domingo, 29 de enero de 2023

Marin Ledun

 


¿Hasta qué punto la realidad en unas sociedades complejas como las actuales resulta comprensible en todas sus dimensiones?¿Puede la manipulación, el miedo o los rumores interesados empañar la verdad, hasta el punto de que lo mejor es no saber, mantenerse al margen, si es que es posible mantenerse al margen en algo sin que esta actitud sea al fin un modo de asumir las verdades hegemónicas, a menudo incuestionables, el que calla otorga, aun cuando debieran  éstas ponerse en solfa?¿Quién se equivoca y quién tiene razón cuando los argumentos escapan de todo control e incluso cuando las razones más absurdas se vuelven motivos de peso?¿En qué momento nos convertimos en parte del problema y no en valedores de soluciones?

Son algunas de las preguntas que genera la lectura de L´homme qui a vu l´homme, del autor francés Marin Ledun, publicada en 2013. Tales cuestiones son en gran medida el tema de la novela, lo que importa por encima de la trama, en una historia que no nos deja indiferentes porque parte de un conflicto que nos afecta directamente, que lo hemos vivido en la parte sur de los Pirineos, aunque los hechos que se narran suceden al norte de los Pirineos, y que nos han afectado hasta hace bien poco. Lo cual determina sin duda la lectura del libro.

La novela parte de un secuestro, el de una persona vinculada a ETA, aunque no tengamos claro si sigue su militancia en el momento de su desaparición, pero forma parte de un modo u otro de su entramado. El lector conocerá desde el inicio del relato que a los secuestradores se les va de las manos la tortura infringida y muere el secuestrado, comenzando una enrevesada investigación por parte de dos periodistas que se irá complicando porque desde el principio habrá rumores, manipulaciones, amenazas, declaraciones formales, declaraciones interesadas, puntos de vista, justificaciones, intereses velados, todo ello bajo una de esas galernas del Cantábrico que destaca más durante el relato por su simbolismo que por sus consecuencias físicas.

A medida que avanzamos en el thriller nos confrontamos a los hechos, pero los mismos no crean certezas, sino que nos descubre lo difícil que resulta entender y asumir la realidad. Tal es el tema. Poco importa la cercanía del conflicto, es más: la cercanía cercena nuestra objetividad, al fin y al cabo muchas veces vemos la realidad según nuestra propia posición o nuestra forma de ser o de pensar. Tampoco la distancia ayuda en la comprensión, puede parecer más fácil tomar partido, pero no lo es, siempre se imponen los intereses, los prejuicios, las distintas tomas de posición, las ideologías. ¿Acaso es fácil con la guerra de Ucrania y el sinfín de intereses que hay detrás? Intentar simplificar un conflicto tampoco permite dilucidar la cuestión, más cuando sabemos, o deberíamos saber, que ninguna de las partes es inocente.

Pero luego están las mentiras evidentes, las de las armas de destrucción masiva con que se legitimó la segunda guerra de Irak, por ejemplo.

Incide que los argumentos se simplifican hasta el ridículo en estas sociedades complejas nuestras. Puede que sea algo pretendido, que se busque tal hecho para neutralizar las reacciones y las posibles actitudes críticas. Al final, nos parece como a Iban Urtiz, uno de los periodistas de la novela de Marin Ledun, que todo el mundo habla mediante enigmas. Léase los diversos intervinientes en el conflicto.

Una vez más la literatura nos confronta a los mecanismos de comprensión de lo que nos envuelve. La cuestión es tal vez saber si la realidad es la verdad, si ambos conceptos tienen que ver al mismo tiempo con un mismo hecho o si son conceptos desvinculados entre sí, aun cuando sospechemos, lo intuyamos, que lo real tiene algo que ver con lo cierto. Aunque todo indica también que se mata y se muerte por las interpretaciones de lo real, lo cual complica todavía más el problema. Porque tal vez se muera y se mate para nada.

sábado, 14 de enero de 2023

Yasmina Khadra

 


¿Es posible mostrarse equidistante ante los diferentes bandos de un conflicto?¿Y neutral, podemos mantenernos en una actitud de neutralidad cuando el conflicto conlleva tanto el enfrentamiento como un estado de violencia desatado y cruento?¿Hasta dónde llega la necesidad de entender lo que ocurre, lo bueno y lo malo de cada bando, las razones que esgrimen, sin que esa necesidad de entender suponga justificar?¿La equidistancia conlleva siempre debilidad?¿Y el neutral acaba siempre dando la razón al que ejerce el poder aunque solo sea por no querer pronunciarse ante las fallas de un conflicto? Por lo demás, ¿es legítima la equidistancia?¿Y la neutralidad?

