jueves, 27 de junio de 2019

Las ciudades que fueron


Comienza el verano, el calor y se viaja, se acentúa con ello el turismo masivo, el turismo convertido en una industria a la cual se ha aplicado sin disimulo alguno una lógica taylorista, que llena ciudades hasta el punto de convertirlas en parques temáticos, caricaturas de sí mismas o de lo que fueron alguna vez, apenas un recuerdo vago de lo que ya pasó. Vengo dándole vueltas a todo ello durante este mes que ahora se acaba, casi como una obsesión.

Desde luego no cabe esperar que exista ese París del siglo XIX descrito en buena parte de los artículos de Guy de Maupassant o dibujado en un sinfín de cuadros y bosquejos, pero tampoco existe ya el París literario de la Rive Gauche, los escritores de entonces no podrían pagarse lo que cuesta hoy un café o una cerveza veraniega en el Café de Flore o en Les Deux Magots, ahora mismo ocupados por turistas con posibles o que recrean una sola vez lo que sería ser un escritor parisino existencialista. Tampoco existe la Barcelona de Jean Genet o la recreada por Manuel Vázquez Montalbán o Francisco González Ledesma. Tampoco es cuestión de sentir nostalgia por la miseria o la marginación de entonces, de quererlo recuperar para disfrute de turistas o por una voluntad egoísta de satisfacerse vagamente de aquella realidad, pero hubo una autenticidad que ahora no se da ni se ha reconvertido, simplemente ha desaparecido.

Perdemos el uso de un maravilloso verbo francés, Flâner, que Pérez Galdós adoptó para el castellano como flanear. Es imposible vagar o flanear cuando las calzadas las ocupan grupos enormes de turistas, terrazas de bares y restaurantes, todos idénticos ya entre sí, en cualquier ciudad a la que uno vaya, heladerías variopintas aunque parecidas también todas ellas o puestos varios en las calles para entretenimiento del turista y el imprescindible consumo, son cosas del tiempo, del capitalismo, de una época de cartón piedra, de la nadería generalizada o de la propia edad, a medida que uno madura tiende a verlo todo con un atisbo de fatalidad (tal vez haya incluso que pedir perdón por sentirse fatalista).

Tal vez no sea casualidad que abunden en las televisiones programas de pretendida aventura en los que personajes conocidos o desconocidos que se pretenden robinsoncrusoes televisados y posmodernos sobreviven, discuten, sufren y evocan sentimientos que no parecen muy sinceros al ser exhibidos en pantalla. La ETB, la televisión pública vasca, acaba de culminar uno de sus programas de aventura telerreal, el Conquistador del fin del mundo, con debates y análisis que se van desarrollando en paralelo.

El mundo es un espectáculo permanente e incluso es difícil distinguir la realidad de la ficción. De ahí quizá que ahora mismo surjan por doquier tantos escritores, cronistas y aficionados a dejar las cosas escritas y que lanzan sus mensajes en botellas tecnológicas lanzadas al mar de la edición o de internet –este mismo blog, sin ir más lejos–, en un tiempo en el cual la literatura queda circunscrita al ocio.

Quizá la generalización sea injusta y hasta falsa, una mera sensación que suele hacerse pública para intentar mostrarse ajeno a la opinión generalizada. Claro que en muchas ciudades, en las encuestas que se realizan a los turistas sobre los destinos que visitan, una de las opiniones más repetidas como aspecto negativo es que hay demasiado turismo. Algo debe de estar haciéndose mal.

En este contexto, en lo que a la literatura se refiere, cabe preguntarse si es posible que se diera hoy la literatura de viajes como se ha dado en otros momentos. Desde luego ya no hay lugar para las crónicas como se entendieron antaño, la de aquellos relatores que se incorporaban a los viajes –Antonio de Pigafetta sería el modelo de todos ellos–, descubrían nuevos espacios, adaptaban el idioma a los nuevos paisajes, a las nuevas realidades naturales o humanas. Quizá tampoco a descripciones evocadoras de lugares más o menos exóticos. Por otro lado, el cambio de las ciudades supondrá también que la ficción que se sitúe en ellas va a cambiar, en cierto modo porque hay una enorme uniformización y a su vez poseemos un conocimiento visual de espacios en los que nunca hemos estado, pero que sin embargo hemos visto una y mil veces. Todos tenemos una idea visual de Nueva York, incluso quienes no hemos estado. Desde luego no suple la estancia física en esa ciudad mítica, pero desde luego determina cualquier viaje que hagamos por ella.    

