viernes, 28 de julio de 2017

A sangre fría

«Los senderos de la gloria no llevan sino a la tumba», escribió el poeta inglés Thomas Gray y lo recoge Truman Capote en A Sangre Fría. Senderos de gloria son, en buena medida, los de la épica, siempre presente en la historia de la literatura desde el viaje de retorno de Ulises a Ítaca, incluso antes, pero también los de la infrahistoria, los senderos de gloria, por ejemplo, de la épica del oeste, «Let´s go west!», en la que miles de hombres y mujeres, muchos de ellos inmigrantes, se dirigen a las vastas y salvajes praderas que les esperan para convertirse en prósperas tierras de cultivo y construir un nuevo país, tal vez una nueva utopía, un nuevo mundo que se levantará con el trabajo duro -hay mucho de ética calvinista en la aventura del lejano oeste- y la confianza en sí mismos.

Pero hay también mucha violencia en la épica: al fin y al cabo, la conquista del oeste no deja de ser el relato de la dominación de la civilización occidental sobre las tierras hasta entonces patrimonio de los nativos y que fueron víctimas de tal aventura, como lo fueron los negros esclavizados en África y llevados a los estados del sur. También la épica griega tuvo sus víctimas, esclavos o bárbaros de otras tierras, soldados enemigos que, ellos también, creían en sus mitos y luchaban por su comunidad, y en la épica medieval se refleja las relaciones de dominio de una época también violenta. La espada fue el ícono del medioevo y de épocas anteriores. También del imperio español, junto a la cruz. El rifle lo fue de la épica del oeste: el carromato y el rifle.

El rifle sigue siendo un ícono de la cultura norteamericana. No en vano el derecho a poseer armas sigue centrando buena parte del debate público norteamericano y existe una Asociación Nacional del Rifle que hasta 2003 estuvo dirigida por Charlton Heston y puede que no resulte casual que sea un actor, un miembro destacado de esa comunidad que forma el cine, mantenedor de los mitos, quien defienda ese ícono en la sociedad. El carromato, por su parte, se ha transformado desde finales del siglo XIX en el coche, el automóvil. La épica del oeste se refleja en las miles de historias de vaqueros, bandidos, sheriffs, indios a veces insurgentes, ganaderos, aventureros, buscadores de oro, marginados de todo tipo y que aparecen reflejados en los relatos y en las películas del género de vaqueros o del oeste, el far west que recrea aquel mundo que se diluirá en los últimos años del siglo XIX. Después, se mantiene el ícono del rifle y se incorpora a la cultura urbana norteamericana por la vía de las historias policiales, el género negro, que se desarrolla en gran medida en la literatura norteamericana y también en su cine. No olvidemos que el cine es la gran expresión cultural de los Estados Unidos en el siglo XX, como ciertos tipos de novela o de relato lo han sido de Europa.

El rifle acaba sustituido en su representación fílmica y literaria por pistolas y revólveres, del mismo modo, ya se ha dicho, que el automóvil sucede al carromato. No en vano, el país cambia. Los carromatos recorrieron las praderas ajenas hasta entonces a la civilización occidental; los coches tendrán sus carreteras, algunas míticas, como la ruta 66. Se mantiene la épica del viaje y de la aventura, la del reto del destino y la confianza en sí mismo, muchos de los valores de la épica del oeste se conservan en los nuevos relatos policiacos, valores de esa épica del oeste que no son, al fin y al cabo, muy diferentes a los de cualquier otra épica que en la historia haya habido.  

Pero el género negro posee ya otras características. Sigue siendo un reto ante lo desconocido, una aventura que requiere de tesón y confianza, pero es una confianza imprescindible, sí, pero que a veces se rompe porque con frecuencia investigar el mal conlleva confrontarse también con lo más sórdido, lo más sórdido de la sociedad y lo más sórdido de uno mismo, los fantasmas propios, el lado obscuro de la personalidad. Rick Deckard, ese policía de una sociedad del futuro y que está retirado del cuerpo especial de policía de los blade runners, vuelve al servicio y al final duda de sí mismo, se enfrenta a su propia condición que incluso pudiera no ser humana y acaba por temer la realidad y sospechar que es uno más de esos replicantes a los que ha perseguido sin miramientos, unos miedos turbadores provocados al fin por el tipo de sociedad que le envuelve. Se ha perdido la inocencia de los westerns, la creencia de un progreso imparable, la confianza en que con tesón y trabajo vencerá la bondad, ese mundo afable e irrompible de La Casa de la Pradera.

Porque de un modo u otro la novela policiaca acaba por desafiar las verdades y los valores hegemónicos de la sociedad. También fue un medio para la crítica política y social durante el macartismo. La función del agente o del investigador es, en principio, poner orden ante el daño causado por el delito, por el mal, reestablecer en la medida de lo posible el sentido de que cada pieza de la sociedad, porque al final, debiera de ser así, es el modelo: el orden vence, la ley consigue poner cada cosa en su sitio, tranquiliza y devuelve la confianza a cada uno de nosotros. Pero, por contra, al avanzar en sus pesquisas, el agente o el investigador pudiera descubrir y mostrar que tal vez el mal, lo monstruoso, no está en el reducto del marginado, del perverso, del degenerado, del desalmado, sino que se halla en nuestra normalidad, en todo aquello que nos da tranquilidad, en la comodidad de nuestro estilo de vida, de nuestra prosperidad que tiene también su contraparte. Es inevitable: el espejo siempre tiene otro lado.

