miércoles, 5 de julio de 2017

Desilusiones viajeras

«¡Singular y lamentable alma del viajero! En vez de alimentarse de realidades lógicas, vive de fantasmagóricas esperanzas y sufre inevitables desilusiones. Lo que no corresponde a su egoísmo sentimental le causa tristeza incurable». Son palabras de Enrique Gómez Carrillo, escritor guatemalteco afincado en Francia, amigo de Rubén Darío con quien colabora, se relaciona también entre otros con Paul Verlaine, con Jean Moréas, con Oscar Wilde, toda una generación de escritores que proyectan otra mirada a lo real.

Viaja, entre varios lugares, a Grecia en busca de las esencias del pasado, de la historia, que espera poder reconocer durante su viaje. No puede menos que sentir cierta desilusión: las cosas no son como se las esperaba, encuentra no el orientalismo con que se había imaginado topar en cada esquina, sino con algo distinto. «Atenas es occidental -afirmará- como una ciudad de Francia, como una ciudad de España».

Escribirá sus impresiones en su libro La Grecia eterna, recuperado por la Editorial Renacimiento en el 2010. Se trata de un bello libro de viajes, cuando había viajeros curiosos y observadores, en la línea de una tradición romántica y posromántica que parece acentuarse a lo largo del siglo XIX. Hay libros muy hermosos de este género. Victor Hugo recorre varios rincones de Europa próximos a Francia y escribirá bellísimas descripciones de sus parajes. Antonio dos Santos Rocha, uno de los pioneros de la arqueología en Portugal y en toda Europa, viaja por Andalucía y la describirá con especial finura y afecto. El príncipe polaco Félix Lichnowsky hará lo propio tras su viaje por Portugal en 1842, en su libro Portugal, Recordações do Ano de 1842. Robert Louis Stevenson, por su parte, recorrió parajes más lejanos y por tanto exóticos, los describió tanto en su obra de ficción como en libros y relatos de viajes.

No sabemos si Víctor Hugo, si António dos Santos Rocha, si el Príncipe Lichnowsky o si Robert Louis Stevenson poseen algo de esa tristeza incurable de la que habla Gómez Carrillo por no encontrar en el lugar de destino aquello con que se habían imaginado, puede que no, su visión no es de sorpresa, de vaga decepción, al contrario, se aprecia no poca admiración por lo que van descubriendo. Pero puede también que su admiración oculte cierta sorpresa por no hallar lo que pensaban. Otros viajeros son más analíticos, como Georges Borrow, que hará un retrato pertinaz sobre esa España a la que pretende evangelizar regalando traducciones del Nuevo Testamento, y es un buen cronista de un país y de unos años que son de virulenta batalla entre lo nuevo y lo viejo, entre conceptos de sociedad enfrentados, como son el liberalismo y el carlismo en liza a lo largo del siglo XIX.

Mientras, hay descripciones horribles, eurocentristas avant la lettre, repletas de tópicos y prejuicios, como las de un joven Gustave Flaubert que recorre el Mediterráneo oriental y que le inspirarán algunos relatos y narraciones, pero quien no pasará a la historia como fino observador de paisajes, y mucho menos de observador del otro.

El viajero del siglo XIX -aún más el del XX, sobre todo el de su segunda mitad, o el actual- no es como el viajero de épocas anteriores, que posee una faceta de descubridor más acentuada, sobre todo cuando se despoja de una visión del mundo demasiado estricta y que va cambiando a medida que se topa con un mundo más plural de lo que pensaba la sociedad en la que vive. Quizá quienes mantienen ese espíritu durante el XIX son los científicos -Humboltd o Darwin, por ejemplo- que observan la realidad de un modo no muy diferente a los viajeros portugueses que dan la vuelta a África por mar y alcanzan Asia donde se enfrentan a culturas tan diferentes, la de India, Mongolia, China o Japón.

Y todos esos viajeros son diferentes a los actuales porque hoy poseemos una imagen más concreta de otros países, de otros parajes, los hemos contemplado una y mil veces en fotografías, en reportajes, en películas. Los medios de comunicación tal vez hayan diluido algo el factor sorpresa, la sensación de descubrimiento que se tiene la primera vez que uno pisa tierra diferente. Hay, es verdad, los olores, las sensaciones visuales al contemplar esos otros parajes, el estar allí, aunque hay muy pocos rincones del mundo del que no tengamos ahora una imagen en la retina. Y también el habitante de otros lugares posee una imagen más o menos formada de Europa, como los europeos y todos los habitantes del mundo la tenemos de Estados Unidos, aunque nunca hayamos estado. Eso elimina ese afán de descubrir nuevas visiones, aunque eso sí puede añadir mayor interés por conocer lo otro. También los prejuicios, los estereotipos y los tópicos son hoy diferentes a los que poseían quienes antaño emprendían largos y lejanos viajes.

Porque sin duda perdura en el viajero un empeño de confrontarse a los prejuicios, a los estereotipos y a los tópicos, sean los viajeros de otras épocas, con más preconceptos por carecer de imágenes y sugestiones visuales, sean los de hogaño, donde se impone un modelo de información más detallado, pero también sujeto a elementos ideológicos más disimulados. Pero el viajero busca resolver ese conflicto -el de su mirada frente a la realidad, teniendo muy presente la afirmación aquí también muy aplicable de Anaïs Nin: «vemos las cosas no como son, sino como somos»- con atención y dotes de análisis, y esto es tal vez lo que le diferenciará del turista, que se mueve por otras motivaciones más mercantiles.

No en vano se nos habla del turismo como una importante fuente de ingresos e incluso como una industria. Es consecuencia de una cultura de masas que se ha impuesto de un modo global y que convierte el mundo en un espectáculo al que acudimos no para descubrir nada, sino para saciar la satisfacción de contemplar lo que esperamos. Pero ojo, no es que la diferencia entre un viajero y un turista parta de la consideración del primero como parte de una élite -élite cultural, social o de clase- frente al segundo, más chabacano y populachero, sino de actitud frente al hecho del viaje.

No obstante, algo no funciona cuando cambian algunas ciudades y determinados parajes en beneficio del acomodo que no es ni siquiera del turista, sino de esas industrias del turismo que buscan el beneficio rápido y fácil. Con ello se convierten esas ciudades en un decorado de cartón piedra, un parque temático de sí mismas. Las inevitables desilusiones y la tristeza incurable de las que nos habla Gómez Carrillo perduran, ya no tanto en los turistas más convencionales, sino en quienes buscan otra cosa en sus destinos, aunque no sea tampoco lo que encuentren.

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