Por otro lado, ¿es posible la equidistancia cuando además uno está inevitablemente implicado por pertenecer a cualquiera de los grupos humanos en conflicto, al fin y al cabo esa pertenencia no es algo que dependa de nosotros, no elegimos nacionalidad ni raza ni grupo social o cultural?

El escritor argelino Yasmine Khadra plantea en su novela L´attentat (2005), publicado en castellano por Alianza Editorial, muchas de estas cuestiones. Su protagonista, Amine Jaafari, es un médico de éxito, un cirujano afamado de un hospital de Tel-Aviv. Es árabe, posee la ciudadanía israelí, forma parte de la élite profesional del país, vive con desahogo en un barrio bien de la ciudad. Está casado, lleva una vida cómoda, viaja y cuenta con estrechas amistades bien situadas en varios estamentos del país. Parece que el conflicto que afecta a la región le es hasta cierto punto ajeno más allá de las incomodidades en los controles y los check-points debido a su etnia, lo que no parece afectarle en su cotidianidad. Parte, eso sí, de su condición de médico, por tanto de persona que por oficio ha de sanar y cuidar la vida como valor supremo, su principal axioma, su punto de partida para entender la realidad. Hasta que su esposa se convierte en una terrorista-kamikaze en una acción que sesga la vida de los clientes de un restaurante, varios de ellos niños. Necesita entender Amine Jaafari las razones que han llevado a Sihem a cargarse de bombas y realizar esa acción salvaje, a asumir una militancia que él ni siquiera conocía y confrontarse al conflicto que hay detrás de ese atentado, de la muerte de su esposa, lo que no entraña justificar, pero que lleva al cirujano a darse de bruces con un mundo para él desconocido, brutal, muchas veces rechazable, pero también con razones que explican y vuelven visibles otras violencias e injusticias.

Cualquier lector realizará sin duda el mismo viaje emocional, anímico y racional del protagonista, sobre todo si el acercamiento se lleva a cabo, en la medida de lo posible, sin los posibles prejuicios que uno pueda tener a la hora de acercarse a este conflicto concreto. No es baladí señalar que estamos en un momento en que parece que hay siempre que tener una opinión clara y definida sobre cualquier asunto y que las opciones se estrechan a dos únicas gamas de grises, o defiendes a unos o defiendes a los otros, y cualquier puntualización o duda te convierte de inmediato en lo opuesto. Además, la distancia física en que nos situemos tenderá a que lo veamos todo con mayor simplificación.

La lectura de esta novela debería acompañarse con la del ensayo de Amín Maalouf Las cruzadas vistas por los árabes, aparecido en 1983, que nos acercará a otra visión de otro momento histórico, pero muy relacionado con lo que ocurre hoy en la región. En aquel tiempo, además, hubo grupos que sufrieron el hecho de no estar correctamente encuadrados con ninguno de los grandes bandos del conflicto, judíos y cristianos ortodoxos se vieron interpelados y cada uno de esos grandes bandos los acusaba de estar al servicio del otro.

A menudo la realidad es compleja y no admite simplificaciones que desdibujarían las conclusiones a las que podemos llegar. La experiencia de Amine Jaafari, aunque sea ficticia, una realidad literaria, nos permitirá comprender, vía intrahistoria, muchos de esos pormenores que se nos escapan con el mero análisis de la realidad. Ayudará a responderse  las preguntas del principio.

domingo, 1 de enero de 2023

Zorrotzaurre

 