Hay ciudades que están hoy en proceso de transformación. Bilbao es una de esas ciudades. Se prevén nuevos cambios –en Zorrozaurre o en San Francisco, por ejemplo– que me temo van a convertir en historia lo que son hoy, del mismo modo que ahora son apenas un recuerdo las minas de Miribilla, desde donde Unamuno contemplaba la ciudad, o los muelles y los astilleros que hubo en la zona del actual Guggenheim. No hay un gran debate del modelo de ciudad –del modelo espectáculo–, tampoco hay nada escrito y no se da, por otro lado, grandes resistencias a los proyectos en curso. El fatalismo es una opción –más bien personal, sin duda–, ni tampoco hay que aceptar que todo cambio sea  siempre malo por sí mismo. Pero visto como han resultado otros modelos, resulta inevitable dotarse de cierta previsión de fatalidad.

martes, 11 de junio de 2019

De viajeros y turistas


Deja constancia de ello Jon Arretxe en El sur de la memoria sin ser el objeto principal de su libro: el narrador del diario de viaje por India y Nepal va comentando, en cada etapa, la presencia de extranjeros allí donde está y que en Nepal llega a ser insoportable, hasta el punto de transformar la esencia de los propios lugares. Sobre todo porque los extranjeros no son viajeros que buscan otros paisajes naturales y humanos, no observan ya la realidad con la curiosidad de encontrar otras formas de vida y otras miradas, sino que son turistas que se sacian con lo más superficial, con los tópicos al uso, no buscan otros paisajes, sino que se bastan con la confirmación de sus propios estereotipos.

El capitalismo, en su afán de obtener beneficios de todos los aspectos de la vida, ha convertido el viaje en una industria y lo denomina turismo. Incluso se realizan ferias del sector, igual que las ferias del automóvil, de la propiedad inmobiliaria o de cualquier material de transacción mercantil que se convierte en mercancía. En este caso, la mercancía es el turista, cosificación de la persona que ansía romper con su cotidianidad. Resultan mejor en grupos, cuando más grandes, más lucrativos, de allí surgen los viajes organizados, los cruceros, los grandes centros en la costa, al margen de la realidad de la región donde se ubiquen. Los Estados han encontrado un filón en este negocio. Lo transforman todo en beneficio de un sector que no duda, además, en precarizar el empleo, en precarizar el espacio objeto de la atracción turística, en trastocar incluso ciudades enteras.

Venecia o Barcelona se han vuelto parques temáticos, va expulsando a los vecinos de barrios enteros para que los turistas puedan recorrerlos sin las molestias de la vida local y así dispongan de sus tiendas de souvenirs, de sus restaurantes vagamente étnicos, de sus edificios decorados con esplendor para gusto del foráneo, incluso atraen a bufones callejeros para deleite del visitante e incluso ha surgido un subgrupo delictivo, el de los carteristas y descuideros especializados en el turista. Del mismo modo que en las urbes industriales los barrios dormitorio son una extensión de la fábrica, en las ciudades turísticas los barrios, sobre todo los más pintorescos, los del centro o los cascos antiguos, se vuelven una extensión del hotel.

En algunos casos la población local ha comenzado a protestar por los efectos nocivos de esta industria en sus vidas. No sólo desaparecen los espacios propios, transformados en ocio para el turismo, sino que desaparecen los comercios y se encarece la vivienda, consecuencia en este caso de un neoliberalismo que convierte también en negocio las necesidades humanas. En Venecia y Barcelona no son pocas los actos de protesta por haberse convertido en parques temáticos. En Lisboa, ciudad de moda, una pintada en el centro indica que muchos lisboetas no quieren que Lisboa sea como Barcelona y en Bilbao los gestores municipales, que potencian el turismo en la villa, son conscientes de los errores en la planificación turística y ponen también a Barcelona como ejemplo de lo que no se debería hacer.

