«¡Singular y lamentable
alma del viajero! En vez de alimentarse de realidades lógicas, vive de
fantasmagóricas esperanzas y sufre inevitables desilusiones. Lo que no
corresponde a su egoísmo sentimental le causa tristeza incurable». Son palabras
de Enrique Gómez Carrillo, escritor guatemalteco afincado en Francia, amigo de
Rubén Darío con quien colabora, se relaciona también entre otros con Paul Verlaine,
con Jean Moréas, con Oscar Wilde, toda una generación de escritores que
proyectan otra mirada a lo real.
Viaja, entre varios lugares,
a Grecia en busca de las esencias del pasado, de la historia, que espera poder
reconocer durante su viaje. No puede menos que sentir cierta desilusión: las
cosas no son como se las esperaba, encuentra no el orientalismo con que se había
imaginado topar en cada esquina, sino con algo distinto. «Atenas es occidental
-afirmará- como una ciudad de Francia, como una ciudad de España».
Escribirá sus impresiones
en su libro La Grecia eterna,
recuperado por la Editorial Renacimiento en el 2010. Se trata de un bello libro
de viajes, cuando había viajeros curiosos y observadores, en la línea de una
tradición romántica y posromántica que parece acentuarse a lo largo del siglo
XIX. Hay libros muy hermosos de este género. Victor Hugo recorre varios
rincones de Europa próximos a Francia y escribirá bellísimas descripciones de
sus parajes. Antonio dos Santos Rocha, uno de los pioneros de la arqueología en
Portugal y en toda Europa, viaja por Andalucía y la describirá con especial
finura y afecto. El príncipe polaco Félix Lichnowsky hará lo propio tras su
viaje por Portugal en 1842, en su libro Portugal,
Recordações do Ano de 1842. Robert Louis Stevenson, por su parte, recorrió
parajes más lejanos y por tanto exóticos, los describió tanto en su obra de
ficción como en libros y relatos de viajes.
No sabemos si Víctor
Hugo, si António dos Santos Rocha, si el Príncipe Lichnowsky o si Robert Louis
Stevenson poseen algo de esa tristeza
incurable de la que habla Gómez Carrillo por no encontrar en el lugar de
destino aquello con que se habían imaginado, puede que no, su visión no es de
sorpresa, de vaga decepción, al contrario, se aprecia no poca admiración por lo
que van descubriendo. Pero puede también que su admiración oculte cierta
sorpresa por no hallar lo que pensaban. Otros viajeros son más analíticos, como
Georges Borrow, que hará un retrato pertinaz sobre esa España a la que pretende
evangelizar regalando traducciones del Nuevo Testamento, y es un buen cronista
de un país y de unos años que son de virulenta batalla entre lo nuevo y lo
viejo, entre conceptos de sociedad enfrentados, como son el liberalismo y el
carlismo en liza a lo largo del siglo XIX.
Mientras, hay
descripciones horribles, eurocentristas avant
la lettre, repletas de tópicos y prejuicios, como las de un joven Gustave
Flaubert que recorre el Mediterráneo oriental y que le inspirarán algunos
relatos y narraciones, pero quien no pasará a la historia como fino observador
de paisajes, y mucho menos de observador del otro.
El viajero del siglo XIX
-aún más el del XX, sobre todo el de su segunda mitad, o el actual- no es como
el viajero de épocas anteriores, que posee una faceta de descubridor más
acentuada, sobre todo cuando se despoja de una visión del mundo demasiado
estricta y que va cambiando a medida que se topa con un mundo más plural de lo
que pensaba la sociedad en la que vive. Quizá quienes mantienen ese espíritu
durante el XIX son los científicos -Humboltd o Darwin, por ejemplo- que
observan la realidad de un modo no muy diferente a los viajeros portugueses que
dan la vuelta a África por mar y alcanzan Asia donde se enfrentan a culturas
tan diferentes, la de India, Mongolia, China o Japón.
Y todos esos viajeros son
diferentes a los actuales porque hoy poseemos una imagen más concreta de otros
países, de otros parajes, los hemos contemplado una y mil veces en fotografías,
en reportajes, en películas. Los medios de comunicación tal vez hayan diluido
algo el factor sorpresa, la sensación de descubrimiento que se tiene la primera
vez que uno pisa tierra diferente. Hay, es verdad, los olores, las sensaciones
visuales al contemplar esos otros parajes, el estar allí, aunque hay muy pocos
rincones del mundo del que no tengamos ahora una imagen en la retina. Y también
el habitante de otros lugares posee una imagen más o menos formada de Europa,
como los europeos y todos los habitantes del mundo la tenemos de Estados
Unidos, aunque nunca hayamos estado. Eso elimina ese afán de descubrir nuevas
visiones, aunque eso sí puede añadir mayor interés por conocer lo otro. También
los prejuicios, los estereotipos y los tópicos son hoy diferentes a los que
poseían quienes antaño emprendían largos y lejanos viajes.
Porque sin duda perdura
en el viajero un empeño de confrontarse a los prejuicios, a los estereotipos y
a los tópicos, sean los viajeros de otras épocas, con más preconceptos por
carecer de imágenes y sugestiones visuales, sean los de hogaño, donde se impone
un modelo de información más detallado, pero también sujeto a elementos
ideológicos más disimulados. Pero el viajero busca resolver ese conflicto -el
de su mirada frente a la realidad, teniendo muy presente la afirmación aquí
también muy aplicable de Anaïs Nin: «vemos
las cosas no como son, sino como somos»- con atención y dotes de análisis,
y esto es tal vez lo que le diferenciará del turista, que se mueve por otras
motivaciones más mercantiles.
No en vano se nos habla
del turismo como una importante fuente de ingresos e incluso como una
industria. Es consecuencia de una cultura de masas que se ha impuesto de un modo
global y que convierte el mundo en un espectáculo al que acudimos no para
descubrir nada, sino para saciar la satisfacción de contemplar lo que
esperamos. Pero ojo, no es que la diferencia entre un viajero y un turista
parta de la consideración del primero como parte de una élite -élite cultural,
social o de clase- frente al segundo, más chabacano y populachero, sino de
actitud frente al hecho del viaje.
No obstante, algo no
funciona cuando cambian algunas ciudades y determinados parajes en beneficio
del acomodo que no es ni siquiera del turista, sino de esas industrias del
turismo que buscan el beneficio rápido y fácil. Con ello se convierten esas
ciudades en un decorado de cartón piedra, un parque temático de sí mismas. Las
inevitables desilusiones y la tristeza incurable de las que nos habla Gómez
Carrillo perduran, ya no tanto en los turistas más convencionales, sino en
quienes buscan otra cosa en sus destinos, aunque no sea tampoco lo que
encuentren.
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