El paseante descubre cuando deambula por Zorrotzaurre, convertido el pequeño rincón de Bilbao en una isla en medio del Nervión, una plazuela que se abre entre los números 57 y 59 de la Ribera de Deusto que lleva el nombre de Yolanda González. Es un espacio discreto, rodeado por casas con miradores, una construcción muy propia de la Villa, en general de las ciudades del norte, y que tiene unos plataneros ahora mismo sin hojas, como desnudos, en medio de la plazuela. Es un lugar apacible y al margen de ajetreo que envuelve el lugar, en fase de regeneración, dicen, quién sabe si en pleno proyecto megalómano, propio de las zonas postindustriales, Bilbao tampoco es una excepción en esta fiebre de muchas ciudades por transformarse, de tan luminosas y refulgentes, en parques temáticos, amables para el visitante, proscritos para aquellos vecinos, nuevos o de toda la vida, que no se adapten a las exigencias sociales de las nuevas urbes. Pero esto, tal vez, sea otra historia.

En todo caso es un detalle bonito darle su nombre a la plazuela, un homenaje a Yolanda González, una joven destinada a ser una protagonista anónima de la historia, una más, quien sin duda vivió con intensidad aquellos años de transición. El ayuntamiento acordó darle su nombre al lugar en enero de 2016, varias décadas después de su asesinato, cometido en febrero de 1981, recién cumplidos sus veinte años. Era de Deusto, donde vivió hasta que se trasladó a Madrid para estudiar electrónica, trabajar y militar en una corriente del trotskismo, en plena efervescencia política. Sus asesinos, militantes de la extrema derecha, la eligieron por vasca y por revolucionaria. El carácter político del crimen no añade ni quita horror al hecho fundamental del asesinato, siempre execrable.

Está bien que se recuerde su nombre, como se recuerda el de hombres y mujeres que estarían destinados al olvido absoluto si no hubiera un lugar que los evoca. Aunque sea de un modo modesto, como es el caso. Al fin y al cabo perteneció a una de esas familias obreras que convirtieron no obstante Bilbao, desde su anonimato, en uno de los principales focos productivos del norte. La ahora isla, en plena ría del Nervión, formó parte de ese paisaje industrial, sobre todo en la década de los sesenta y setenta, con numerosas empresas en su propio suelo, pero también cerca de los Altos Hornos de Vizcaya, más al norte, a la altura de Barakaldo y Sestao, de varios astilleros y acerías en su entorno y el mismo puerto ubicado entonces en el mismo Bilbao, trasladado después buena parte de su actividad a Santurce, en el estuario de la ría. La Villa tenía entonces una atmósfera plomiza, cargada de humos y grises las fachadas. Tampoco el ambiente le iba a la zaga, estaba enrarecido por la incertidumbre de un periodo confuso, con una crisis económica profunda, desatada una violencia política casi sistémica y la droga afectando en los barrios a numerosos jóvenes y a sus familias.

Fue aquel Bilbao el reflejado en las películas El pico, de Eloy de la Iglesia, o en Salto al vacío, de Daniel Calparsoro. Pero la ciudad no fue sólo ese ámbito de marginalidad brutal, ni el campo de experimentación política que a veces parecía ser, sino que resultó ser también el escenario de vidas rutinarias de unas personas que bregaban por salir adelante, entre la confusión y el desencanto, como lo refleja Pedro Ugarte en su novela Una ciudad del norte.



Ese Bilbao duro, bronco, desapacible y escéptico, con su paisaje gris, parece haber pasado a la historia, aunque sigue estando presente en la aspereza de muchos de sus barrios, aun cuando se hayan suavizado sus formas. Pero es también verdad que resulta irreconocible, quien no haya vuelto en cuarenta años a la Villa se va a encontrar con otra cosa.

Ahora mismo Zorrotzaurre está patas arriba, en plena trasformación, en obras. Comienzan a ubicarse en la isla empresas y centros tecnológicos, va a ser también zona residencial y de ocio. Hay quien compara ya el resultado con un Manhattan bilbaíno, a todas luces una de esas exageraciones un tanto fuera de lugar, muy propias de la fanfarronería que se atribuye a su población, pero es también cierto que se está poniendo a Bilbao en el mapa de las urbes de referencia. Claro que al igual que ocurría con los emperadores romanos, habría que colocar a alguien como voz de la conciencia colectiva y que recordase de vez en cuando que de éxito también se muere.