sábado, 20 de enero de 2024

Normalidad

 


Orwell nos muestra en 1984 un mundo atroz dominado por el control absoluto, la vacuidad, el empobrecimiento cultural y educativo, la manipulación del lenguaje, la imposibilidad de poseer herramientas críticas para entender la realidad, la violencia física contra quien discrepa y es disidente, el terror en definitiva.

Claro que a menudo ese terror parece inocuo. Se integra en la cotidianidad, se normaliza o se normativiza ―no hay diferencia― y nos convierte en dóciles habitantes de una realidad cuanto menos anómala y monstruosa. Hubo personas que vivieron bajo las dictaduras fascistas o estalinistas al margen de las persecuciones, las torturas, los procesos judiciales manipulados, el control férreo de la sociedad, llevaban incluso una vida feliz, ajenas al horror, bien porque no lo supieran ―sólo quien se mueve percibe las cadenas, que dijera Rosa Luxemburgo―, no lo quisieran saber o se mostraran indiferentes. Si no te metías en problemas, vivías tranquilo, hay quien lo afirma y lo cree. Pero no meterse en problemas era no tener ideas, ideas discrepantes, se entiende, ideas diferentes a las estipuladas, una religión distinta o ninguna, otro modo de asumir la producción o las jerarquías, cualquier pensamiento o creencia que no estuviera aceptada por el poder, y de este modo admitir como único remedio la desigualdad, los privilegios de unos pocos, fingir no ver la represión, aceptarlo por omisión, mirar en definitiva hacia otro lado. Era el equivalente al no te metas que tanto se extendió también entre otras dictaduras. También ocurría, y ocurre, en las situaciones de violencia social hegemónica, el silencio impuesto ante las acciones terroristas, por ejemplo, cuando los partidarios de quien ejercía, y ejercen, tal violencia dominan la calle.

Es la banalización del mal. El responsable de permitir el tráfico ferroviario alega que tal era su misión, la de autorizar el paso de los trenes, sin que fuera cosa suya que los vagones transportasen herramientas fabriles, alimentos o prisioneros destinados a los campos de concentración, ya fueran éstos judíos, comunistas, gitanos o discapacitados. Además, era todo esto legal. Como funcionario, cumplía con la legalidad y con su función. Claro que en sus circunstancias tampoco es fácil, ni siquiera exigible, ser un héroe, en el caso de ser consciente de las consecuencias de su trabajo, podría acabar siendo también víctima de tales procedimientos si se atreviera a ser consecuente.

 Se interioriza el pánico. El novelista albanés Ismaíl Kadaré consigue transmitir en algunas de sus libros este mecanismo perverso por el que cualquier ciudadano, incluido aquel que podría considerarse privilegiado, acaba inseguro, atemorizado, aterrado incluso por un desliz involuntario. En una de sus novelas se cuenta una anécdota ínfima, la de un funcionario de un ministerio que de modo fortuito da un pisotón a un miembro de la delegación china, en pleno periodo de cooperación y hermanamiento entre la China de Mao y la Albania que rompe con el Pacto de Varsovia, se declara radicalmente estalinista y por ende necesita salir de su repentino aislamiento económico. El funcionario pasa un buen tiempo pidiendo disculpas y explicando que no había ninguna intencionalidad en su traspiés, asustado además por las versiones que pudiera haber de su pisotón inintencionado. Son las versiones, murmuraciones, habladurías y chismes varios que se dan en su última novela, Tres minutos. Sobre el misterio de la llamada de Stalin a Pasternak, donde se narra la llamada de Stalin a Pasternak a raíz de la caída en desgracia del poeta Ósip Mandelstam, tres minutos de conversación telefónica que sirvió para crear una atmósfera turbia de sospecha y miedo, además de los muchos rumores que se extendieron por los círculos literarios rusos.  

La cuestión es si más allá de las dictaduras, si en los sistemas con procedimientos democráticos, podría darse mecanismos similares. De hecho, no pocos de los métodos descritos en 1984 se están dando en la actualidad en nuestras democracias, a la vez que sigue el poder acudiendo a las verdades y a los valores hegemónicos, de los que no se puede discrepar, hay una presión social enorme que acusa y menosprecia a los disidentes, a lo que se añade una sensación de impotencia que parte de la idea de imposibilidad de políticas distintas a las proclamadas como únicas, ya no digamos de transformar la sociedad. Hay que tragar con una realidad infame, genocidios incluidos ante nuestros ojos, la inevitabilidad de lo grotesco, cuando no de la política de la muerte. Los responsables del tráfico de trenes siguen alegando la legalidad vigente y la normalidad de sus consecuencias para seguir firmando los pases de los vagones. Da igual lo que transporten.

lunes, 1 de enero de 2024

1984

 


De haber sido real la novela y no una ficción, estaríamos en este 2024 que hoy iniciamos en el cuadragésimo aniversario de un incidente tan turbador como inquietante sufrido por el funcionario Winston Smith. Al escribir su historia, supo Georges Orwell trazar en 1984 la cotidianidad y las contradicciones de un empleado público que cumplía en el Ministerio de la Verdad con la misión de adaptar los vaticinios del poder a la realidad, o tal vez la realidad a los vaticinios del poder, en todo caso adecuar la información, las previsiones y los balances a lo que ocurría, o lo que es lo mismo, dibujar o desdibujar esta realidad, mostrar en todo momento que el Partido acertaba siempre, que conseguía diseñar por completo la sociedad, convertida más en una serie de escenarios en provecho del poder, en beneficio de sus intereses, que en algo existente, sin importar que fuesen reales o no los contenidos de tales escenarios ficticios. En definitiva, la misión de construir la realidad o, como lo diríamos hoy, en una expresión que quizá provocase en el autor británico a la vez hilaridad y abatimiento por haber acertado en sus peores presagios, establecer un relato.

