bilbao con Santurce pasaba a su lado, al igual que la vieja carretera que salía de Bilbao hacia el norte, hacia el Abra. Cuando pasabas junto a sus instalaciones, veías su interior, contemplabas el fuego de uno de sus hornos e imaginabas de inmediato la dureza del oficio.

A lo largo de la ría había también algún que otro astillero, los hubo también en Bilbao, que tuvo a su vez durante algún tiempo parte de las estibas del puerto. Pero nada era comparable a la grandeza de los Altos Hornos de Vizcaya, que se crearon con tal nombre en 1902 de la fusión de tres empresas: Altos Hornos de Bilbao, la Sociedad La Vizcaya y la Iberia, esta última una fábrica de hojalata. Después se integraría otra sociedad, la San Francisco. Pero mucho antes de esa fecha la industria del hierro empezaba a ser potente en aquel lugar, donde una de las fábricas, construida por la Sociedad Ybarra, instaló en 1854 el primer horno Chenot.

Miles de familias se instalaron en Baracaldo, en Sestao, en Portugalete. Ni qué decir tiene que pronto se convertiría en un foco obrero tan activo como el de los mineros. El sindicalismo de clase tuvo aquí uno de sus principales bastiones.



De todo esto sabe mucho el escultor Rafa Cantera. Fue trabajador siderúrgico y sindicalista, conoció de primera mano el esfuerzo que requería el oficio y también la necesidad de una lucha obrera que a veces se planteaba asaltar los cielos. Nada que ver con el actual sindicalismo. Ahí estuvo trabajando y militando Periko Solaberria, en su época de cura rojo y sindicalista clandestino. Vivió Cantera en Baracaldo, en aquellas calles donde se concentraba una buena parte de la plantilla de los AHV, repartida toda ella entre barrios próximos unos de otros. Era otra época, quien entraba de joven a un empresa sin duda se jubilaba en la misma y convivía día a día con sus compañeros de trabajo. No era extraño que se formaran familias, que algunos se casaran con las hermanas o las primas de otros trabajadores, o con algunas de las primeras empleadas de un mundo masculino. La proximidad laboral y vital creó confianza y se estrecharon lazos, muy necesarios para discutir en tiempos de dictadura y transición de las condiciones de trabajo y de vida.

Sin duda, el escultor nació con el oficio. La hojalata o el acero permiten crear piezas repletas de belleza, sin olvidar por ello el mundo de la siderurgia. Hay además no poca belleza en la fábrica y en el paisaje fabril, claro que no todos las miradas la perciben. Comprometido con su propia condición obrera, ejerce al mismo tiempo con las formas una muy necesaria memoria de la lucha obrera y la huelga, motivo de una parte importante de su obra.



Mediados los ochenta, llegaron los tiempos de la reconversión. El hierro de la provincia se agotaba sin remedio y el carbón de Asturias tampoco era ya de calidad. Se decía también que había imposiciones europeas. Se cerraron los astilleros de la ría y los de Bilbao, las estibas de Bilbao se trasladaron al puerto de Santurce, se hablaba por entonces de un Superpuerto, y se comenzó a desmontar también los Altos Hornos de Vizcaya, que quedaron definitivamente cerrados en julio de 1996. Bilbao perdió casi por completo ese carácter industrial de antaño. La Margen Izquierda guarda no pocas huellas de su pasado fabril, hay una fisonomía en sus ciudades y en sus barrios, quedan los restos de la industria que algunos planes urbanísticos han comenzado a borrar. Las esculturas de Rafa Cantera mantienen, no obstante, la memoria de ese mundo del trabajo y de aquella lucha obrera tan intensa, pero tan diluida hoy en el olvido de este presente nuestro.

sábado, 6 de febrero de 2021

El ruido de entonces. 40 años del asesinato de José María Ryan

 


El 29 de enero de 1981 un comando de ETA Militar secuestraba a José María Ryan, en ese momento ingeniero jefe de la central nuclear de Lemóniz que la empresa Iberduero estaba construyendo a poco más de quince kilómetros de Bilbao. De este secuestro y su desenlace sangriento, el asesinato del ingeniero que apareció muerto el seis de febrero, trata este libro de Anton Arriola, El ruido de Entonces.

El momento que este escritor afronta fue especialmente tenso tanto en el País Vasco como en el conjunto de España. No en vano, el año que había acabado cuatro semanas antes se cataloga como uno de los más sangrientos en ese periodo de tiempo que conocemos como la Transición, y que se ha querido proyectar como un modelo ejemplar de democratización. ETA, dividida en varias facciones, no estaba por la labor de dejar la actividad armada, al menos la facción más convencida de la lucha violenta como única forma de alcanzar sus objetivos políticos. Pero además había otras organizaciones terroristas que actuaban en España y el país sufría, también, la violencia de grupos y grupúsculos de extrema derecha. Un año antes del secuestro de Ryan, una joven vasca, Yolanda González, militante de un partido trotskista, fue asesinada en Madrid por una de estas bandas fascistas, uno más entre los muchos crímenes políticos de esos años, ocurrido además cuatro años después del asesinato de los abogados de Atocha, también realizado por la extrema derecha. Pero la violencia como herramienta política no estuvo circunscrita a grupos descontrolados más o menos organizados, estaba inserta en algunos aparatos del Estado y hubo comportamientos bastante cuestionables.

