domingo, 17 de julio de 2022

Cuando te encuentras a un periodista

 


«¡Cuando te encuentres a un periodista, dale un bofetón!¡Si tú no sabes por qué, él sí lo sabe!»

En 1990 el polémico (y muy cuestionable por ciertas decisiones ideológicas adoptadas en aquel momento) Pierre Guillaume imprimió unas pegatinas con fondo amarillo chillón en las que lanzaba este lema provocador contra los profesionales de la prensa. Cuando acababan los años ochenta y a punto estaba de comenzar la última década de los noventa, el periodismo empezaba a mostrar cierto desgaste y al sector llegaba ya a una crisis provocada por las nuevas tecnologías, entonces aún en sus inicios, también por los cambios geoestratégicos y el triunfo aparente del sistema capitalista, que indujo incluso a pensar que estábamos en el final de la historia.

Claro que debió de ser también determinante, tal vez mucho más, la precarización laboral, muy cruda entre los de este oficio. La precariedad, es verdad, afecta a todos los ámbitos, se acentuó en los noventa y tras el cambio de siglo, pero en una profesión, cuya función, recuérdese, es la de contar la realidad, resulta a todas luces más punzante, sobre todo cuando el periodista se encuentra ante el reto de criticar, informar sobre o azuzar a los poderes políticos y económicos.  

Tampoco podemos olvidar el lado empresarial, sin duda lo que motivó en buena medida la reacción airada del fundador del colectivo y librería homónima La vieille taupe. Los medios de comunicación pertenecen a grupos económicos. Sacar un medio requiere de muchos medios, tanto económicos como técnicos y humanos, al final la rentabilidad se vuelve importantísima, tanto que acaba siendo mucho más fundamental que otros factores, por ejemplo la verdad, algo por otro lado cada vez más etéreo. No digamos la consideración de lo que es importante o no lo eso, lo que es o no prioritario (qué guerras han de conmocionar la opinión pública, a qué refugiados hemos de acoger heroicamente y a cuáles machacar en frontera, qué muertes han de preocuparnos colectivamente, por qué quienes mueren en accidentes laborales, cuantiosos todos los años, merecen menos eco que otras muertes terribles también, etc.).

Orson Welles se anticipó a todo esto en 1941 con su ópera prima, Citizen Kane (“Ciudadano Kane”).

No obstante, el oficio de periodista mantuvo durante mucho tiempo un prestigio enorme, casi heroico. A ello contribuyó sin duda películas y series míticas sobre el sector, por ejemplo Lou Grant, iniciada su andadura televisiva en 1977 y emitida por muchas cadenas hasta mediados de los ochenta, sin duda el detonante de no pocas vocaciones. Alrededor del periodista se creó esa pátina de heroicidad, siempre en busca de la verdad, a menudo a favor de los más endebles, las víctimas de todas las injusticias, enfrentado a conspiraciones tenebrosas de un sistema que no quería dar luz al verdadero poder, el que siempre se agazapaba tras lo formal, el que ponía en peligro al periodista osado, que se mantenía siempre tenaz en su gesta.

Da la sensación de que dicha imagen se diluye en nuestros tiempos. Es verdad que las redes sociales han permitido que surjan iniciativas periodísticas que mantienen vive ese espíritu mítico, pero hay tanta información en las redes que a veces parece nimio el esfuerzo, prevalecen las grandes compañías y el silencio rodea muchas veces la labor de algunos medios.

Además, prevalece más y más el espectáculo. Qué acertado estuvo Guy Debord, cuando en 1967 apuntó el carácter de la sociedad actual. La noria debe seguir girando. Poco importa que se lancen informaciones no veraces, sin contrastar o falsas a conciencias.