En este sentido, Truman Capote asiste fascinado e intrigado al drama de la América profunda, al asesinato en un rincón de Kansas, en Holcomb, de cuatro miembros de la familia Clutter. Las víctimas son el padre, Herbert Clutter, próspero granjero y afable miembro de la comunidad local, la madre, Bonny, querida por todos aun cuando le adolezca una enfermedad nerviosa de la que parece estar recuperándose, y dos de los hijos, la hermosa Nancy que va dejando atrás la infancia para devenir una bella y prometedora joven que se incorpora a los ritos sociales, tan normativos como normales, y su hermano Kenyon, que se interesa por la granja de su progenitor. Otras dos hijas del matrimonio ya no viven en la residencia familiar y se salvan gracias a ello. Asistimos a su cotidianidad, pero también a la vida de la ciudad, apacible, estable, religiosa, los vecinos forman una verdadera y armoniosa comunidad, incluso en su sentido más beatífico, se entrecruzan ajenos al drama que se va a producir.

Pero asistimos también a la vida de dos jóvenes, Dick Hickcock y Perry Smith, que al contrario de la familia Clutter surgen de las sombras, de ese lado obscuro que existe en toda sociedad, que habita en cada uno de nosotros, aunque lo ignoremos o rechacemos su existencia. Truman Capote estudiará sus orígenes, las familias con las que crecen, su medio, sus tendencias y complejos, sus límites y sus expectativas. Vincula ambos mundos aparentemente contrapuestos porque sus caminos se van a cruzar de forma trágica e irremediable.

El asesinato se produce la madrugada del 15 de noviembre de 1959. En los meses siguientes a tan fatídica fecha hay una investigación policial que Truman Capote sigue contumaz. Cuenta con la ayuda de la escritora Harper Lee, que le asiste en entrevistas a policías, vecinos, incluso familiares tanto de la familia Clutter como de los asesinos cuando se hace pública su identidad y lee las notas del escritor. Tras la detención, hay un juicio al que ambos escritores acuden y Truman Capote se hace incluso con las actas que leerá atento. Se condena a ambos acusados a la pena capital y se abre un periodo de recursos que se van desechando uno tras otro. Detrás resurge el debate sobre la pena de muerte que perdura aún hoy en los Estados Unidos.

No es baladí el debate al respecto. Tras él hay concepciones importantes para conocer los mecanismos colectivos, tanto psicológicos como políticos y, por qué no, espirituales por los que se mueve una sociedad reglamentaria. Venganza o justicia, castigo o reinserción, rechazo a ese lado monstruoso sin paliativos ni consideración o reconocimiento de que existe en toda persona una tendencia siniestra, perversa, incluso depravada, está allí, dentro de uno, y con la que tenemos, irremediable, que convivir, todo ello son derivas del debate, de los planteamientos sobre las actitudes antisociales y los ilícitos criminales. No deja de ser interesante, en este sentido, el vínculo que se crea entre Josie Meier, la esposa del sheriff, con Perry Smith. Los esposos Meier viven en la prisión del condado, en un apartamento adosado. Por cuestiones de espacio Smith permanece en la celda destinada a las mujeres, junto a la cocina de la residencia de los Meier. Eso permite el vínculo entre la mujer y el preso, un vínculo que le servirá a Josie Meier a apreciar que una persona es más que sus acciones, por muy rechazables que resulten éstas, por muy horribles que las consideremos, objetiva y subjetivamente.

En la madrugada del 14 de abril de 1965 Perry Smith y Dick Hickcock mueren ahorcados. Truman Capote reúne sus notas y escribe un largo texto destinado a ser un reportaje periodístico pero que termina siendo una novela por sus características. El propio autor la calificará como una non fiction novel, un relato de no ficción en el que introduce elementos de la literatura, diálogos, descripciones, incluso situaciones imaginadas y que le dan al relato dinamismo. A Sangre Fría influirá incluso en un tipo de periodismo literario, género mestizo de crónica y novela, que se desarrollará desde entonces. Sin duda hay unos antecedentes, una tradición literaria a la que el escritor acude, la épica, la novela realista y naturalista, la literatura social, el periodismo. Hay también una literatura posterior en la que el libro de Truman Capote influirá de forma notable.


Medio siglo después se supo que uno de los asesinos, Dick Hickcock, escribió su propia versión de aquel asesinato, un relato detallado de aquella noche y que entregó a Mack Nations, un periodista de Kansas que intentó que se publicara, según parece para horror del propio Truman Capote que aún no había publicado su libro y que discrepaba con la versión de Hickcock. El destino hizo que este texto se perdiera hasta reaparecer ahora, sin que nadie muestre ahora mismo mucho interés por el relato de uno de los asesinos, perviven los prejuicios, la confusión sobre la personalidad, la aceptación o el rechazo según criterios muchas veces caprichosos. A veces incluso la literatura forma parte de la propia épica. 

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