Como si esto no fuera suficiente, en el momento del referido secuestro el presidente del gobierno, Adolfo Suárez, dimitía de su cargo, en la Casa de Juntas de Guernica los representantes de Herri Batasuna abuchearon al Rey y se preparaba un golpe de Estado, que se hizo palpable a finales de febrero con el asalto del Congreso. A todas luces, la tensión política era gravísima y se añadía por otro lado a una crisis económica latente.

La central de Lemóniz formaba parte de un plan de la Dirección General de Energía, elaborado entre finales de los sesenta e inicios de los setenta, que tenía como fin construir una red de centrales nucleares, otorgándose a Iberduero los proyectos de Deba, de Ispater y de Tudela, además del de Lemóniz, cuya construcción se autorizó en 1972. Formaba parte este plan de esa mentalidad desarrollista muy propia del franquismo y que entrelazó a la administración del Estado y a varias empresas, muchas de ellas de sectores estratégicos para la buena marcha del país. Se trataba un desarrollismo a cualquier precio, en un país que no disponía de las fuentes de energía imperantes en aquel momento.

José María Ryan llevaba trabajando en la empresa eléctrica desde unos años atrás. Era un ingeniero bien preparado, se dedicaba a su oficio con empeño y no parecía inmiscuirse en los debates políticos y sociales del país, más allá de la evidente atención que merecían los acontecimientos importantes de su tiempo. Desde luego, no estaba en los órganos decisorios de la empresa, menos aún influía en las decisiones políticas, era un buen profesional, eso sí, que había ganado prestigio y de allí que se le entregara la responsabilidad técnica de la central.

El libro de Anton Arriola plantea perfectamente aquel suceso, su entorno y ha sabido presentar con toda su envergadura lo que significó para la sociedad vasca. Evidente: el autor parte del más absoluto rechazo del asesinato de José María Ryan, la denuncia del crimen como herramienta política, cualquiera que sea la vida que se sesga y cualquiera que sea el motivo que haya detrás. Incluso el más justo de los fines no puede justificar el asesinato. En el acto de matar a alguien por motivos políticos hay siempre que poner el acento en lo grave que es acabar con una vida y lo indiferente que resultan los motivos políticos. Siempre es necesario referirse a Juan Gelman y su reflexión al respecto y al documental muy esclarecedor de Aitor Merino Asier eta biok, que además proyecta luz sobre el conflicto vasco desde una mirada personal, la del amigo que asiste a la radicalización, comprendiendo y compartiendo los motivos de la misma, pero rechazando según qué métodos. Anton Arriola, en todo caso, muestra en su libro toda la crudeza y la inhumanidad que supuso secuestrar a Ryan, amenazar su vida en caso de no responder a las exigencias reclamadas y ejecutar dicha amenaza, actuando al margen de cualquier circunstancia o razón. Pero las circunstancias, todas ellas, están ahí, es innegable.



No hay que olvidar que el asesinato de Ryan tuvo una enorme importancia. Para muchos conllevó confrontarse con la naturaleza de ETA, que dejaba de tener ese talante heroico de revolucionarios liberadores para convertirse en una vanguardia militarizada, ajena a las dinámicas sociales, que intervenía además en el debate medioambientalista no sin enorme oportunismo.  Ryan, además, podía ser alguien clave en la construcción de la central por su carácter técnico, pero ni de lejos tenía capacidad decisoria. Aisló a todo una parte de la sociedad vasca bajo la bandera épica de una lucha que respondía cada vez menos a unos verdaderos patrones emancipadores. Tenemos además la ventaja del tiempo para entender lo que significó esta dinámica y lo que supuso en la construcción de un país como este.

Por ello este libro, una obra mestiza que une novela y reflexión, no se corta en plantear todo lo que envolvió el caso, los varios dilemas que afectaron al Estado, a la empresa, a la administración vasca en ciernes, a los defensores del medio ambiente, a los nacionalistas, a los partidarios de un desarrollismo extremo y, sobre todo, a cada uno de los ciudadanos interpelados por la realidad y que se adaptaron, sin saberlo seguramente, a lo que Hannah Arendt esquematizó como la banalidad del mal. En la novela paralela que acompaña las reflexiones del narrador se habla a menudo del propio desinterés del personaje, Expósito, alter ego de José María Ryan, por la política, su distancia hacia la misma, lo que no impidió que la política entrara de lleno en su vida, de la forma más brutal, además. Pero sobre todo también quienes asisten a toda aquella cotidianidad, al igual que quienes pretenden incidir en la misma, acaban banalizando el mal, no condenando lo que a todas luces es lo primordial, la necesidad de defender la vida humana y su dignidad por encima de cualquier otra consideración, y por lo tanto rechazar cualquier política de la muerte, la tanatopolítica, aun cuando se practique en nuestro nombre. Existe además la indiferencia de la buena gente que citaba Luther King, a veces más peligrosa que las acciones de la mala gente.  De todo esto habla en definitiva este libro y nos lleva a la memoria tan necesaria para dar luz, comprender y asumir responsabilidades, propias y ajenas.

Claro que la política, al menos la institucional, no parece estar por la labor, se prefiere elaborar discursos, crear relatos, expresión esta horrorosa cuando se refiere a la visión del pasado y que denota más un fin homogeneizador, y sobre todo se pretende usar el pasado de un modo tendencioso, manipulando la realidad y sus interpretaciones. Todo ello en una sociedad, la vasca, que parece esta vez indiferente a su historia más reciente, hasta el punto de parecer que sólo desde la literatura se afronta la cuestión de un modo sustancial. De ahí lo oportuno de la cita de Javier Cercas que Arriola incorpora a su libro: «La ficción salva, la realidad mata»