Lo ocurrido hace unos días en España con uno de los popes de la información, «más periodismo», y un destacado político ha puesto otra vez en entredicho, tal vez incluso en solfa, una de las profesiones sin duda más atractivas. Sin embargo, una vez más, ha sido polémica por unos días, pocos. Es que vamos acelerados.

viernes, 1 de julio de 2022

Las uvas de la ira

 


En su novela The Grapes of Wrath Las uvas de la ira»), publicada en 1939, John Steinbeck narra la situación de los trabajadores agrícolas en los Estados Unidos, algunos de ellos propietarios de sus propias tierras, luego arruinados y desahuciados, empujados a emigrar a California. Es lo que les ocurre a los Joad. Cuando llegan a su destino, se encuentran con un exceso de mano de obra, excusa perfecta esgrimida y aprovechada por los grandes hacendados de la costa oeste para bajar salarios y reducir los derechos de los trabajadores. Es un tema, el de los problemas del trabajo en el campo, que ya apareció también en otra novela anterior, Of Mice and Men De ratones y hombres»), ámbito que este novelista norteamericano conocía a la perfección por haberlo vivido y sufrido.

En ambos relatos John Steinbeck describe una degradación social, económica y laboral consecuencia de las crisis del 29, que afectó a todo el mundo y que desembocaría, a finales de los treinta, en una guerra larga y terrible. En Europa la tensión social provocada por la misma abrió la veda a idearios reaccionarios que tomaron en algunos casos el poder, sin que la izquierda revolucionaria del momento, también muy activa, pudiese parar los pies a ese fascismo que, al contrario que las corrientes de izquierda del momento, no cuestionaba los modelos económicos, es más: los mantuvo vigentes y los potenció.

Es terrible asistir, casi un siglo después de la publicación de las novelas de Steinbeck, a situaciones que si no bien idénticas, sí en cambio resultan bastante análogas. Vemos que se aumentan los flujos migratorios que llegan sobre todo de América Latina, en el caso de los Estados Unidos, y de África y Asia, en el caso de Europa. En la agricultura española miles de esas personas trabajan a destajo, muchas veces en situación irregular, con salarios bajísimos y malas condiciones. En otros sectores como el de la restauración en las zonas turísticas mediterráneas, se tienen problemas para la ocupación plena de los empleos –salarios también muy limitados y largas jornadas de trabajo– y se plantea incluso una relajación de las trabas de regulación de la extranjería para que accedan trabajadores que, se prevé, asumirían tales condiciones.

Al igual que en aquel momento, aparece una nueva extrema derecha en Europa que no cuestiona el capitalismo vigente, pero que tampoco es intervencionista, como lo fueron sus antecesores, asumen el neoliberalismo extremo vigente, manteniendo el discurso de la identidad nacional –referido más bien a la Patria como ente abstracto, no tanto a los derechos de sus ciudadanos, muy relativizados–, también el rechazo al extranjero pobre al que se culpabiliza de todos los males posibles, aunque no parece que moleste mucho cuando trabaja y calla, y una vuelta al militarismo y a la lógica de los bloques y de los imperios.

En este escenario actual, falta esa izquierda combativa y transformadora que puso a veces en jaque el (des)orden imperante entonces, hoy la izquierda no parece muy dispuesta a tomar riesgos ni afrontar el reto de transformar la sociedad, lo que a veces puede parecer positivo, nos aleja de modelos también autoritarios, por ejemplo el de las tiranías estalinistas o de algunos iluminismos sectarios, pero no parece que salga muy bien, frente a ello, su mera gestión de un capitalismo que muestra a su vez síntomas de declive, de saturación, con las correspondientes amenazas de guerra otra vez global, sin que logren acabar con las desigualdades y la precariedad.

Es en este escenario que hemos asistido a un capítulo más de la ignominia de esa frontera sur, con la muerte de un número alto personas que intentaban cruzar la valle que separa Marruecos de Melilla, un nuevo problema de este drama que el presidente español consideró el mismo día  24 de junio «bien resuelto».

Otro escritor norteamericano, Jack London, publicó en 1908 una novela, The Iron Heel El talón de hierro») en la que se describe un sistema político dominado por las grandes corporaciones que mueven todos los hilos de la realidad. Todo está bajo control en ese mundo vaticinado por el escritor, incluidos los planes de rebelión. Fue la primera de las distopías descritas en una serie de novelas escritas en la primera mitad del siglo XX. Asusta percibir hoy las coincidencias de lo que hay con lo que se intuyó. Aterra vislumbrar que la realidad, siempre, supera la ficción.