Y sin embargo tampoco es malo que la gente viaje, que escape de su rutina, de una cotidianidad muchas veces insana e insatisfactoria, de casa al trabajo y del trabajo a casa, con horarios asentados, muchas veces asfixiantes, y pocas posibilidades de ocio y distracción. La idea de encarecer los destinos turísticos expulsaría a millones de personas de la posibilidad de saciarse con un viaje de placer, del mismo modo que los impedimentos fronterizos dividen al mundo entre quienes pueden viajar sin problemas burocráticos, los habitantes de Europa, Estados Unidos, Japón, Australia y países potenciales en convertirse en ricos frente a los habitantes de países empobrecidos que ni siquiera pueden acceder muchas veces a los establecimientos consulares para negociar un visado.

Tampoco podemos impedir en muchos países, sobre todo entre sus gentes, de aprovecharse de los beneficios de un sector económico en boga. Para poblaciones muy empobrecidas la posibilidad de recibir visitantes supone poder tener unos ingresos imprescindibles para salir de la miseria o de una pobreza extrema.

Es difícil en estas circunstancias tomar unas decisiones en un sentido o en otro. Quizá la cuestión sea de lógicas económicas, pero de momento no parece que vaya a poderse variar un ápice las mismas.

Qué lejos quedan los tiempos de los viajeros que contemplaban paisajes extraños para embelesarse con ellos y descubrían a los habitantes con curiosidad, sin duda con la comparación inevitable con lo propio, lo normal, pero también con interés y afán de comprender. Georges Borrow recorrió la Península Ibérica entre 1835 y 1840. Tenía una misión: convertir a los habitantes del lugar en fieles protestantes. Pero de su viaje y sus notas surgió un curioso libro de viajes, La Biblia en España, traducida un siglo después por Manuel Azaña, un relato delicioso de los hábitos y realidades del momento. Lejos también quedan los viajeros como el narrador de El sur de la memoria, que viaja en busca de sí mismo.

miércoles, 5 de junio de 2019

Sobre viajes, miradas y mentalidades


Jules Vernes era un amante de la ciencia y la tecnología. Creía a pies puntillas que el progreso no sólo conseguiría una vida más cómoda para los seres humanos, también iba a lograr, como consecuencia, que se empequeñeciera el planeta. En gran medida su novela La vuelta al mundo en 80 días lanza un mensaje en tal sentido: los transportes habían dado tal salto en pleno siglo XIX que ya era posible rodear el globo en poco menos de tres meses.

Pero no iba a quedarse allí el mensaje de que al fin la tierra no era tan grande, en 1860 escribió una novela, no publicada en vida del autor, con el título Paris au XXe Siècle (París en el siglo XX), en la que sugería un tipo de telegrama que permitiría ver otras partes del mundo. Claro que no era el primer escritor en vaticinar algo así, tres siglos antes Luis Vélez de Guevara, desde luego con mucha menos pasión científica, más proclive a la condición nigromante de su personaje, hablaba en su novela El Diablo Cojuelo de un espejo desde el cual muestra en Sevilla escenas cotidianas de la villa y corte, de Madrid, y embelesa a la güespeda Rufina María con la visión de la nobleza, incluso de los Reyes. A todas luces ambos ingenios salidos de la mente de los respectivos escritores anuncian la posibilidad de ver el mundo entero desde cualquier rincón, lo que hoy se ha conseguido primero con la invención de la televisión, de esto no hace ni un siglo, y en época más reciente de Internet.

Si el empleo de la máquina de vapor, del motor de explosión o de la aplicación de la electricidad en los transportes consigue tal efecto, que el mundo parezca más pequeño, la posibilidad de captar imágenes –la fotografía y la imagen en movimiento– y difundirla por medio de la televisión, del cine o de internet lo empequeñece todavía más a fuerza de que nada del mundo nos sea ya totalmente ajeno, desconocido. Hace unos días alguien próximo me hablaba de su nuevo proyecto de estudio lingüístico: en algunos meses va a marcharse a una lejana República Rusa del Cáucaso para estudiar una lengua muy minoritaria y, aun cuando los preparativos le van a llevar un tiempo, ya tenía fotos del lugar que va a conocer.