En 1984, escrito entre 1947 y 1949, fecha de su publicación, o sea, al poco de acabada la guerra mundial, cuando comenzó la expansión de la URSS y se mantenían tanto en Portugal como en España regímenes fascistas, Georges Orwell pretendía advertirnos de los peligros siempre latentes del autoritarismo y su perversa maquinaria social. Mostró bien a las claras la capacidad de manipular la realidad mediante el uso perverso del lenguaje, los cambios en la percepción de la realidad, la creación de mecanismos de control, la propia aceptación de la población de todos los cánones de opresión –no en vano, varios lustros después, Malcolm X diría que los medios de comunicación podían conseguir que se amara al opresor. Y si nos lo advertía en ese momento Orwell, cuando el nazismo acababa de derrotarse, es porque veía vigentes aún los peligros del autoritarismo.

El régimen distópico que nos describe 1984 posee rasgos del estalinismo, en plena expansión, y del nazismo, vencido. No hay que olvidar que durante unos pocos años rigió el Pacto Ribbentrop – Mólotov, firmado en agosto de 1939, un pacto de no agresión entre la URSS y Alemania. Aun cuando se trataba de dos regímenes muy diferentes entre sí, con visiones, mentalidades y prismas incluso contradictorios, compartían estructuras autoritarias y medidas que podían intercambiarse de un país a otro sin que notásemos la diferencia. Es cierto en todo caso que para escribir 1984, resulta aún más evidente en otra de sus novelas, Rebelión en la Granja, el autor pensara en el autoritarismo estalinista, aunque sólo sea por una serie de detalles que apreciamos en la novela y que nos recuerdan lo que ocurría en la URSS y el ambiente de terror y de control expandido en todos los ámbitos sociales del imperio del Zar rojo.

No obstante, no se debe caer en la simplificación, Georges Orwell no escribía desde una posición anticomunista, el suyo no era un alegato a favor de las estructuras democrática-burguesas, su posición antiautoritaria partía de una perspectiva socialista revolucionaria y libertaria, tal era su militancia. Su compromiso era sobre todo contra el autoritarismo, pero no había neutralidad ni era ajeno a la emancipación de los explotados y los desfavorecidos, claro que siendo siempre consciente de la naturaleza del poder, de todo poder, del que siempre se ha de desconfiar, aun cuando lo ejerzan los nuestros.

Y sabía bien de lo que hablaba.

Porque Georges Orwell, simpatizante en aquel momento de una pequeña organización marxista antiautoritaria británica, el Partido Laborista Independiente, había acudido en diciembre de 1936 a España a luchar en las filas del POUM contra el fascismo. Ambos partidos formaban parte de una pléyade de organizaciones y corrientes que desde la izquierda radical se mostraban críticos con la URSS y se oponían a los Procesos de Moscú de mediados de los años treinta. El POUM era unos de los partidos más activos y fuertes a la izquierda del comunismo estalinista. Además, uno de sus principales dirigentes, Andreu Nin, había estado muy vinculado a Trotsky tras la Revolución soviética, lo cual entrañó que fuera blanco de las iras de Stalin. Lo que explica en gran medida lo ocurrido en España y de lo que Georges Orwell fue testigo directo. Se salvó por los pelos, como quien dice, de ser él también víctima de las purgas en las calles de Barcelona por parte de las direcciones del PCE y del PSUC, por aquel entonces satélites de Moscú, y escribió un testimonio emocionado y amargo de esos días terribles en un libro titulado Homenaje a Cataluña.

Por tanto, 1984 es una denuncia del peligro del autoritarismo, cualquiera que sea el adjetivo que lo acompañe.



Pero el autoritarismo no es sólo un método de opresión por la fuerza, es también un modelo de represión muchas veces más sinuoso y sutil que parte de la manipulación del lenguaje, de los miedos colectivos y de nuevas formas en el sempiterno control social para imponer un consenso que no da cabida a las disidencias y ni siquiera al pensamiento contrastado. Ahora el poder autoritario no se mancha tanto las manos con sangre, incluso ha aprendido a emplear otros métodos más sibilinos.

El filósofo francés Michel Onfray ha logrado exponer de un modo detallado las características del autoritarismo a partir de la exposición de Orwell en esta novela y lo aplica a un contexto en apariencia distinto. Da incluso un paso más y recoge en su ensayo Théorie de la dictadure la tendencia actual a un modelo autoritario de nuevo cuño, o tal vez no tan nuevo, y sus pérfidos mecanismos a un contexto en apariencia democrático, el de la Europa de Maastricht que se convierte en el gran exponente del uso de tales mecanismos orwellianos sin necesidad de acudir al terror, buscando incluso la anuencia de los oprimidos. Llama la atención, y da que pensar, pero sobre todo que temer, que muchas de las características deducidas de la novela las veamos hoy aplicadas en el denominado Jardín Europeo, así lo ha calificado algún gestor de la Unión Europea. Por no faltar, ni faltan los escenarios de guerra fuera de las fronteras, en este caso las europeas, que sirven de consenso interno y que sirven para pretender mantener las hegemonías a las que el Imperio cree tener derecho.  Sus conclusiones son demoledoras y no pierden peso unos años después. Deja la misma inquietud que provoca asistir al deambular de Winston Smith en los estrechos márgenes del autoritarismo avanzado por Orwell. Asusta no poco comprobar que nuestra sociedad actual posee muchos de los aspectos descritos en su novela.