Es evidente que hemos perdido la capacidad de descubrimiento. Todo queda ya visto, todo suena de un modo u otro, nada sorprende del todo. Recuerdo aquella entrada a Bissau en coche desde el aeropuerto, hace unos años ya, y como las imágenes de aquella tierra roja del camino, con los edificios bajos a los lados y las mujeres ataviadas con vestidos de colores, los niños corriendo o los hombres en los puestos de venta o caminando no me resultaban novedosas, las había visto una y mil veces por los medios de comunicación. Desde luego, no es lo mismo vivirlo que contemplarlo en la televisión, en el cine o en el ordenador, hay los olores, hay las sensaciones cotidianas, hay el contacto con la gente y el paisaje, pero ya nada lo vemos por primera vez. Tampoco las personas que conocí en aquel país preguntaban demasiado por el lugar de donde yo venía, también ellos poseían no pocas imágenes de España y Portugal. Claro que tenemos las imágenes en la retina, pero también mantenemos muchos estereotipos en la cabeza.

Entre 1160 y 1171 Benjamín Bar Jonás, conocido también como Benjamín de Tudela, llevó a cabo un largo viaje desde su Tudela natal hasta las estribaciones de Persia, pasando por buena parte de la costa europea mediterránea, Turquía, Palestina, Egipto y la Península Arábiga, en total unas 190 ciudades. Hombre culto y observador atinado, hay quien sostiene que pudiera ser rabí, aunque lo más posible es que fuera un comerciante, tal vez de joyas, con no poco interés por lo que veía, sin duda ya tenía una idea más o menos vaga de lo que se iba a encontrar. Hay que tener en cuenta que las comunidades judías se comunicaban unas con otras. Además, los lugares que visitó no resultaban tan ajenos a alguien cultivado y leído, a un lector de la Torah, pero aun así pudo contemplar muchos lugares por primera vez, y aunque sin duda se movía con los estereotipos de su época y condición, la sensación de confrontarse con lo que hasta ese momento estaba más o menos descrito pero veía por primera vez tuviera un efecto difícil de sentir por quienes vivimos en el siglo XXI.

Benjamín de Tudela dejó un testimonio escrito de aquello que contempló, su sefer maassaot (el libro de los viajes), un siglo antes del viaje de Marco Polo a Asia y su Libro de las Maravillas del mundo. Esta fue, pese a ser posterior, una obra no exenta en absoluto de la mentalidad de la época, incluso estaba mucho más estereotipada, hasta el punto de no ser tan concreta ni detallista como la del viajero navarro, y dejarse llevar por la imaginería y los tópicos al uso. Porque, todo hay que decirlo, muchas veces el viaje se realiza con una visión del mundo establecida de antemano y es esta visión del mundo lo que al final determina que la mirada no sea tanto la que se refleja en los ojos, sino la que nuestro entendimiento permite contemplar.

De ahí que los primeros cronistas portugueses que llegaron a la India vieran en los rituales hinduistas ritos cristianos de los seguidores de Santo Tomás o del Preste Juan y tardaran un tiempo en comprender que aquellos ritos eran otra cosa, que el mundo era más ancho y amplio de lo que habían imaginado. Estaban dándose cuenta de pronto que había muchos mundos que descubrir. Es en ese instante cuando los europeos se dieron de bruces con América y, esta vez sí, tenía sentido el concepto descubrimiento, que lo era sobre todo para una mentalidad que debía forzosamente que modificarse para comprender lo que estaban viendo.

Sin duda, buena parte del pensamiento científico se renovó en ese momento. Había que acercarse de otra manera a la realidad del mundo, aunque no por ello las mentalidades se modificaron al mismo tiempo y con la misma intensidad. Ni siquiera es evidente que toda esta mirada nuestra acumulada haya logrado cambiar nuestra mentalidad hoy, incluso en estos tiempos en que tenemos en nuestra retina imágenes del mundo entero. Vemos como el viajero de antaño, el cronista que lo contempla todo con los ojos de Benjamín de Tudela o con los ojos de quienes buscaron en América o en Asia lo diferente y lo común, se ha convertido hogaño en el turista que busca no experiencias nuevas, sino un ligero retoque de la cotidianidad por la vía de los parques temáticos, cuyo extremo, tal vez rayano lo ridículo, son esos programas de supervivientes que se creen que emulan a un Robinson Crusoe televisivo y posmoderno.